TusTextos

Marea de Pentagramas Color Castaño

Me he levantado más triste de lo normal, y más cansado que al irme a dormir. El teléfono me hostigaba con su tono agudo de llamado. Era mi cumpleaños, pero para nada me sorprendió que el motivo de la llamada fuese otro. Me han despertado para avisarme que Franco está en el hospital.

De sólo verle la cara en la habitación del Hospiten me doy cuenta de su deplorable estado. No es un enfermedad lo cual lo tiene así, sino el cóctel de drogas que tanto disfruta tomar. Es la segunda vez que lo inyectan en el corazón para reanimarlo. Le tengo mucho aprecio, pero lo aliento sin muchas ganas. Esto que le pasa es culpa suya y de nadie más.

Franco era un tipo con mucho talento, de esos tantos que podrían haber sido muchas cosas y no fueron nada. Sabía tocar el saxofón, sabía escribir, sabía de todo y leía mucho, pero no había cosa de la cual supiese extensamente, era un pequeño diccionario, una enciclopedia llena con fragmentos de cultura y ninguna historia completa. Nos conocimos en mi época como alumno de preparatoria, gustábamos de lo mismo, pero fuera de eso, todo en nosotros era diferente. Yo era aburrido, de quedarme en casa, él era de pasarla de “antro” a fiesta, yo no tomaba, él andaba en un constante estado etílico, yo era fiel de una sola mujer, el sólo era fiel al sexo variado y una chica a quien tenía para cuando no había más.

Salí del hospital y de nuevo oí ese molesto chirrido, ahora provenía de mi bolsillo.

-¡Feliz Cumpleaños! ¿Cómo estás?
-Muchas gracias, estoy bien, te agradezco que lo recordases.

Tras una pequeña y banal conversación colgamos, no sin antes acordar vernos para tomar algo. Nunca me agradaron los celulares. No me gustaba que me hablaran cuando no tenía ganas de intercambiar palabras con nadie. Y apagarlo no es una solución, porque los reclamos, inevitablemente, vendrán, y la mentira piadosa de la falta de batería se vuelve obvia con el tiempo.

Subí al metro, pese a lo aburrido y lleno que iba, me fascinaba abordarlo, y pensar que era el personaje de un cuento de Cortázar, atrapado en las manecillas de un reloj en forma de tren; esperaba encontrarme el saxofón de algún músico legendario o quedar eternamente dando vueltas en espera de la próxima estación. Pero el lapso entre viajes era invariable, la maquinaria suiza de la urbe no fallaba, y el tiempo era siempre de dos minutos entre una estación y la siguiente.

Bajé cerca del departamento de mi novia, me había felicitado a las doce en punto de la madrugada de ese día, fue la primera de todos, y una de las pocas personas para las cuales en vez de un hostigoso ruido tenía como tono un melodioso ensamble de Jazz.

Muchas veces me cuestionó el porqué de mi horroroso sonido de llamada entrante, puesto que al estar juntos, es difícil que me marcase y escuchase a los cinco instrumentistas del grupo interpretando Take Five, así que por pereza de explicar mis razones, abogué repetidas veces la necesidad de algo fuerte e inconfundible para prestar atención al aparato (y no era mentira).

Toqué la puerta, me abrió una chica delgada, de cuerpo alargado, más alta que yo, de cabello negro, según ella, aunque en realidad pienso que es castaño muy oscuro (que a falta de una luz muy fuerte se ve tal fuese negro), y largo, piel morena clara, ojos color cafés casi claros, con una mirada que la hace ver tierna, pese a que es seria.



Nos saludamos con un fuerte abrazo, largo, de ésos que se dan las parejas enamoradas, que parecen durar un segundo, pese a que llevemos ahí ya bastante dándonos besos y acariciándonos con palabras de amor. Me ve fijamente a los ojos, y yo, perdido en un mar café (casi claro) no presto atención a sus movimientos, y de quién sabe donde, saca un regalo que me da dando dos pasos atrás y estirando los brazos. Ábrelo, dice sonriendo. Acato la orden gustoso, es la primera vez en todo la mañana que me siento eufórico, tengo problemas para quitar el papel rosa, hasta que termino, por un entusiasmo digno de un niño pequeño, rompiéndolo al no soportar la expectación.

Son varias cosas, un libro de Cortázar, Historias de Cronopios y Famas para ser preciso, también un DVD, contiene una película de mi director (y el primero, sobra decir, de mi autor) favorito; el Mercader de Venecia dice. Por último una nota, volteó a ver a mi novia rápidamente, se muerde el labio de manera pícara, bajo la vista y comienzo a leer el mensaje:

“Amor, feliz cumpleaños, ojalá te hayan gustado tus presentes, pero espero sepas que todavía no acaban jiji. Sígueme”.

Alcé el rostro de nuevo, sorprendido (como dije antes, es seria), ella se alejaba, riendo traviesa; de puntitas. Regresó su vista hacia mí, hizo señas con su dedo, invitándome a ir, y enseguida se metió a su cuarto. Entré velozmente a la casa, dejé todo en la mesa, con cuidado de no tirarlos o maltratarlos (eso sí, sin perder un segundo) y me dirigí casi corriendo a su habitación.

Adentró la encontré de espaldas, con la blusa cayendo lentamente, me observaba, como si disfrutase saber que me tenía en la palma de su mano, se mordía el labio aún, me acerqué y la bese apasionadamente, nos enredamos en caricias, y esta vez no consistían de palabras, sino de roces suaves, mis labios recorriendo su piel, explorando cada rincón, sin que nada fuese olvidado, sus manos palpando todo el relieve de mi cuerpo, hasta llegar al punto que le daba el tan placentero control. Me abraza con sus largas piernas mientras nuestras cinturas se mueven rítmicamente, agregábamos síncopas e improvisaciones que hubieran dado celos al mismísimo John Coltrane. La sensación era intensa. Pero las más fuertes provenían de las palabras de cariño al oído del otro, más sensible que cualquier punto (sin importar cuantas terminales nerviosas tenga y gritos cause) del cuerpo.

Ella empieza a apretarme tiernamente, lo hace con todo en sí, la veo directamente a las dos esferas hermosas que reposan en su rostro. Empiezan a cubrirse con el velo de sus párpados, deseo que no lo hagan, deseo poder seguir náufrago en la marea café (casi) clara, donde el tiempo para y el metro ya no tarda dos minutos, donde un día ya no dura veinticuatro horas, y diez segundos se vuelven un año entero. Los cierra al momento de lanzar un grito ahogado, que de pronto gana fuerza y se hace escuchar, me trae fuertemente contra sí, se estremece, pero sigue tan tierna como siempre.

También cierro los ojos.

Abro los ojos lentamente, mi celular sonaba a tan solo una brazada de distancia, no tengo ninguna intención de atender a quien sea que esté marcando (entendamos que está sonando con ese horrible pitido, y no Jazz, así que no puede ser nada que despierte mi interés). Me dispongo a ignorarlo, cuando escucho una voz dormilona que dice:

-Contesta amor.
-No tengo ganas, no creo que sea nada importante.
-Anda, tú bien sabes que me tengo que ir, tengo muchísimas cosas atrasadas por hacer. Nos vemos en la noche, o mañana. Me quiero quedar amor, pero no puedo.


Tomo el celular desganado. Es la voz de Franco. Desconcertado, pregunto de dónde me está hablando (él también goza de un movimiento musical moderno). De un teléfono público me responde sin darle mayor importancia. ¿Cómo demonios es que te dieron de alta?. No lo hicieron, exclama riendo descaradamente, me escapé como pude ¿Apoco esperabas que me quedase hasta que ellos dijeran? Me dice carcajeándose. Tiene razón.

Me platica a grandes rasgos como sucedió todo, admite ser un imbécil y que todo es culpa suya, no es que realmente se arrepienta, no es así, sé que es una manera inteligente de protegerse de un posible reclamo, o regaño, por más ridículo que suene. Acordamos vernos a las siete en una cafetería de Coyoacán.

Nos levantamos de la cama, pese a desear pasar todo el día ahí, a desayunar. Platicamos de todo un poco. Nos reímos de todo, incluyendo la comida que preparó (como buena mujer del siglo del siglo veintiuno no era su mejor cualidad), un intento de torta española, aplastada, un poco quemada y salada.

Nos despedimos en la puerta del edificio de departamentos, nos abrazamos como enamorados de nuevo, pero esta vez se prolonga aún más, es normal, dejar de hacerlo significa irse, y no verse hasta ya avanzada la noche, o hasta el día siguiente. Nos besamos. Ya alejándonos decimos palabras de cariño hasta que nos perdemos de vista en la multitud de la ciudad.

Recuerdo haber hablado con Pedro en la mañana, quedamos de vernos dentro de tan solo una hora. Me dirijo al bar donde será nuestra reunión. Al igual que los celulares, las grandes cantidades de vulgo me desagradaban. Caminaba y sentía que a cada paso me hundía más en las profundidades de un lago sucio, negro y contaminado. La metrópolis y su densidad, el ruido, la pseudo-música como fondo del ambiente me sofocan, mientras pataleo desesperado para subir a la superficie y tomar una bocanada de oxígeno.

Entro al local. Sé que Pedro llegará tarde. Me siento en una de las mesas del segundo piso, no en el balcón, al cual sin duda iría de noche, sino dentro, porque me protege de la marea alta que se da en la urbe cuando la Luna aún duerme en el horizonte. No bebo alcohol, así que me conformo con una piña colada virgen para combatir el terrible calor. Tomar un sorbo me tranquiliza y hace olvidar que tan solo unos minutos atrás me ahogaba en busca de aire. Me dispongo a hojear uno de mis presentes, cuando un grito me interrumpe.

¡Sabía que te encontraría aquí arriba! Me grita desde el último escalón un muchacho joven, robusto, de cabello castaño claro, narizón y de ojos rasgados. Se acerca a paso lento, tropieza torpemente con la mesa de una pareja, le lanzan miradas asesinas y él se disculpa soltando chistes sobre si mismo.

Un estudiante de ciencias tomándose una cerveza con uno de filosofía, y de letras también, que bebe una piña colada virgen, sentados dentro en un día caluroso en el segundo piso de un bar del centro con aire colonial. Una combinación poco usual.

Nos conocimos también en nuestros días de educación media-superior, a él, nadie le hablaba, solamente yo, y la chica de los ojos cafés casi claros. Conocía a Franco, mas éste no tenía idea de quien fuese Pedro, ni le importaba, pese a haberlo saludado mil veces no era capaz de reconocer su rostro o recordar su nombre, mientras que mi amigo científico sentía un desprecio tremendo por él, de ahí que jamás nos reuniésemos juntos.




Era una amistad de lo más extraña, él me hablaba de descubrimientos y teorías físicas, de quarks y leptones, yo escuchaba y entendía, pero en cuanto le hablaba de filosofía analítica, lógica y política, el las atacaba diciendo que son tonterías e ilusiones producidas por cannabis, para luego cambiar de tema. Lo hace más por falta de entendimiento que de opinión.

Platicamos de temas sin importancia la mayor parte del tiempo, y sólo de vez en cuando de problemas personales serios, es justamente este equilibrio el que forja a los amigos. De hablar sólo de idioteces seríamos poco más que dos conocidos, de hacerlo de problemas, un psiquiatra y su paciente que intercambian de roles según la ocasión.

Me mira con expectación.

-Dime ¿Qué pensarías si te expongo mi teoría filosófica?
-Que estás bromeando, o que me saldrás con alguna pavada (riéndome).
-¿Y si te dijera que tengo una teoría filosófica con base científica?
-Te diría que te tardaste mucho en leer sobre el determinismo (sarcásticamente)

Baja la mirada con un enojo falso, y una decepción escurridiza.

-Pero, Pedro, escucharte hablar de teorías filosóficas es algo de una vez en la vida, así que anda, dime lo que pretendías decir.

Habla con un brillo en los ojos, victorioso, de teorías físico cuánticas actuales, y como muchas sugieren que el libre albedrío no existe, ni la toma de decisiones reales, sino que sólo somos una causa de reacciones físico-químicas que desde la primera estaban, por cuestiones matemáticas, a reaccionar de una manera en particular.

Sonrío relajado, dejo caer todo mi peso sobre el respaldo. Pedro continúa hablándome acerca del determinismo científico mientras yo me estiro. Termina de dar su punto de vista (o más bien, el resumen de la teoría de otros) y puedo ver en sus ojos esa sensación de realización, que lanza a gritos un mensaje cuyo contenido es único e inconfundible: Me metí en su terreno, y les gané.

-¿Qué te pareció?
-Es un comienzo, ya la conocía.
-¡Cómo que un comienzo!
-No te escuché hablar de nada que tú mismo hayas deducido, indagado, ni siquiera supuesto, sólo me expusiste el pensamiento de otros, insisto, es un comienzo.

Adopta un posición de brazos cruzados, indignado.

-Lo que sea. Dime qué piensas de ella.

Si hubiese un espejo, o si me reflejase en algunas de las tantas ventanas del local, estoy seguro de que sería yo quien ahora tuviese los ojos victoriosos.

¿No te parece curioso, Pedro? Que le demos un valor inmenso a los ojo. Con ellos es posible saber el estado de ánimo de cualquiera, su pasado, presente, futuro y hasta su personalidad. Las ventanas al alma según tantos. Pero, dime Pedro, no entiendo, el ojo humano es tan solo una esfera, prácticamente inmóvil, el color es lo único que los hace especiales y diferentes entre ellos, y éste no cambia nunca. Entonces, cómo pedro, cómo determinamos todas esas sensaciones sobre las personas a través de su mirada.
Me ve como si estuviese loco, no entiende de dónde me he sacado todo esto.

¿Te das cuenta? En este preciso instante piensas que perdí mis cabales ¿Cómo lo sé, Pedro? Esas dos bolas blancas con un centro oscuro no han cambiado, siguen del mismo tono, igual de rasgados y del mismo tamaño, qué es diferente entonces.

De ser la ventana a tu interior, debería variar, yo debería percibir los cambios que apuntan a tus deducciones de locura, el brillo, el color, o algo del tragaluz variaría. ¿No crees que en realidad lo que tenemos son persianas, cortinas, o cómo les quieras llamar, al alma? Los ojos no nos dicen nada, son dos esferas cuyo único fin es el de encantar ¿No lo crees, eh Pedro?

Creo que estás pacheco, ahora resulta que me hablas de almas y persianas. Es una metáfora Pedro, digo ya con la cordura de vuelta.

Las ventanas son atrapantes, seductoras, nos hipnotizan con colores de todo tipo, capaces de hacernos naufragar sin rumbo, son las sirenas silenciosas del rostro humano, pero quien nos habla de las personas, y nos cuenta sus secretos tímidos, con miedo de ser descubiertos, no son ellas.

-A mí, háblame en español, o dedícate a tomar tu piña colada, que, seguramente, no es virgen.

Me carcajeo, y me inclino hacia adelante, agarro el vaso, y me tomo lo que queda de un solo trago.

-Es español Pedro. Simplemente no lo hablas o dominas del todo bien aún...
-Todavía no me dices que piensas de m... de la teoría del determinismo científico.

No creo que sea así, y sí, dije creo, porque no lo puedo saber a ciencia cierta, pero de ser real, es más, sin que siquiera tenga que serlo, bastaría que la gente lo creyese, para que se transformase en un mal peor que todas las religiones juntas.

Lo he dejado intrigado.

Mira, matemáticamente, es un teoría falsable, pero según su preciado método científico, no podría serlo. Es decir, piénsalo, supongamos que lo aceptas como una verdad absoluta, y lo empiezas a difundir por todo el mundo, al punto que muchos lo creen. Yo podría argumentar que tu publicidad y sus nuevas creencias han hecho que la gente actúe diferente, esto conlleva elecciones, o sea, libre albedrío, y demás. Pero tú bien podrías decir que es parte de las reacciones físico-químicas ¿Me sigues?

Sin importar que pruebas pueda, aparentemente, darte yo, tú siempre podrías adaptarlas a la situación, no puedo probarte que es falsa. Y si no es falsable, es falaz, pese a que esto no quiere decir que no sea cierto, sí vuelve el conocimiento de dicho campo totalmente imposible, poco se diferencia de conceptos como el de Dios, dioses, mesías y muchas otras fantasías, en el mejor de los casos, soy un agnóstico del determinismo, su veracidad, o falta de, es irrelevante, puesto qué, irónicamente, no las podemos determinar ¿No? Pedro.

Observa y asiente desganado, resignado, a mis argumentos. Se mantiene pensativo, con una mirada al vacío, y por fin regresa la vista hacia mí y pregunta: ¿Por qué dijiste que sería un mal comparable al de la religión?

Sorprendido por la pregunta (porque nos conocemos desde hace años), lo tanteo con pequeñas injerencias y miradas. Su pregunta es sincera, así que decido responder.


-La religión hace al ser humano inmaduro, lo hace no tomar responsabilidades por sus actos, lloriquear, alegar al destino y a los Dioses por sus penurias. ¿No es obvio que, creer, en que todo lo que harás es una mera determinación físico-química sobre la cual no tienes injerencia, le haría exactamente lo mismo?

Sólo es cambiar destino por determinismo, dios por física. Mas el mal se mantiene constante: el hombre que no aprende a pensar por sí mismo.

Asiente una vez más, y cambiamos de tema.

Pasadas varias horas nos levantamos de la mesa para retirarnos, me desea un feliz cumpleaños una vez más, pagamos las cuentas y salimos del local. Nos damos la mano y un abrazo de despedida, le doy las gracias por haberme hablando y venido, y cada quien toma sus respectivos caminos. A los pocos pasos miro el reloj, son las 6 de la tarde, ya está oscureciendo.

Me dispongo a ir hacia Coyoacán cuando suena de nuevo mi celular, esta vez lo hace con un agradable tono musical contemporáneo, lo dejo sonar unos segundos. Mi novia está ocupada, así que debe ser Franco, miro la pantalla y lo afirmo. ¿Oye, me siento algo mal, puede ser mejor en mi casa? Me dice obviando los saludos y las formalidades. Sí, no hay problema.

Sólo desvío un poco mi ruta, puesto que él vive cerca del cafetería.

Abro la puerta de su apartamento (tengo llaves) y me encuentro primero, en el pasillo que lleva hacia la sala, a la chica que Franco utiliza cuando ninguna otra está disponible. Es de corta estatura, cabello castaño claro y ojos negros. Me abraza felicitándome. Franco escucha desde la sala y grita saludos y felicitaciones.

Lo veo sentado, con los pies encima del sillón cubriéndose con una toalla, está sudando. Me empieza a hablar disparates y le pide a Sandra que vaya por algo de comer y de tomar cerca, al verlo enfermo, obedece. No tardo, nos avisa.

Creerás ésta, dice Franco, no se ha alejado de mi un segundo, no he podido llamar a ninguna otra mujer digna de acostarme con ella. ¿Si te acuerdas de Andrea? ¿Quién, la editora?

Sí, esa misma. Está buenísima. ¿Alguna vez te acostaste con ella? Es fantástica. Recuerdo subirla a la mesa de su oficina y hacerlo como locos. Todo escritor que alguna vez haya pasado por su editorial se ha revolcado con ella, y no una vez, recuerdo cuando nos encontramos en su gimnasio, o en un ensayo de Jazz, nos alejamos del resto de la banda y nos fuimos tras bambalinas. ¿De verdad nunca te acostaste con ella Luis? No, nunca. Algún día tengo que hacer arreglos para que se puedan encontrar más o menos solos, por tu novia ni te preocupes, yo me encargo de que piense que estás en una firma de un libro o algo así.

No me llama la atención (mentía, era claro que no tenía intención alguna de hacerlo, pero la editora era verdaderamente guapa). Tú siempre igual de mojigato, ya va siendo hora de que varíes un poco ¿No te parece? ¿Cuánto llevas con ésta? No, mejor ni me respondas que me emputa el solo pensar que no te has acostado con nadie más en años, si el número es más grande de lo que creo, y lo será, porque entre tanta borrachera la mitad del tiempo se me va, capaz y hasta termino por echarte de mi casa, Luis.



Dijiste que te sentías mal Franco. ¿De qué? es por. Cómo qué de qué, si llevo horas encerrado con ésta, cómo no me voy a sentir mal, salí del hospital huyendo para irme a buscar alguna, y en cambio me tuve que conformar con andar dando vueltas con Sandra, y no digo dando vueltas en la cama, porqué ni eso quiere hacer disque porque me hará mal a la salud. Lo que me hace mal es estar confinado con ella.

No era mi pregunta Franco, estás envuelto en una toalla pese a que hace un calor endemoniado. Si no me tapo, con ésta me congelo Luis.

Te ves muy feliz, pasó algo con tu única y exclusiva chica. Ah, verdad que sí, por eso tú no tienes frío ni te andas tapando con toallas, ni desesperado. Yo no he dicho que sí, Franco. Te conozco desde hace años, sólo cuando estás con tu amada y querida novia tienes en el rostro una mirada así.

Me río. Me imagino como el velo de mis ojos conspiró contra mí, y disimuladamente, escondidos y dándome la espalda, contaron a Franco mis secretos, y todo lo que había sucedido esta mañana.

Los tuyos me dicen que no es por Sandra que estás mal, sino porque te metiste una mezcla nueva y tremenda de drogas y te reaccionó mal, también me dicen que te escapaste del hospital, no como pudiste, sino pagando mordidas a todos que ya te conocen perfectamente, y saben que en dos o tres días regresarás, así que tenerte ahí es totalmente inútil. Sólo es posponer lo inevitable. También se ríen diciendo que fue Sandra quien te prestó dinero para tus sobornos y que no la has mandado a volar por esa misma razón.

Quiénes te contaron eso, qué fue eso de los tuyos, me pregunta. No, nada, nada olvídalo. ¿Fue Sandra? A ésa maldita bocona, le dije que por lo menos se callara lo del préstamo, pero ahora mismo la mando al demonio, en cuanto entre y deje la comida y la bebida, que se largue de aquí, y así veo a quien llamo después. No fue ella. No importa, dice levantando la voz, lo que quiero es tener sexo con otra y...

Se escucha la cerradura de la puerta, Franco calla de repente. Y luego dice en voz baja, bueno, por otro lado, si me peleó quizás vea todavía menos acción. Me carcajeó de él. No te burles dice indignado, es que no tengo un peso, y si se va, mañana no como. Yo te puedo prestar, si ése es el problema. Pero tú me cobras. Jamás me has pagado un centavo.

Al fin llega Sandra a la sala. Viene cargadísima, con una pizza en mano, papás fritas y de otras variantes encima de la caja, vasos desechables y refrescos en la otra. Franco no mueve un dedo, ni hace ningún ademán de ir a ayudarla. Así que soy yo quien se levanta y la ayuda a acomodar todo.

¿Ya le contaste del nuevo disco del grupo, el de Jazz? Dice dirigiéndose a Franco. No, no le he contado, era sorpresa. Perdón dice muy apenada.

Llevamos tres movimientos, el primero es de Acid Jazz, el segundo de Funky-Jazz y el otro es de Jazz clásico. ¿Son estándares? Le pregunto intrigado. No, dice él. Pero, Franco, tú prácticamente no sabes nada de armonía, cómo se supone que compongas o hagas improvisaciones. He estado leyendo acerca de ello, y ya empiezo a dominarlo, además en el grupo hay varios que sí lo saben y dominan perfectamente.

Le pido poner el disco, pero dice que, pese a la torpeza de Sandra, todavía sigue siendo una sorpresa, y que tendré que esperar a que esté terminado. Me pregunta por un texto que mencioné hace unos días, un escrito en una especie de prosa poética.

Por lo que me dijiste por teléfono Luis, suena diferente a ti, tú odias las multitudes y los ruidos de la ciudad. No siempre es así, me defiendo, depende de mi humor, y de si estoy con ganas de tocar algo.
(Franco, como dije al principio, toca el saxofón, yo toco el piano, no somos parte del mismo grupo porque él considera que soy muy cerrado y perfeccionista, y yo por otro lado considero que tiene mal gusto para hacer mezclas, y que se deja llevar demasiado por la parte no musical de la música )

Sí, sí, sí, ya lo sé, me dice evadiendo el tema, mejor muéstrame lo que llevas, si trata de lo que me dijiste antes, me imagino que lo cargas en este momento.

Sonrió. Meto mi mano al bolsillo de atrás del pantalón y saco una bola de papel arrugado. La desdoblo sin cuidado (cuando es algo tan corto, mi memoria basta, así que realmente no importa si se rompe), estiro el brazo y Franco le pide a ella, de muy mala manera, que se lo pase, pese al grosero tono, ella obedece. Lo toma y se lo entrega.

Franco lo lee para sí, sin mirar a nadie, sus ojos lo recorren una y otra vez. Intento que mis cómplices me den pistas sobre lo que piensa, pero es en vano, no parecen querer cooperar. De un segundo a otro, abre la boca y lo empieza a leer en voz alta:

“Camino por la calle y no puedo dejar de pensar en el mundo como un gran compás musical. Mis pasos son sólo un elemento más de una pieza digna de Bach. Todo en ritmos naturales que se esconden al oído; a la vista del peatón común sólo hay ruido dispar. En un segundo una luz verde transforma el movimiento de larghetto a vivace. Todos ensimismados, sin prestar atención, forman parte de la obra magistral, pisan el pedal de su automóvil affrettando a un nuevo ritmo, pasan por blues y jazz, rock y funk y enseguida se empiezan a mezclar; pitidos, frenos, choques, derrapes, mentadas de madre, todo alimenta la improvisación frenética de nuestro universo tonal.”

Sandra se deshace a elogios mientras Franco sigue mirando el papel de nuevo sin ver hacia ninguna otra parte. Escucho a lo lejos una voz femenina que clama que es muy bueno, que está muy lindo, bello, aunque no entiende algunas palabras, y demás cosas. Pero, no es que le tenga desprecio, o la considere tonta (aunque en realidad lo es, por soportar a Franco). Es únicamente que su opinión no me interesa, en este momento, quiero escuchar la de él, por más enfermo que esté.

Ya cállate, le dice a Sandra, ya entendió que te gustó. Pues mira, Luis, a mí me parece que está muy bien, ya tienes un pretexto para ir a visitar a Andrea.

Su elogio, pese a lo simplista y tonto que pudiese parecer, era bastante grande, nosotros teníamos por política para todo, fuese música, literatura, fotografía o filosofía, sólo publicar aquello digno de ser leído por otros, y por otros nos referíamos a escritores, estudiosos, intelectuales, artistas, pero jamás a la persona común, para la cual el Código Da Vinci es una obra maestra.

Gracias, digo, sin darle mucha importancia. Quizás te haga caso y vaya a ver a Andrea. Porqué mejor no admites que te fascina ella, dice maliciosamente, te la quieres tirar en su oficina, y en tu casa, y en todas partes. Yo te vi muchas veces coqueteando a más no poder, deseándola. Me niego una vez más.

Sandra, sospechando que Franco tenía algo con la editora, para no amargarse, cambia de tema, y dice que empecemos a comer de una buena vez. Le hacemos caso. Terminamos la pizza, y volteó a ver a mi amigo de la adolescencia, parece el personaje de un pintura de Salvador Dalí, tiembla y suda mientras mira con desprecio a la chica que con tanto ahinco lo cuida.

Platicamos un rato más, y por fin decido irme a casa, intenta persuadirme de quedarme hasta más tarde. Me reuso. Le deseo que se mejore, y me retiro. Sandra me acompaña hasta la puerta y con un beso en la mejilla nos decimos adiós.

Veo a Franco con la mirada enferma mientras se cierra la puerta, quizás me equivoqué, pienso, el color de los ojos si puede cambiar con el tiempo. Los suyos se ven muertos aunque sus párpados están abiertos de par a par.

Voy leyendo en el subterráneo que tomé de regreso a casa el libro que me regaló mi novia. Salgo de la estación y todo se ve igual que en la mañana, excepto por la iluminación, claro está. Camino lentamente, comienza a llover. Tras cuatro calles bajo una intensa tormenta estoy totalmente empapado.

Ya casi llego a casa, cuando veo unos ojos cafés casi claros entre las gotas gordas de agua que cubren mi visión y golpean mis lentes. Se cubre tiernamente bajo el techo, se olvidó las llaves de mi departamento. Me acerco y le doy mi chamarra, entramos abrazándonos, protegiéndonos del frío. Nos damos un beso, me dice que vino porque quería dormir conmigo. La abrazo aún más fuerte, como queriendo fundirme con ella. Hablamos un rato acostados, incluso jugamos un rato a acariciarnos y darnos placer. Platicando se queda dormida, la acobijo y me duermo también.

Me despierta el sol que golpea impaciente mis párpados, los abro. Ella aún duerme. Me bajo de la cama para ir por algo de tomar, cuando mi celular suena. No es un tono agudo insoportable, debe ser Franco. Qué raro que despierte tan temprano. Contesto, pero es la voz de Sandra. Franco está en el hospital de nuevo. Me visto sin hacer ruido para no despertarla, seguro que estaré de regreso antes de que ella despierte. En el hospital, lo aliento sin muchas ganas, esto que le pasa es culpa suya.
Augustofretes11 de mayo de 2009

Más de Augustofretes

Chat