Iban dos creaturas mudas, disque paseando, pajareando por las calles de una ciudad que remilga sol y lluvia, cuando encontraron a su paso el menjurje antropotécnico de un atropellamiento fatal. La fuerza pública explicó a la prensa nacional que un hombre flaco de piel chaqueta, mitad cabrón, mitad motocicleta, no supo resolver, entre la niebla, la silueta horrenda de la embajadora de las muertes prematuras, y la llevó de encuentro, motor adentro, en combustión de entrañas, a regar el pavimento de caídas duras y noticias extrañas. Y se dejó venir la tormenta con su pecho de líneas negras, malabareando ganado y desemparejando carreteras. Algunos hombrecillos transparentes, que solían hacer la contabilidad de una secta, sembraron mecedoras en el campo y se sentaron a coleccionar recuerdos de la hecatombe en sus tristes cerebros de cinta magnética. Sin embargo, la muy honorable junta de gobierno calificó de indecoroso el atrevimiento y ordenó el ahorcamiento de todos y cada uno, los malos, los buenos, mujeres y niños primero, y todos murieron.
