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La Sonrisa de un Payaso

Llegó al portal que daba acceso al bloque sobre las once de la noche. Era enero, ya habían pasado las fiestas y las luces navideñas poco a poco habían ido desapareciendo de las calles. La alegría que hacía escasas semanas se apreciaba en las caras de la gente poco a poco se había ido agriando. Muchos habían estirado un poco más el brazo que la manga y en tiempos de crisis esto podía significar una cuesta de enero un poquito más abrupta y pesada de lo que ya era habitual. La guinda la ponía el frio, a poca gente le gusta el frio, y ese fue un invierno especialmente helado.

Antes de abrir la pequeña verja que daba paso a la puerta del edificio levantó la mirada mientras metía la mano en el bolsillo de su abrigo en busca de las llaves. Observó con una expresión distante, triste, pero de absoluta serenidad que difícilmente se podía apreciar debajo del espeso maquillaje, la fachada de ese viejo bloque de pisos. Una fachada gris, completamente funcional, sin personalidad, propia de la arquitectura soviética de los barrios obreros más humildes. Poco a poco desvió la mirada hacia los edificios adyacentes, primero a su izquierda y luego a su derecha para terminar de comprobar que sólo el número del portal distinguía su bloque del de sus vecinos. De repente una brisa helada atravesó su chaqueta y un fuerte escalofrío recorrió todo su cuerpo obligándole a buscar con más ímpetu las llaves.

Abrió la puerta de la verja aún titiritando y ya más recompuesto acertó a la primera en meter la llave en la puerta que daba al vestíbulo. Una vez dentro observó con resignación las escaleras, vivía en un quinto y no había ascensor. Empezó a subir parsimoniosamente las algo más de cien escaleras que le separaban de su pequeño apartamento. Tampoco hubiese podido subir más rápido, ya que hacía algunos años que padecía de cierto dolor de rodillas, un principio de artrosis, que se veía irremediablemente agudizado en invierno. Tras algo más de cuatro minutos que se le hicieron interminables finalmente alcanzó la puerta de su morada, de la que decir que era humilde sería hacer uso de un eufemismo, ya que más bien parecía una ratonera. Abrió la puerta con pesadez, y con la misma expresión con la que había observado la fachada examinó el diminuto apartamento.

Sólo tres habitaciones lo conformaban, una pequeña cocina que hacía las veces de comedor, una habitación aún más pequeña con una cama individual de somier flácido y colchón raído y un cuarto de baño donde parecía mentira que hubiesen conseguido meter la ducha, el W.C. y el lavabo y donde a buen seguro podías defecar mientras te lavabas los dientes y te lavabas los pies.

Nada más entrar abrazo a su vieja compañera de fatigas y acercó su boca a suya, esperando encontrar en ella algo que le ayudase a seguir adelante. Tras el largo beso volvió a depositar la botella de Vodka barato encima de la cajonera y encendió la calefacción. Mientras esperaba que la temperatura subiese algunos grados para quitarse la chaqueta. Prendió un pitillo y lo fumó sin prisa alguna y siguió contemplando la austeridad de su vivienda. Sólo disponía de tres electrodomésticos, la nevera, el televisor y una lavadora además de los fogones. El mobiliario también brillaba por su ausencia, disponiendo sólo de un armario, una vieja cajonera carcomida por la humedad y los insectos, una mesa y un par de sillas cojas junto con la ya mencionada cama.

Tras apurar al máximo las últimas caladas del pitillo se levantó de la silla, y aún con el ambiente algo frío se quitó la chaqueta y el sombrero. Debajo aún llevaba su viejo disfraz que guardaba como oro en paño, pero que inexorablemente el paso del tiempo había mermado la viveza de sus colores. Había pensado algunas veces en renovar el vestuario, puesto que era su herramienta de trabajo, pero el hecho de disponer siempre del dinero justo para ir subsistiendo y la nostalgia que le producía la idea de desprenderse de él le habían echado siempre para atrás.

A pesar del cariño que le tenía, su traje de Clown no tenía nada de especial. Pantalones verdes, que en su día debía haber sido un verde alegre e intenso, pero que en esos momentos parecían más bien de un caqui tristón, unos enormes zapatos rojos que siempre guardaba en su maletín de accesorios, una camisa amarillenta de la que no se podía afirmar con seguridad si en su día había sido blanca o amarillo intenso y unos tirantes a juego con sus zapatos. Este era su atuendo de trabajo, que completaba con una peluca verde, que gracias a estar hecha de un material sintético aún conservaba toda fuerza y color original, un maquillaje que había ido perfeccionando con el paso de los años y la ineludible nariz roja , grande y redonda que caracteriza a todo payaso que se precie.

Tras dejar aparcados chaqueta y sombrero encima de la cama se dirigió al pequeño cuarto de baño y se detuvo delante del espejo. Se quedó ahí parado contemplando su cara aún maquillada, forzó una mueca alegre que tenía ensayada y automatizada. Tras un breve momento de reflexión se dispuso a borrar el último vestigio de alegría que habitaba ese apartamento. Cogió la toalla, la empapó en agua y poco a poco fue quitando las distintas capas de maquillaje. Empezó por el contorno de los ojos, siguió por los labios, para luego continuar con el resto de su cara.

Y mientras la toalla iba descubriendo poco a poco las arrugas propias de un señor que ya había rebasado la cincuentena, las ojeras propias de una persona que acumulaba cansancio día tras día y la triste mirada de una persona solitaria que parecía haber renunciado ya a la felicidad y que sólo parecía esperar la llegada del ocaso de su vida, mientras recordaba las múltiples sonrisas que había provocado a multitud de niños y no tan niños se preguntó:

“¿Y quién hace sonreír a un Clown?”




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Xavi8624 de enero de 2009

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