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Algo En la Hierba

Al cabo le aceptó el paisaje en que llevaba ya unos días yaciendo. Le pareció vano inventarse un motivo para intentar seguir viviendo y gobernar el cadáver infecto en que se había convertido su cuerpo. Se hallaba solo. Se hallaba en soledad. Se hallaba en la selva solo, salvo por las salvajes creaturas que le vigilaban y esperaban hambrientas su inminente deceso. Decidió morir, soñando al menos, pensando en la inmensidad de las galaxias y en la voraz continuidad de los quehaceres siderales, juegos eternos sin contrincantes y sin reglas. Le aceptaron los nutrientes del suelo, y el viento indiferente, vapor de calores vegetales, frío de alientos que hibernan, disolvió su conciencia. Decidió morir pero no murió, algo suyo quedó en la hierba, una emoción valiente y vibrante que podía sentir los pulsares a lo lejos y el latido de un ciempiés que se aproximaba caminando y corriendo. Le apareció en el pensamiento un tacto sin fronteras, que podía extenderse y abrazar las hogueras cósmicas, las celestiales catástrofes creadoras de la vida y los metales. Y así estaba vivo y muerto, emulando en el polvo del desierto lo que veía soplar entre las estrellas, cuando sintió su soledad de nuevo. Algún recuerdo pudo tener apenas, de los días en que cazaba, de las noches musicales en que se embriagaba de alcohol, del temor y la impaciencia, dormir tras la cena, despertar aflojando el cuerpo, placeres intestinales, regodeos sexuales. Pero esas eran memorias animales y no eran dignas del embajador de la antimateria. Decidió entonces morir de nuevo y así muriendo, irónicamente despojarse de sus ataduras mortales. Pero algo suyo quedó en la hierba.
Abrahamsaucedocepeda26 de febrero de 2012

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