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Proyecto Sapiens

(Éste es un fragmento de los primeros capítulos de mi novela de ciencia ficción, inédita: Proyecto Sapiens)




"Proyecto Sapiens"









Por:

Aniel Bifrost









Este libro, primeramente, está dedicado con mucho amor, a:
Angie. Hermoso Ángel en forma de mujer. Que aún cuando su corazón, es a veces, una luciérnaga extraviada. Con dejarme contemplar su luz, me basta para amarla.
A Ligia, que ya no sólo baila en sus propios sueños, sino también, en el milagro de su nieta.
A Paulina, por ser nuestro nuevo angelito.
A Paloma, por su sonrisa de luz eterna.
A mi querido amigo Antony Farbinger, por el camino recorrido, sin haberse dejado nunca, neutralizar por la absurda máquina de este mundo.
A mi amigo Guillermo, por jamás vender su corazón, ni abandonar a su amada guitarra, aún cuando muchas veces, duele amarla. Y aún cuando cree que yo no me doy cuenta.
A mis hermanos Vikingos:
El viejo Brujo: Sady Cabrera, por enseñarme, que si es posible apoyar una multitud sobre la cabeza de un clavo, todo es posible si se encuentra el modo. Aún cuando su drakkar, hoy navegue en otras dimensiones en el más allá.
A Odín, alias Ignacio Carvallo. Por creer en mí, aún, cuando no necesariamente entienda mis chifladuras.
Y, a Thor, alias Jorge Gonzales Contreras. También por lo mismo, y porque como él diría: “estoy ni ahí”, con que él, “esté ni ahí” con esta dedicatoria. Donde sea que se encuentre.


—— o ——


“La razón, deja de serlo, cuando se transforma en el ilusorio refugio, que nos proteja de nuestra propia incertidumbre”.

(Aniel Bifrost 2008 DC.)






Prólogo

Durante los últimos días del tercer Reich, cuando prácticamente la guerra estaba perdida para Alemania. Un submarino nazi de la clase BX. El U-234, zarpó desde el puerto noruego de Kristiansand, el 15 de Abril de 1945; bajo expresas ordenes del jefe de la GESTAPO, Heinrich Müller, y las del propio Führer, Adolf Hitler.
La misión del sumergible, no era otra que la de transportar al Japón, avanzados sistemas de armas secretas desarrolladas por la adelantada ciencia germana; como dos aviones Messerschmitt-262 a reacción, desmontados pieza por pieza; miles de planos de cohetes, extraños artefactos y modernas armas de la técnica nazi; y más sorprendente aún: bidones con agua pesada (H2O2) y 560 Kg. de U235 (uranio enriquecido) para la fabricación de bombas atómicas, además de fusibles infrarrojos para la detonación de éstas.
Pero el U-234 jamás llegó a completar su misión, de dotar al Japón, de la técnica y las armas, que le darían al eje la victoria final, justo ante las puertas de la derrota definitiva.
El submarino, fue capturado en el atlántico norte por el destructor americano “USS Sutton”, el 16 de mayo de ese mismo año. Y escoltado hasta el puerto de Portsmouth, USA, donde las autoridades pertinentes tomaron posesión del submarino y de la totalidad de su tecnológico cargamento.
Estos, son hechos históricos documentados y comprobados, a pesar que desde entonces, las altas esferas militares y gubernamentales de los Estados Unidos de América, han invertido esfuerzos por acallar la historia y ocultarle esta información al público.
Sin embargo, desde antes del comienzo de la segunda guerra mundial, el increíble avance tecnológico que tuvo la Alemania nazi, ha sido para todos, algo más que evidente.
No es secreto, que desde la alborada de la guerra fría, tanto el desarrollo del armamentismo nuclear, como el de los programas espaciales; a ambos lados de la cortina de hierro; tuvieran su origen en las bases cimentadas por la avanzada ciencia nazi.
Las razones, del porqué en la Alemania de Tercer Reich, la ciencia estuviera tan adelantada a la del resto del mundo, es un enigma. Se habla del contacto que sostuvo la sociedad secreta Thule (precursora del esoterismo nazi), con una muy avanzada civilización extraterrestre; se habla de experimentos genéticos, de la Atlántida y de platillos voladores nazi impulsados por energías antigravedad. Y a pesar de lo especulativo y fantasioso de estas ideas, los hechos siguen siendo irrefutables y el misterio sigue siendo una incógnita.

Kristiansand Noruega 15 de Abril de 1945
Era un atardecer frío y borrascoso. Y al bajar un poco más, el empañado cristal de su ventanilla en el coche, el mayor de la SS, Erick Swelz, se empapó con frío perfume marino del Báltico, y también con ese milenario e indiferente cántico de gaviotas. Tan indiferente y cacofónico, como el que sonara en la costa de Troya o Normandía, minutos antes de la respectiva invasión.
Largo, apresurado y fatigoso le había resultado el viaje, desde la fortaleza subterránea de Thüringen.
Horas antes, ya habían salido de allí otras cosas, con similar destino. Aunque de eso, él, sabía poco. Y por lo demás, no se le estaba permitido hacer… “muchas preguntas”. Después de todo, saber demasiado en tiempos como aquellos, no era una actitud muy inteligente. Y el joven oficial lo sabía bien. A sus treinta años ya había visto suficientes cosas extrañas y pavorosas. Sobre todo en sus últimos dos años.
Y es que allí en Thüringen, se trabajaba en cosas tan incomprensibles y fantásticas. Se hablaba de una tal bomba “disgregadora”, la que era tan poderosa, que por sí sola, era capaz de destruir una ciudad completa. También había oído de motores antigravitacionales y armas biológicas. Él mismo había atestiguado las pruebas con los cohetes v-1, v-2, los aviones a reacción y piezas de artillería de capacidades antes no imaginadas.
Pero, nada lo había asombrado más que el cerebro electrónico en el que trabajaba el Barón Von Ardenne.
El negro Mercedes Benz con su motorizada carraspera circulaba por las calles, de aquel mudo e inmutable puerto de la Noruega ocupada. Rumbo a los fríos muelles abrazados por el Báltico. Sólo las filas de patrullas de la Wehrmacht, con la monotonía de sus pisadas al unísono, rompían el silencio inducido por el mismísimo temor que inspiraban.
Algunos pares de ojos espías, agazapados en los antiguos edificios, husmeaban el paso de aquella negra y polvorienta carrocería alemana, bañada de rocío.
Desde aquellas posiciones, el solitario vehículo, de aspecto descuidado; parecía más bien un senil escarabajo gigante, desplazándose con premura y laboriosidad, perseguido por un amenazante destino.
Los alemanes parecían escapar, dejando olvidado su orgullo en la huída.
Antes de entrar en los muelles, el oficial, entregó el salvoconducto al oficial de guardia: un papel con la firma del comandante de la GESTAPO Heinrich Müller. Y el soldado, no titubeó ni medio segundo antes de dar la orden de dejar pasar el vehículo: —¡Levanten la barrera! ¡Rápido!
El Mercedes, entró raudo y sin más preámbulos, en la zona portuaria y no detuvo su marcha hasta encontrarse de frente ante la grisácea silueta escuálida del único submarino que allí se encontraba. El mayor Swelz, ignoraba el destino de los otros submarinos. Allí, nadie hacía preguntas. Allí, todos realizaban su labor en medio de un frío y urgente silencio.
Un grupo de jóvenes marinos, trabajaba afanosamente, cargando cosas y transportándolas desde unos camiones hasta el submarino. Llevaban unos extraños cubos que parecían ser bastante pesados. Rotulados con la inscripción: U 235. Lo que le pareció extraño, si la nave era el U-234.
Pero a él que más le daba, eso no era asunto suyo. Y no era momento de comenzar a meter las narices donde no lo llamaban.
Tan sólo se quedó ahí, contemplando como esos hombres sudaban la gota gorda, llevando además, un montón de otros artefactos y maquinaria de carácter bélico. De entre lo que él pudo identificar perfectamente, una pieza del tren de aterrizaje de un Messerschmitt-262. (El último bombardero de largo alcance).
Que ironía, pensó. Esos muchachos trabajando con tanto afán, con esas cosas tan pesadas. Mientras él, transportaba un liviano portafolios con lo que seguramente, era el secreto de mayor peso en la historia de la ciencia. Si no lo hubiera visto no lo habría creído.
Y recordó aquel día, en que al ser comisionado a las secretas fabricas subterráneas de Thüringen, había entrado en ese laboratorio de electrónica de avanzada.
Parecía ayer nada más:

“Las paredes cubiertas de extraños diagramas y planos. El monstruoso conjunto de anaqueles eléctricos, en el centro de la sala; llenos de cables, fusibles y transistores. Y lo más curioso de todo: el tembloroso chimpancé sentado en un banquillo, con un trozo de tiza, resolviendo complejas ecuaciones matemáticas en un pizarrón; mientras, un hombre de cotona blanca, lo asistía.
—Hola ¿Es usted el mayor Swelz? — Le había preguntado el hombre de blanco.
—Ya.
—¿Asombrado, herr mayor?
—¿Es algún truco…?
—No, en lo absoluto. El chimpancé lo hace. Está ayudándome a resolver algunos problemas que hemos tenido... Oh, lo siento mayor, soy el Barón Manfred Von Ardenne. —dijo el hombre, ofreciendo su diestra al sorprendido oficial.
—Su nombre no me es desconocido, herr Barón. Y dígame ¿Qué es eso que tiene el simio en la cabeza?
El mayor Swelz se había fijado en el cable que salía de la nuca del mono y que lo conectaba con los anaqueles eléctricos.
—Es un modelo rudimentario…, eh… muy rudimentario, pero efectivo. Aunque cuando consigamos hacerlo del tamaño de una moneda y adosarlo al cráneo humano… Uhhhh… Entonces, herr mayor, habremos logrado crear al súper hombre”.

De pronto, algo distrajo al mayor, sustrayéndolo de esas vivencias del pasado.
Un joven marino, accidentalmente, había dejado caer una de esas cosas que transportaban, y un superior estaba amonestándolo con severidad.
El mayor en su auto, miró la hora en su reloj. El submarino estaba próximo a partir. Y se dispuso a bajar del automóvil, no sin antes dar unas suaves palmaditas de satisfacción, en el lustroso portafolio de cuero que tan encarecidamente le habían encargado. Y remembró aquellos momentos acaecidos, tan sólo horas antes:

“Soldados, y hombres de blanco, en oficinas y bodegas, echando a las llamas de unos tambores, montones inacabables de documentos y planos secretos. El Führer había dado la orden de destruir todos esos datos. Y el Barón Von Ardenne, entre toda esa efervescencia de hombres apurados, entregándole el maletín con los planos del “Proyecto súper hombre”, con las órdenes expresas del alto mando, de llevarlo al U-234 para su viaje al Japón, donde la investigación se continuaría”.
Y ahora, allí, en Kristiansand, un capitán naval, ojeroso, demacrado y de insipiente y grisácea barba. Paseándose por el muelle como un felino enjaulado, fumaba como un padre en espera de su primogénito. Era el capitán del submarino U-234, que daba su último paseo por tierra firme, antes de embarcarse en un muy largo viaje por mar, hasta el oriente. Mientras que cerca de éste, un par de oficiales del imperio japonés, revisando datos en unas tablillas, no se daban semejante licencia, aún cuando no volvieran a pisar tierra durante un muy largo tiempo.
Ya casi todo el cargamento estaba abordo,
El mayor Swelz, bajó del automóvil, dando pasos firmes y resueltos con sus lustrosas botas negras de caña alta. Y se reportó directamente con el capitán del navío, con la carta firmada por el alto mando.
—Esto es el futuro —dijo, entregándole el maletín al pétreo hombre de mar.

Media hora después, el mayor Erick Swelz, contemplaba la borrosa y minúscula torre del submarino, perderse en la inmensidad del océano.
Él no lo sabía aún, pero su última misión estaba cumplida, mientras que la del submarino, jamás se llevaría a término.
















I
Intervenciones extrañas
60 años después

Pacifico sur. Aguas de la polinesia francesa
La horrenda y oxidada embarcación, acababa de arribar al sitio acordado en las proximidades de aquel atolón.
El capitán, acababa de dar la orden para soltar su terrible carga. A pesar del persistente hostigamiento de esos idealistas de Greenpeace, que con sus embarcaciones y zodiac, acosaban al carguero para filmar el atropello inconsciente del hombre, en contra del delicado equilibrio ecológico. Porque la carga no era otra, que unas cuantas toneladas en contenedores de desechos radioactivos, listos para ser arrojados al mar.
La grúa ya levantaba un gran bulto de aquellos barriles, desde el interior de las bodegas. Cuando un intrépido zodiac, se aproximó peligrosamente al costado de la nave, ostentando una ondeante banderita con el símbolo hippi de la paz, y con sus ocupantes, gritando consignas e improperios a través de un megáfono. Pero los hombres sobre la cubierta del carguero, ya les preparaban una sorpresa. Pues pronto, con una manguera de pitón, habían comenzado a lanzar un potente chorro de agua de mar, en contra de los arriesgados activistas. Mientras, a tan sólo decenas de metros; desde un viejo ballenero, adaptado como velero y, pintado con los colores del arco iris; sus indignados compañeros, contemplaban el espectáculo.
La grúa ya estaba con su carga amenazante, suspendida sobre el mar y sobre el pequeño zodiac, el que maniobraba como un loco intentando esquivar los chorros de agua. Cuando en ese preciso momento, en el puente de mando del carguero, se vivía un drama completamente diferente:
—¡Capitán, los circuitos están completamente fundidos! ¡No entiendo qué es lo que pasa! ¡Y la brújula, está totalmente loca!
—¡Señor, mire esto! —exclamó un corpulento oficial—¡El radar está totalmente descompuesto, o hay algo enorme justo sobre nosotros! ¡Jamás había visto algo así!
Un joven marino de overol de acrílico amarillo, casco, gestos marciales y rostro sudoroso, llegó corriendo desde afuera.
—Señor, no podemos soltar la carga. No sabemos qué pasa con la grúa, está totalmente muerta.
En eso, el barbudo capitán, con gesto prepotente, apartó al oficial de radar de enfrente del visor, y echó una rápida ojeada por la mirilla del aparato. Entonces, salió presuroso fuera del puente por la puerta de estribor, y apoyado en una barandilla, miró hacia arriba. A parte de unas cuantas nubes, frágiles como velos de tul; no se veía nada más. De pronto, algo lo distrajo. En cubierta, la manguera, inexplicablemente había dejado de lanzar el chorro de agua, mientras el hombre que la manipulaba, la accionaba una y otra vez sin entender qué era lo que sucedía.
Los navegantes del velero ecologista, contemplaban con sus prismáticos, atestiguando que algo muy extraño sucedía con el carguero. La brújula de ellos, de repente, también se había vuelto loca.
De pronto, un ruido como un trueno, sacudió el cielo, y un destello, rápido como un flash fotográfico, centelleó en el firmamento. Y de repente, el carguero con toda su carga y tripulación, ya no estaba.
Del modo más inexplicable, el carguero había desaparecido por completo. Dejando un estruendo de olas contra las que se debatió el pequeño zodiac a punto de zozobrar. Mientras, los tripulantes del velero activista, contemplaban lo que acababa de ocurrir, boquiabiertos y mirándose entre ellos, para asegurarse de que no se trataba de alguna alucinación o algo así.

Tibet
Era una noche tormentosa sobre aquella elevada región de los Himalayas. Un occidental cualquiera moriría en un lugar como ese. Azotado sin piedad por el crudo y gélido viento blanco.
Pero en la soledad de la indiferente montaña, fuera del alcance del totalitarismo chino y el mundanal capitalismo. Un milenario templo desconocido, sobrevivía a los embates de la naturaleza como la propia naturaleza. Un templo que formaba parte da la montaña. Excavado en la roca misma, de aquel pico que parecía rasgar el cielo; pero que más bien, era la excelsa antena para elevar las oraciones de aquellos hombres. Aquellos, de la misma antigua raza de quienes labraran el templo, hacía milenios atrás. Una raza de hombres rudos, pero sabios y pacientes; tanto como para echar al olvido las grandes obras de su paciencia. Tanto, como para perdurar inmutables, en un planeta agitado y maquinal, que día a día devastaba la esencia misma de su espiritual existencia.
Y allí, en algún lugar sereno, iluminado por decenas de cirios y por su respectivo resplandor en los infinitos velos de incienso. Un viejo Lama yacía en posición de meditación, acompañado en semejante actitud, por un chiquillo de no más de cinco años de vida.
Cuanto tiempo llevaban allí, nadie sabía. Tampoco era algo que tuviera la menor importancia.
Estaban en espera de algo, o de alguien. Alguien o algo que esperaban desde algún tiempo.
Desde hacía milenios, esta casta de humanos, más allá de lo meramente humano; conocía místicos secretos, vedados a muchos. Secretos de la vida y la naturaleza, perdidos en el tiempo, ya fuera por los afanes materialistas y las ambiciones ciegas del egoísmo humano, o por la impaciencia misma sembrada, como maleza, por éstos mundanos afanes.
Desde hacía milenios. La comunicación telepática, era una ciencia y una práctica habitual entre los grandes Lamas. Y desde hacía unos pocos años nada más, que por medio de esta antigua herramienta de la mente, el viejo monje y su pequeño discípulo, hallábanse en contacto, con un lejano y elevado mensajero de otras dimensiones.
Y ellos, esperaban.
Pero esa misma noche, sabían bien, que la espera llegaba a su fin.
—Huang, ya vienen por ti, muchacho —dijo el viejo Lama, sin más movimiento que el de su boca al hablar; y sin ningún otro gesto que perturbar su estado de meditación.
—Lo sé maestro.
—Te echaré de menos. Pero ya sabes, es la misión que tienes en esta existencia. Estaré orando por ti.
De pronto, una repentina ráfaga de aire entró en la rustica habitación de piedra. Enturbiando las titilantes flamas de los cirios. Mas, el rostro y la actitud del anciano, por nada se dejaban conmover.
Una luz selenita y cegadora, repentinamente, cayó desde los cielos, bañando el antiguo templo, como una lluvia de luz. Poniéndole un alto, en toda el área que tocaba, a la fuerte ventisca; y generando un instante de súbita y sorpresiva primavera en aquel tormentoso lugar del mundo.
Alguien acababa de ingresar al lamasterio. Un visitante era presentido. Alguien que era esperado.
Una luz se les acercaba al pupilo y al maestro desde la entrada del habitáculo. Una luz tan lechosa y serena como la que envolvía la cumbre de la montaña. Pero, una luz que se desplazaba como el movimiento de una criatura andante. Un ser de luz.
Y la olorosa y cálida neblina de incienso, se iluminó de pronto, con la presencia de quien llegaba frente a ellos.
El Lama, abrió sutilmente sus ojos para contemplar al celestial visitante.
—Honorable Maestro. Vienes por el muchacho, ¿verdad? — preguntó el hombre, tras una profunda y sentida reverencia, hacha a tan magnánimo y elevado ser.
—“Sí” — contestó a su pregunta, una resonante y ecuánime voz telepática. Una voz telepática tan nítida, que ni siquiera habría hecho falta ser telépata para escucharla.
—Hijo, ve con él.
Y el niño, obediente, se levantó de su sitio con los ojos bien abiertos.
—¡Sí! —Le dijo su viejo maestro—. Sí. Abre bien los ojos, mí querido Huang, porque ahora, aprenderás cosas que ni yo, ni nadie más en este templo, podríamos enseñarte. Grandes cambios están comenzando ya.
—“No se preocupe, honorable Lama. Lo cuidaremos muy bien” —agregó la telepática voz de ser.
El pequeño niño oriental, aceptando la cordial invitación del ente y tomando la peculiar mano de éste, caminó con él, rumbo a la salida del templo. El Lama, retornó a su estado de meditación, satisfecho y en paz por la tarea cumplida. Y de pronto, la luz desapareció, y la montaña volvía a quedar inmersa en la tormentosa oscuridad.
Y el Lama, entonces pensó, que nunca en toda su actual existencia había visto un aura semejante. ¡Que aura más grandiosa!


Pacifico sur, a 150 millas de los archipiélagos del sur de Chile.
Pesquero chileno Odín.
—¡¿Y ahora, qué pasa?! —rugió el capitán Ignacio Carvallo, cuando, tras la maniobra de arrastre, uno de sus supersticiosos subalternos, le insistía en que había algo muy raro atrapado en las redes.
Frunciendo el ceño con molestia y, mordiendo con firmeza la boquilla de su pipa de raíz, hasta casi hacerla crujir. El joven, pero duro hombre de mar, dio las órdenes pertinentes al piloto, antes de serenarse echando mano de su casi infinita paciencia. Dignándose, de ese modo, de acompañar a los rudos pescadores que lo esperaban fuera del puente de mando.
—¿A ver? ¿Qué mierda pasa? —murmuraba el inmutable capitán Carvallo, un tanto cansado de estas tonterías marineras.
Los marinos, siempre han sido muy supersticiosos, nadie podía saberlo mejor que él. Pero, a pesar de su juventud, nadie a bordo del Odín, podía echarle encara al capitán, alguna falta de experiencia, en lo que se refería a los asuntos de la marinería. Si cuando sus contemporáneos, eran aún novatos e imberbes colegiales en segundaria, él ya navegaba, fugándose de lejos de la patria y de los esclavizantes brazos de la tierra firme.
Y recorriendo así, el mundo en un petrolero danés, había puesto sus pies sobre una cosmopolita vereda, transitada por las más diversas lenguas y culturas, y por las cosas y costumbres más extrañas. Las tabernas marineras alrededor del mundo, eran como su hogar, y en ningún lugar del planeta se sentía verdaderamente extranjero o ajeno. Llegando incluso, a alternar, en esos antros bohemios; hasta con verdaderos piratas modernos; quienes habían cambiado sus hábitos de abordaje por el contrabando de cigarrillos, y sus herrumbrosos sables por fusiles y lanzacohetes que escondían, por si las dudas, en los camarotes y bodegas de sus oxidados barcos de carga.
En muchos puertos había estado Ignacio Carvallo, y a muchos de ellos conocía como la palma de su mano.
Nadie podía, entonces, echarle en cara su juventud. Pues cuando aún tenía el aspecto de un mocoso, se burlaba con sorna y descaro del mismísimo Cabo de Hornos; al mando absoluto del timón, y con ello, a cargo de las vidas de muchos tripulantes como él, y de muchísimos otros que nunca serían como él. Porque él, era el hijo de una estirpe casi extinta de hombres.
Sólo algunos tenían esa innata capacidad, de domar con una sola mirada, la furia de los mares como quien domestica un gatito. Así como la capacidad de generar el respeto y la admiración de los duros hombres a su cargo. Aunque, ni aún así, él se dejaba engañar por su propia apariencia, para traicionarse a sí mismo y dejar de ser, simplemente, Ignacio Carvallo.
Y ahora, mientras se dirigía conducido por los rudos pescadores de alta mar; hacia las redes recogidas en al popa. Ellos le iban indicando y abriéndole el paso. Él podía oír algunos cuchicheos que decían cosas extrañas a cerca de una sirena atrapada entre las redes.
Y allí, entre una brillosa masa de peces retorciéndose y redes enredadas, el capitán Carvallo, pudo ver a la luz de la mañana, la cosa más rara que hasta ese momento había visto.
—¡Capitán, mire esto!
—Sí, ya lo veo.
—Está muerta, pero es… ¡Es una Sirena, capitán!
El capitán era un hombre inteligente, pero se quitó la pipa de la boca, y sus facciones parecieron dilatarse, como si todo su rostro se hubiera vuelto una pesada máscara de cemento fresco. Porque, a pesar de sus muchos viajes, su cultura y su experiencia; no tenía el menor argumento con qué rebatir, la disparatada pero tan solidamente fundada afirmación que acababa de oír.

Centro espacial Houston
—Houston, aquí Endeavour. Satélite colocado. Pueden proceder a la prueba de sistemas —sonaba la electrónica comunicación de los sistemas de radio del centro de comando espacial.
—Enterado Endeavour, aquí Houston, comenzando prueba de sistemas.
—Un momento, Houston… Parece ser que tenemos una falla de sistemas.
—Informe Endeavour.
—¡Houston, vemos luces allá afuera!... Y ahora estamos teniendo…,… ferencia…,… Hous…,… ene…,… blemas…
—Endeavour, aquí Houston, responda Endeavour.
En la sala de mando de la NASA, de pronto, el sudoroso jefe de operaciones, alzó la voz por sobre las cabezas de los operarios de sistemas. —¡¿Alguien puede decirme que sucede?! —.Vociferó con estrépito, lanzando fuera su estrés. Del mismo modo como lo hacía siempre cuando ocurría algún imprevisto. Y aunque éstos ya eran casi rutina, nada debía verse como mera rutina en un trabajo como el suyo.
—¡Señores, ya saben que me pone de mal humor en lo tener respuestas!
—Señor, estamos perdiendo contacto con el Endeavour —dijo un joven obeso de lentes y cara de Boy Scout—. Todos sus sistemas están fallando. Y hay más. El satélite está experimentado fallas severas. Nunca había visto algo como esto. Parece una gran carga electromagnética provocando todo esto y…
—Pulso electro magnético —dio su veredicto, la voz firme y clara de un vigoroso coronel de la marina, quien, con su gorra bajo el brazo, en imperturbable actitud marcial, atestiguaba la puesta en orbita de aquel satélite militar.
—Pero eso es imposible, no hay…
—¡Houston! ¡Houston! ¡Aquí Endeavour! —De pronto, se reanudaba la comunicación con la nave.
—¡Señor, ya tenemos contacto! —dijo un técnico de comunicaciones.
—¡Endeavour, informe qué sucede!
—¡Jesús Cristo! ¡Houston!
—¡Capitán, ¿qué sucede?!
—¡Jefe, objeto no identificado se acerca al Endeavour por estribor! ¡Y es grande! —exclamó un operario de radar.
—¡Rápido, pónganlo en pantalla! —ordenó el excitado jefe.
—¡Houston! ¡Por el amor de Dios! ¡¿Pueden ver esto?! —exclamaba el astronauta, mientras sostenía una cámara digital enfocando, por una de las ventanillas de la cabina del trasbordador, el enorme y negruzco objeto no identificado.
—¡Rápido, quiero ver eso! —rugió el jefe. Pero al segundo, todos en esa sala de control, enmudecieron, al ver en las pantallas, un alargado objeto negro, circundando por un grupo de esferas luminosas que se movían como inquietas luciérnagas.
—Parece un submarino —dijo el jefe.
—No, no parece. Es un submarino —acotó el coronel.
—¿Qué?
—Es el submarino atómico de misiles balísticos, USS Montana. Para ser más preciso.
El inconmovible oficial, de inmediato, echo mano a un teléfono rojo.
—Sí, con el presidente. Tenemos confirmación. ¡Rápido, que es para hoy!
Océano antártico.
Era una noche oscura, y el mar estaba algo picado. Mas, el codicioso ballenero japonés, ya estaba tras su presa de la jornada. La enorme ballena azul, huía del monstruoso e inhumano depredador humano.
El cañón de proa, ya estaba listo y presto a disparar su metálica saeta, mientras, el colosal cetáceo nadaba huyendo de los potentes reflectores. Zigzagueaba de abajo hacia arriba, como un mítico dragón marino corcoveando en las oscuras aguas, o más bien, como un pacífico ser asustado que presiente el cruel asedio de la muerte.
El artillero, apuntaba hacia el blanco iluminado, ignorante del súbito desorden que acontecía en el puente de mando, causado por una inexplicable interferencia electromagnética. Su dedo ya presionaba el gatillo, cuando de pronto la luz de los reflectores comenzó a parpadear. Tan concentrado estaba en su objetivo, que dedico una rápida ráfaga de improperios e insultos, a los operarios de los reflectores que tenía a sus espaldas; antes de darse cuenta que todo el barco había quedado completamente a oscuras. Entonces, se volteó con los ojos abiertos intentando comprender.
La vibración propia del cuarto de máquinas, estaba muerta. Los motores no respondían. En el puente de mando, todos miraban en todas direcciones, tratando de encontrar los rostros de sus compañeros en medio de tan profunda oscuridad. Y mientras algunos intentaban hacer funcionar a golpes, linternas y luminarias de emergencia. Otros, iluminando con la flama de un encendedor, intentaban infructuosamente, reactivar el sistema de telecomunicaciones. Todo en medio de un enjambre de voces y exclamaciones en japonés. Pero de pronto, todas esas vociferaciones, fueron silenciadas.
De pronto, todos enmudecieron, porque desde las profundidades del océano, surgió un gran círculo de luz. Situado bajo el ballenero mismo. Un círculo casi tan grande como una cancha profesional de fútbol.
Todos los tripulantes se arrimaron a la borda.
La luz de un intenso calipso, crecía y se intensificaba. Entonces, muchos de los curiosos, desistieron de su curiosidad y huyeron a los interiores de la embarcación.
Y de pronto, con un estrépito acuático, a ambos costados de ballenero, emergieron unos enormes y extraños tentáculos cromados. Dos a estribor y dos a babor.
Los oficiales, impulsados por el pánico, hicieron uso de sus armas, disparando contra las extremidades… robóticas, que se elevaban amenazantes, por sobre las antenas y radar del barco.
En los extremos de cada tentáculo, las puntas se abrieron como flores de mercurio, apuntando a los hombres que hacían vanos esfuerzos por defenderse de tan extraño y sorprendente ataque. En el centro de las flores, intensas luces violetas, dirigían sus haces contra la mole del ballenero. Irradiando alguna extraña energía, que dejaba a los hombres, literalmente paralizados sin poder mover más que los ojos. Algunos, presa de la desesperación, intentaban huir, arrojándose por la borda a las gélidas aguas; quedando petrificados antes de darse el helado chapuzón. Otros, caían inmóviles en cubierta y en los oscuros corredores del interior del barco.
Minutos después del ataque, a los pies de una escalinata de babor. Entre el puente y cubierta, el viejo capitán nipón, había quedado con una mano aferrada a la cacha de su pistola automática, y la otra, a la fría barandilla de la escalinata. Sus ojos, miraban en todas direcciones, intentando abarcar la mayor área visual posible. Todo estaba en silencio. Aparentemente, el despliegue hostil había cesado. Los tentáculos ya no parecían moverse, ahora sólo irradiaban una luz blanquecina sobre la metálica y corroída masa que constituía al ballenero. El capitán observaba con la frente sudorosa y una sensación de frío creciente y sobrecogedor. De pronto, sintió sonidos extraños, unos destellos lo inquietaron. Alguien andaba por allí.
El hombre, pudo sentir, más que nunca, los latidos de su corazón, palpitándole fuerte en sus sienes, y el sudor chorreándole por el rostro, y bañándole todo el cuerpo.
Pasos, pero pasos que para nada sonaban a calzado humano. Movimiento. Formas grisáceas moviéndose por ahí. Entonces, como si de cualquier persona se tratara, un ser humanoide de no más de 1.70 metros de estatura y complexión delgada, pero, que para nada lucía como un ser humano; se presentó frente a él, acercándosele con el mismo desenfado, de quien se le acerca a uno en la calle, a preguntar la hora o las referencias de alguna dirección. La criatura vestía un traje del material más extraño que un ser humano hubiera visto. Parecía como de un vidrio plateado y flexible, que lo cubría casi en su totalidad, excepto en los pies y las manos, los cuales eran palmeados y de largos dedos, en especial los pies. Llevaba, tras de sí, una especie de mochila pequeña y de estilizadas formas hidrodinámicas, la que parecía un pequeño escualo cromado, adosado a su espalda. Y del cual, salían como unas manguerillas cristalinas, conectadas a los costados del traje, y a los del casco de cristal en forma de bellota, que portaba la criatura; cuya parte superior fue desprendida de su base por las manos del mismo ser, al acercarse al viejo navegante nipón.
Lo que el marino vio, le produjo un relajo total de sus esfínteres. ¡Aquella cabeza no era humana! ¡Aquel rostro no era humano! Aquella cabeza ovalada, más bien se asemejaba a la de cualquier extraterrestre de esos que se ven en películas de ciencia ficción. Y esa piel lechosa, brillante y grisácea no era propia de humanos o de algo que pareciera humano. Aunque, en sus años de experiencia, podría decir, que le era un tanto familiar a la piel de ciertas especies de cetáceos.
Pero esto no era un cetáceo, era un verdadero extraterrestre.
El ser se le acercó, mirándole con sus negros, grandes y rasgados ojos cristalinos. No parecía una mirada agresiva, más bien había una cierta ecuanimidad severa en esa mirada, además de curiosidad.
De pronto, el hombre, sintió algo que nunca había experimentado en toda su vida. Sintió la mirada del ser, penetrando más allá de sus ojos. La mirada alienígena escudriñaba en su alma.
Entonces, como si de una película pasada a toda velocidad, se tratara, el viejo hombre de mar, vio pasar toda su vida en fugaces imágenes dentro de su cabeza. De pronto fue testigo de la muerte de cada ballena, de cientos que habían sido casadas por él. Fue testigo de la sangre, el sufrimiento y el dolor de cada animal. Testigo del disfrute y abuso, de su propia brutalidad.
De pronto, sintió la voz en su cabeza, con una claridad superior a la de cualquier voz que hubiese escuchado.
—¿Esto es lo que quieres, de verdad?
El ser lo escrutaba, y el hombre se sintió desnudo en lo más profundo de sí. Entonces, supo lo que era en realidad sentir miedo de sí mismo. Miedo, de su propia vergüenza.








II
Buscando a Penélope
En algún lugar sobre territorio chileno
(Sudamérica)
Victoria Harrison, se reacomodó en su butaca del avión. Pronto aterrizarían el aeropuerto Torquemada de Viña del Mar.
Nunca había estado en Chile. País tan distante del centro del mundo. ¡Y sí que había viajado!
Como periodista acreditada de la BBC, había estado en muchas regiones del globo, realizando grandes reportajes. Sus zapatos, habíanse ensuciado con el polvo y barro de cinco continentes. Siempre cubriendo guerras y catástrofes: El Congo, Angola, Chechenia, el medio oriente…
Era de los que no resisten al llamado del peligro y la aventura. Siempre sedienta por tocar el Pulitzer. Siempre en el papel de espectadora, y denunciadora diligente.
Y todo en su vida habría seguido siempre igual, de no ser por la extraña desaparición, hacía trece años, de su hermana gemela, Penélope.
Fue entonces que todo cambió. Fue cuando la tragedia y la noticia tocaron su propia vida, transformándolas algo muy personal.
Las oscuras circunstancias de la desaparición de su hermana, la habían obligado a echar mano de todos sus recursos; ortodoxos y no tanto, en post de su búsqueda; mas, sin sólidas respuestas.
En primeras instancias. Informes del gobierno de los Estados Unidos de Norte América. Declaraban a su hermana como una fugitiva, acusada de espionaje, actividad terrorista y robo de información gubernamental confidencial.
Lo cual, quedo desestimado al poco tiempo después, cuando no teniéndose noticias a cerca de su paradero, se había dado parte de su desaparición, a la INTERPOL. Y esto, sumado a la difusión periodística del acontecimiento, en la que ella misma, Victoria Harrison, había sido estandarte y portavoz. Había coincidido, curiosamente, con el hecho de que las extrañas acusaciones en contra de Penélope, más que ser retiradas, se contradijeron. E incluso, se tildaron de absurdas por la oficialidad de la embajada norteamericana. En la que se consideraba a Penélope Harrison como una persona respetable, admirada y de antecedentes intachables.
La misteriosa desaparición, para nada podía ser un asunto del desconocimiento público internacional.
La doctora Penélope Harrison, había sido toda una eminencia en zoología. Famosa por sus documentales para la National Geographic, se había ganado un sitial de suma importancia, como personaje emblemático entre los defensores de la vida salvaje y el conservacionismo mundial.
Y ahora, después de trece años, cuando su drama personal, hacía mucho ya, que había dejado de ser noticia para el mundo; Victoria seguía adelante, aún cuando todas las puertas, una a una se le cerraban. Incluso, aún después de perder su puesto en la BBC.
Entonces, ahora, ya no ambicionaba el reconocimiento ni los galardones. Sólo deseaba, aunque fuera, encontrar la verdad de lo ocurrido con su hermana. Si es que ya no la encontraba con vida.
No podía renunciar a ello, no podía olvidar el asunto y continuar su vida como siempre. Algo, muy en su interior le decía, contra todo pronostico, que Penélope seguía con vida.
Y ahora, su búsqueda, la tenía ante las puertas de un mundo nuevo y desconocido.
¿Qué hacía ahora en este avión? Era una historia muy larga y vertiginosa.
Para empezar, estaban esos extraños sueños que estaba teniendo con su hermana, desde hacía poco tiempo después de su repentina desaparición:
Se soñaba siendo Penélope, y se hallaba siempre en mundos incomprensibles. Placidos mundos de aguas esmeraldas. Y sentía voces extrañas. Inhumanas voces de violines marinos. Voces que vibraban en su mente y en… su alma. Y en aquellos momentos, sentía mucha paz, y veía colores y luces indescriptibles. Y sentía algo parecido al amor. No, más que amor. Sentía esa música de violines, haciéndole vibrar la mente hasta un punto en que estaba más allá del pensamiento, hasta casi…, tocar a Dios. Y era éxtasis lo que la embargaba.
Entonces, despertaba con el pecho henchido por un océano de suspiros, como si flotara, y en esos instantes, hasta podía sentir sus pensamientos más claros, y hasta lograba recordar detalles y cosas fútiles que hacía mucho tiempo había olvidado.
Pero también, soñaba con un frío mundo de máquinas. Y en esos instantes se sentía como un animal de laboratorio. Sentía cables y electrodos invadiendo su cabeza, y veía un enjambre de artefactos y ecuaciones. Veía imágenes del mundo: guerras, destrucción, hostilidad. Sentía, como si la tierra misma gritara de agonía, en cada árbol talado, en cada ballena asesinada y en cada ave envenenada con petróleo.
Y su despertar, entonces, era violento y sudando frío, como si acabara de escapar por un pelo, del mismo infierno.
Pero, años después y de forma repentina, esos sueños cambiaron, cambiaron por un recurrente sueño que todas las noches, se le repetía de forma totalmente idéntica. Y era una experiencia tan clara y vívida:
Primero, volvía a revivir un recuerdo de su infancia, cuando ella y Penélope habían hecho ese viejo juramento de hermanas. Cuando se habían puesto por primera vez aquellos medallones, hechos de una antigua libra esterlina, partida a la mitad, por su padre. Entonces, habían subido tomadas de la mano y corriendo, a esa colina en su hogar de Australia. Bajo ese árbol, donde hicieron ese juramento. Un juramento hasta la muerte. Después, Victoria, se veía a ella misma en su edad actual, sola, en un caluroso día en los muelles turísticos de Sydney. Comprando un helado de barquillo, dentro del cual, al comenzar a lamer el bolo de chocolate; había aparecido la otra mitad de su medallón. Y luego, un hilillo cristalino, atado a la cadenilla del medallón, tiraba de éste, llevándoselo. Y al instante, ella salía persiguiendo la joya por el muelle, y entonces, el medallón entraba por una puerta que se cerraba tras su paso. Y ella, al volverla a abrir y entrar. Se hallaba de pronto en un extraño círculo de decenas de puertas; llegando allí justo al momento de oír una de aquellas cerrarse, sin saber cual.
Y en aquel instante, Victoria se despertaba angustiada pronunciando el nombre Penélope.
Ya ni sentía deseos de volver a dormir. Aunque conciliara el sueño, no había descanso para ella.
Esta búsqueda sin respuestas y sin pistas verdaderas que pudieran conducirla algún lugar, se le estaba trasformando en una verdadera y destructiva obsesión. Y también ya había oído consejos profesionales, bien intencionados. Y los de esos amigos, que en los momentos de de angustia, poco o nada tenían de amigos. Menos cuando nadie tenía ni un ápice de comprensión.
La comprensión, en un mundo como este, ha sido siempre como la cera que se le echa a la carrocería de un automóvil. Es, para que nadie sé de cuenta de lo viejo y sucio que está el vehículo. Porque aunque todo el mundo lo sepa, lo mejor es que no se note.
Siempre es bueno lucir comprensivos con la tragedia de un amigo, incluso con la ajena. Pero más allá de ese rito de “comprensión”, la vida sigue adelante, con o sin uno. Y Victoria sabía muy bien eso, cuando ella misma había aprendido en su profesión, a ser tan fría como el hielo, cuando no podía echarse a llorar por las muchas miserias y crueldades que había presenciado y documentado.
Ahora, a nadie le importaba su propio íntimo luto. A nadie le importaba el potente nexo que podía tener con su hermana. Y a nadie tenía porqué importarle, además.
La fenomenal empatía existente entre los gemelos, ni siquiera para la ciencia era un secreto. Pero sólo importaba, quizás, a quien tuviera un hermano gemelo.
Victoria recordaba, que al ser niñas, había veces, que entre ellas, hablaban sin hablar. Comunicándose en un lenguaje secreto y silencioso del que todo el resto del mundo quedaba excluido.
Y ahora, el mundo le pedía que olvidar toda esta intimidad. Más bien, se lo exigía. Que lo olvidara y siguiera adelante con su vida, aunque nunca tuviera una respuesta y una razón para hacerlo.
No, ella no podía, no hasta encontrar esa respuesta.
Habían hecho un juramento. Se lo debía a Penélope, y Penélope se lo debía a ella.
Y sentía con tanta fuerza que este sueño del medallón, era una llamada, un aviso. Algo quería decirle su hermana, desde la lejanía, el misterio, o el mismísimo más allá.
Entonces, sucedió lo impensable. El modo en como todo comenzó:

Una de aquellas solitarias tardes, miraba sin prestar atención, el noticiario de la TV. Como cualquier otro aletargado y aburrido atardecer de otoño.
Sobre su cama, yacía su equipaje a medio empacar. Y sobre su cómoda, su pasaporte, y aquel reciente pasaje de avión a Madrid. Boleto sólo de ida. Hacia unas merecidas y necesarias vacaciones, en el seno de su hogar materno.
Y el parloteo en la TV, era un reporte de la BBC, que hablaba a cerca de un extraño incidente internacional:
Un reporte, en el que autoridades de gobierno francés, responsabilizaban abiertamente al grupo ecologista Greenpeace, del hundimiento de un carguero de su propiedad, en aguas francesas del pacífico sur. Hablaban de terrorismo y otras patrañas que a ella no le interesaban, más que para romper ese hostigoso silencio al que nunca se había logrado acostumbrar.
De pronto, algo la sacó de ese aletargado ensimismamiento. Algo mucho más ruidoso que el cotorreo de la televisión.
Era el estridente sonido de timbre de su apartamento.
Al abrir la puerta, se encontró con un jovial mensajero de diecisiete años, el que portaba un increíble ramo de bellas rosas rojas, rosadas y amarillas, con una tarjetita.
—¿Señorita Harrison?
—Sí.
—Vengo de la florería Lady. Esto es para usted, de parte de un admirador secreto.
—Ah… Lo que me faltaba, tener algún Romeo rondándome…Pero espera, que te doy propina.
—No se preocupe —dijo el chico, marchándose muy sonriente—, ya he sido bien recompensado.
Tras cerrar la puerta, Victoria pensó que había sido una grosera. Ese joven no merecía escuchar ese absurdo y malagradecido comentario acerca de los galanes. Después de todo, era un elegante ramo de finísimas rosas el que le había traído. Y olían bastante bien.
Al abrir y mirar en la tarjetita de cartulina con el dorado logotipo de Lady, de pronto, para su gran asombro leyó:
“Rosas, para una de dos, de las más bellas rosas. Para la que aún no sabe, tras de qué puerta se fue el medallón.”
Victoria quedó como petrificada.
En eso, de repente, algo la trajo de vuelta de aquel lapso atemporal. Un insistente sonido agudo. El alegre llamado de un impertinente teléfono móvil, con un ringtone de un tema de Rick Astley. Pero…, pero ese no era ringtone del suyo. Y éste, sonaba estruendosamente dentro del ramo de rosas. ¿Y quién más podría saber que esa era su canción favorita?
Rápidamente, descubrió del interior del ramo, un compacto y moderno celular negro. Y Victoria, ansiosa e intrigada, se apresuró a contestar.
—Hola. ¿Con quién hablo?
De pronto, la voz diáfana y elegante de una mujer, emergió del pequeño aparato.
—Que gusto me da el oír su voz señorita Harrison. Mi nombre es Virginia Langley, soy asistente personal de Lord Rodford, quién es un gran admirador suyo, y, si me permite decirlo, también de su hermana Penélope.
—Lord Rodford —continuó la mujer—, me ha pedido que le diga que fue un gran agrado para él, el recibir su solicitud y su informe curricular para trabajar con nosotros. Pero, me imagino ahora, que ha de estarse haciendo muchas preguntas, como: si en realidad en nuestra agencia podrá encontrar el apoyo y la confianza que no pudieron brindarle en la BBC. Pero yo estoy muy segura que encontrará mucho más que eso. Lord Rodford, muy interesado, ha sabido de un reportaje que, desde hace mucho, usted desea realizar. Un reportaje acerca del misterioso mundo de la interpretación de los sueños.
Después de un momento de duda y, siguiéndole el juego a su interlocutora, Victoria contestó: —Así es. Y para empezar, lo que más me pregunto es: ¿Cuánto sabe mi Lord, con respecto a esa materia? ¿Cómo sabe lo de mi sueño? —preguntaba ella, bajando la voz.
—Le agradará saber que tenemos las respuestas a esas preguntas. Aunque, no puedo garantizarle el que podamos responder a todas las que tiene, en especial, a las que más se ha estado haciendo, desde usted sabe cuando.
—La estaremos esperando mañana en nuestras oficinas de Trafalgar Square —continuó diciendo la enigmática mujer, con un tono afable y cordial—. Allí pedirá hablar conmigo, para la entrevista de trabajo con mi Lord. Tenemos algo de información que puede serle muy interesante. Ah, pero por ahora no comente de esto con nadie, mantengámoslo como una sorpresa. Por cualquier inconveniente, nosotros nos comunicaremos con usted. Que tenga unas buenas tardes.
Entonces, la llamada se cortó. Dejándola completamente anonadada.
Intrigada, Victoria, despegó con cuidado un papelito que venía adherido al dorso del teléfono celular. Allí, se encontraba anotada la dirección de las oficinas de Rodford International y una advertencia: “Cuidado, Victoria, te vigilan”.
Más tarde, la curiosa periodista, no estando satisfecha de aquella extraña conversación, llamó al número que había quedado registrado en el celular.
—Pizzería London Maldini. Buenas noches y gracias por preferirnos — decía la histérica y alegre voz de acento neoyorkino, de un muchacho encargado de pedidos a domicilio—. Tenemos una especial de anchoas, queso mozzarella con aceitunas y pepperoni. También tenemos la nueva alemana acaramelada con jamón serrano, o si lo prefiere de estilo vegetariano con pepinillos tomate cherry, zanahoria y salsa de curry…
Victoria cortó la llamada.
Era obvio que de alguna forma había sido alterada la procedencia de aquella tan, inaudita llamada telefónica.
Alguien estaba tomándose demasiadas precauciones para entrar en contacto con ella.
¿Realmente estaría siendo vigilada? De ser así: Por quién y por qué.
¿Tendría Penélope algo que ver con todo esto? Apostaría su vida a que sí. Lo que era ahora una mayor razón para acudir a esa cita en las oficinas de Rodford International y averiguar de qué se trataba todo esto.
Y Lord Rodford, ¿qué papel jugaba en esta trama? Sospechosamente, un papel más importante de lo aparente.
Sí, Lord Owen Rodford, el mismo conocido excéntrico de la alta sociedad británica. Un hombre reacio a las manifestaciones públicas. Inquisidor amante de lo oculto, lo paranormal y misterioso. Un hombre que era el fiel retrato de lo que sería un moderno Sherlock Holmes. El riguroso investigador de las verdades aparentes, y un coleccionista compulsivo de las cosas más extrañas que se podían hallar en los sombríos sótanos del mundo.
¿Que extraña razón impulsaba a Rodford International a inventar una solicitud de trabajo que ella nunca había efectuado?
¿Qué había detrás de todo esto?
Sólo había un modo de esclarecer todo este asunto.
No había droga más adictiva, para una periodista como ella, que el satisfacer esa vieja curiosidad que le arañaba por dentro. Y que ahora estaba mil veces acrecentada y sedienta de respuestas. Mas, la angustia de tener alguna noticia referente a su hermana, la expoliaba aún más.
¡Sí, por supuesto que acudiría a la cita!
El día siguiente era jueves. Canceló, sin pensarlo, su vuelo a Madrid. Si era por Penélope, el ansiado descanso, aún podía esperar; si podía descansar, aún mejor teniendo noticias de su hermana.
Y acudió a las oficinas que el Lord tenía en un edificio victoriano en las inmediaciones de Trafalgar Square.
La curiosa periodista ingresó en el hall, con la reverencia de un sacerdote ante las puertas del templo.
Fue recibida en la antesala del despacho de Lord Rodford, por Virginia Langley. Una mujer madura pero de aspecto juvenil y finos modales. Su voz también era jovial. No había en ella la menor conmoción a causa de la inusual conversación telefónica que habían sostenido, la tarde anterior. Todo era tan propio y cotidiano en su actitud. Lo que a su vez, impulsó a la recién llegada a actuar del mismo modo. Como corresponsal, había aprendido a ser buena improvisando.
—Señorita Harrison, la esperábamos —dijo—. Acompáñeme por favor.
Victoria, fue conducida por la gentil dama, hasta el interior de un antiguo pero restaurado ascensor de bronce y caoba; de preciosos detalles labrados. De allí, ascendieron juntas al despacho del Lord, que no era otra cosa que el penthouse del edificio.
Al abrirse las cromadas compuertas del estudio. Victoria fue invadida por la imagen panorámica de unos ventanales en arco, desde donde se dominaba una esplendida visión del Támesis y sus embarcaderos. Y también, los oídos de la joven, fueron invadidos por una música percudida y resonante.
Un negro y bruñido piano de cola, sonaba en el centro de la sala. En medio de una soberbia alfombra persa, de diseños que parecían casi en relieve.
La habitación de aspecto antiguo, era amplia y acogedora. Las paredes de caoba brillaban bañadas por los rayos de sol. Como la lisa superficie arenosa de una playa, tras la caricia retirada de una ola casual.
Y las notas del piano, eran diáfanas; de pronto estridentes, y otras, balsámicas como la miel joven.
—Mi Lord —interrumpió la asistente—. La señorita Harrison…
Al instante, la música cesó.
El hombre, se levantó de su banquillo frente al Steinway.
—Señorita Harrison. La esperaba —el Lord inglés, saludó a su invitada—. Gracias, Virginia, puedes irte.
Lord Owen Rodford, era un galante y atractivo cincuentón de unos acerados ojos grises, ardientes y vivaces. Su cabello, con argénteas vetas laterales; más que avejentarlo, lo distinguían con la plateada corona de la astucia.
Sí. Lord Rodford, de estampa erguida y mueca burlona en sus labios, podía ser todo, menos un hombre viejo. Tenía en el espíritu, el desasosiego de un chiquillo travieso,… y algo diablillo. Era, sin dudas, el padre que toda jovencita romántica desea tener, o… el amante maestro, de fantasías secretas.
—Lo siento —dijo el hombre—, el jazz es un vicio de juventud del que veo difícil deshacerme, al menos, no creo ser capaz de dejarlo antes de mi muerte.
—Mi Lord…
—Señorita Harrison.
—Lo creía más tradicionalista.
—No se confunda usted. Con su experiencia como reportera, debería tener bastante asumido que las apariencias engañan. ¿O esperaba que un Lord inglés, de mis años, interpretara a Chopin o a Mozart?
—Pero, obviamente —continuó el hombre—, usted no ha venido a platicar de gustos musicales conmigo. Y se ha de estar preguntando cuál es el motivo real de esta reunión.
—Así es.
—Por favor, tome asiento —dijo él, indicándole a ella, una formación en herradura de sillones de cuero negro.
—Me agrada verla fuera de la pantalla de TV. Esa caja maldita le quita vida. Hace parecer a las personas como androides, o como criaturas de una dimensión donde todo es ficción —dijo el Lord, sentándose frente a ella, mientras apoyaba sus manos, con elegancia, sobre la empuñadura de plata de un fino bastón señorial.
—Mis reportajes no son ficción.
—No se ofenda. Yo sólo digo que las apariencias engañan. Y a estas alturas, lo que se ve en los medios es tan representado, que no deja de ser ficción. Lo que vivimos, eso sí que es realidad. Y eso, aunque se pueda representar, es algo irreproducible. Además, yo me refería a que usted es mucho más atractiva en persona. Y aunque lamento ver en su semblante, las huellas de la desilusión y el abatimiento, debo agregar, que eso es precisamente, lo que más bella hace a una persona.
—¿La amargura?
—No, Victoria, la vida.
—No quiero parecer descortés, mi Lord, pero, ¿por qué se me hizo venir aquí? ¿Qué es eso de que me vigilan?
—La respuesta a la primera pregunta, tú la conoces mejor que yo, Victoria —contestó el caballero, dándole a la plática, una connotación más íntima y confidencial, a la vez que sus filosos ojos grises se clavaban en los de ella, con un brillo de complicidad.
—¿Mi hermana?
—Sí, tu hermana.
—Y eso de que me vigilan, si es broma, no me parece graciosa.
—Claro que no es broma, sino, no nos habríamos tomado tantas molestias. Pero me sorprende que una periodista tan incisiva como tú, no se haya dado cuenta. Hace años que te vigilan.
—Pero, ¿por qué… y por…?
—Por qué. La respuesta a eso, también es Penélope. Y por quiénes. Es de simple contestación: la CIA, y la ASN también. La inteligencia americana, para ser más específicos. ¿O acaso crees, que esas acusaciones de espionaje en contra de tu hermana, fueron un simple error de datos, o una confusión de identidades; como te dijeron en la embajada norteamericana?
Victoria, se quedó por un momento, muda de asombro. Si pensaba como periodista, era obvio que en la actitud del gobierno norteamericano, había un gran gato encerrado. Pero, como la hermana misma de la afectada en cuestión, el pensar que Penélope hubiera estado metida, de verdad, en ese lío, era algo más que descabellado.
—En este lugar, estamos a buen resguardo —continuó el Lord derramando su manantial de revelaciones —. No te preocupes, después de todo, a mí, hace mucho que me vigilan, ¡ha...! O, bueno, ellos creen que me vigilan —agregó, con una irónica risilla—. Y hasta cierto punto, dejo que crean que saben que lo sé.
—Entonces, ¿mi hermana, en realidad cometió esos delitos de los que la acusan?... ¿Por qué?... Yo no lo creo —dijo la joven mujer, agarrando su bolso, sintiendo deseos de irse.
—Yo tampoco lo creo. Pero sí te puedo decir que tu hermana desapareció en circunstancias muy extrañas, en momentos en que se encontraba trabajando en un proyecto militar ultrasecreto del gobierno de los Estados Unidos.
—¿De qué me habla usted? Mi hermana era una ferviente activista en pro de la protección de la vida salvaje y el medio ambiente, no una físico nuclear. Mucho menos una agente secreto. Usted debe estar equivocado… ¿Y cómo es que supieron ustedes de un sueño del que no le he contado a nadie?
—Mi querida Victoria, ha llegado el momento desde el cual ya no hay regreso. Si aceptas trabajar con nosotros, te enterarás de cosas de las que ni sospechabas en tu vida periodística. Pero también, y por este medio, tendrás a tu disposición una fuente de información fidedigna, de cosas que han ocurrido, ocurren y de lo que podría ocurrir. Cosas que podrían servirte de mucho para hallar a Penélope. Nosotros también la hemos buscado. Ella es para nosotros, una pieza más de un gran rompecabezas que aquí estamos tratando de armar.
Victoria, se calmó y permaneció quieta y expectante al desarrollo del esclarecedor discurso de su interlocutor.
—Victoria, Rodford International, es un conglomerado industrial y financiero, que ahora, además, y como ya lo habrás sabido. Comienza a hacerse espacio como un medio periodístico privado e independiente. Pero todo esto es una fachada. La verdad es que yo, y mis colaboradores, formamos parte de una sociedad secreta. Si es que se puede decir así. Cuyo propósito es develar, investigar y documentar, seriamente, esos grandes misterios y secretos que los organismos internacionales, gubernamentales o privados, le ocultan a la humanidad. Con el único fin de proteger a ésta de la manipulación arbitraria de esa información. Protegerla incluso de sí misma. Equilibrar la balanza. Somos La Orden de Orión.
—Desde los primeros días de la guerra fría —prosiguió Lord Rodford—, existen prácticas y ciencias ocultas, utilizadas por las distintas agencias de inteligencia a ambos lados de la cortina de hierro. Es un juego en donde no hay más reglas que la disuasión y la negociación, pero que a parte de eso, todo está permitido y nada es tan al azar o tan mito. Y nosotros no somos una excepción a eso. Contamos con personas muy especiales con capacidades muy particulares. Telépatas y clarividentes. Y una de estas personas, al igual que tú, ha estado recibiendo, desde hace algunos años, extraños pero extraordinarios mensajes, procedentes de una inteligencia muy avanzada. Por ello sabemos, que contigo también han estado tratando de comunicarse. Sabemos lo de tus sueños. Y desde hace poco tiempo, nuestra clarividente estrella, tuvo la especial encomienda de estos extraños mensajeros, de hacerte saber a ti, a cerca del destino de Penélope. Aparentemente, ellos saben donde está.
Victoria, se hallaba de pronto, en un oscuro callejón sin salida. ¿Estaban tratando de tomarle el pelo?
—¿A qué se refiere con eso de: “inteligencia muy avanzada”? ¿No estará hablando de extraterrestres, o sí?
—No lo sabemos. Sólo entendemos que estas entidades, de cierto modo, al parecer, se encuentran molestas con la humanidad, por la destrucción que el ser humano ha emprendido contra su propio planeta. No sería de extrañar. Somos una plaga en este mundo, y nos lo estamos devorando a pasos acelerados, sin siquiera importarnos nuestro propio porvenir o el de nuestros hijos y nietos.
Victoria, se quedó pensativa un momento.
—¿Qué ocurre? ¿Algo que quieras decirme?
—Este pensamiento no me es desconocido. Penélope estaba constantemente hablando de ello. Decía que si seguíamos sobre poblando y contaminando la tierra, en poco tiempo ya no tendríamos un planeta donde vivir. Decía que de todos los animales, el ser humano es el más bestial.
—Sí, así es. ¿No lo encuentras curioso?
—Mi Lord, si mi hermana, de verdad estuvo involucrada en esa situación, ¿por qué retiraron los cargos en su contra?
—Ya sabes como son los americanos, ellos quieren ser lo únicos conocedores de la verdad. Quieren poder. Y harán todo lo posible por ocultarle esta verdad al resto del mundo, aunque ellos mismos no utilicen estos conocimientos para el bien de la humanidad, ni para el de su propio pueblo. No comen del pan del saber, pero tampoco dejan comer a los demás. No me cabe duda, que hubo algo que descubrió tu hermana, que al gobierno norteamericano no le conviene que se sepa. Victoria, usa tu lógica deductiva para comprender. Como buena periodista que eres, no careces de ella. El gobierno estadounidense aún busca a tu hermana, es una espía fugitiva, sólo que la buscan y persiguen en secreto.
—Y por eso es que a mí me vigilan.
—¡Exacto! Ya estás comenzando a entender el juego. Así es, te han estado vigilando desde que tu hermana desapareció, por si de algún modo ella entrara en contacto contigo. Pero ella ha sido lo suficientemente astuta para no hacer eso. Es bastante conciente que te pondría ti en riesgo si te involucra. Sin embargo, al parecer, ella o alguien que la conoce, te ha estado enviando mensajes por medio de sueños. ¿No es así?
La joven reportera, se sentía cayendo por un tobogán, entrando en una dimensión desconocida. Sí, lo sabía, lo de los sueños. Esto no era ninguna broma, esto era algo muy serio. Sabía que esos sueños querían decirle algo. No sabía cómo, pero lo sentía hasta la medula de su ser. Eso era así.
—Mi Lord.
—Por favor, Victoria, sin formalidades entre nosotros. Llámame Owen.
—Bien…Owen, el mensaje de estos sueños concuerda con lo que me has dicho. Por medio de ellos, he sentido el gran mal que hemos hecho como especie a nuestro propio planeta. Alguien quiere que lo sepamos. Hay alguien que quiere que nos detengamos. Alguien que tomará cartas en el asunto, si no lo hacemos nosotros. Siento enfado de su parte, y a la vez, siento que se trata de un gran poder,… y una gran sabiduría. Puedo sentir como conoce mi alma. Y siento que de algún modo se trata de… Penélope. Siento su energía.
—¿Estás segura?
—Sí —dijo la joven reportera, cabizbaja—. Debo confesarte, que desde que éramos muy niñas, ella y yo, podíamos comunicarnos sin palabras. Siempre pensábamos en lo mismo al mismo tiempo y…
—Telepatía.
Ella, movió su cabeza afirmativamente. —Sí —Dijo—. Aunque yo nunca quise verlo así. Nunca lo vimos como algo mágico o extraordinario. Era algo natural para nosotras. De hecho nos sorprendía que las demás personas no pudieran comunicarse así. Sólo nos mirábamos y, ya sabíamos lo que pasaba por la mente de la otra.
—Pues no se han equivocado en verlo como algo natural. La telepatía no es magia. En el Tibet, los Lamas entrenan estas capacidades de la mente desde hace siglos. No es nada del otro mundo. Mucha gente en este mundo tiene esa capacidad, sólo que no lo sabe, porque no se ha dado cuenta. Esto tiene una perfecta explicación científica. El cerebro humano funciona en base a electricidad. Los grupos de neuronas se comunican entre sí por medio de impulsos eléctricos, y este funcionamiento electrónico emite un tipo muy especial de ondas electromagnéticas. Ondas alfa. La telepatía es cuando el cerebro tiene la capacidad de trasmitir y recibir mensajes a través de estas ondas, así como un radio. No es ningún misterio. Además que entre gemelos es mucho más frecuente e intensa, esta capacidad. Y de ésta forma han estado tratando de comunicarse contigo. Y de esta forma nosotros te enviamos un mensaje. Ahora tú misma eres testigo de esta realidad.
—Victoria —continuó el hombre—, ¿quieres llegar al fondo de este misterio? ¿Quieres colaborar con nosotros?
—Sí —ella respondió sin más dudas
El Lord, tomó un portafolio que se hallaba a su costado sobre el sofá, Y que había pasado tan desapercibido, por ser tan negro como éste. Lo puso sobre su regazo y procedió a abrirlo con cuidado. De allí extrajo un sobre beige, tamaño oficio y se lo extendió a su interlocutora.
—¿Qué es esto? —dijo ella.
—El proyecto secreto para el que traba
Anielbifrost30 de abril de 2009

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