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Dios Tarda, Pero Nunca Olvida.

Inmediatamente después de haber despertado quiso levantarse de la cama, sin embargo no pudo: le hacía falta una pierna, su pierna derecha. Estaba totalmente aturdido, consternado, con rabia, miedo, dolor; plenamente desconcertado por saber que no estaba allí la parte de su cuerpo que alguna vez le dio tantos triunfos y satisfacciones, cuando jugaba fútbol después de la escuela. No había nada por reparar, llorar era la única excusa válida.
Observó a su alrededor, ya con lágrimas en su cara, tratando de reconocer dónde se hallaba: al frente de su cama, una pared blanca decorada con varias porcelanas y un cuadro paisajístico; a su derecha, la mesita de noche fabricada de cedro, con dos cajones de pequeñas dimensiones. A la izquierda estaba una silla plástica color castaño, y encima de ésta varios papeles. Sobre su cama había un crucifijo de madera, con un Jesucristo cabizbajo y lamentable. “Al menos Cristo murió con sus dos piernas”, pensó, intrigado y aturdido por la injusticia que sobre sí había recaído.
Pero no era tiempo de lamentarse. Con todas sus fuerzas trató de cojear y cojear por toda su habitación, observando a través de una pequeña ventana el panorama, rasguñando con sus dedos el cristal. Segundos más tarde intentó caminar hacia la puerta de su cuarto, pero aquella tentativa fue fallida cuando, al tropezarse con una pata de la cama, cayó al suelo frío. Encontró allí un buen espacio para llorar y analizar sus desgracias: había perdido su pierna derecha, no sabía dónde estaba y, sobre todas las cosas, debía resignarse a andar con muletas, en una sola pierna. Las lágrimas brotaban cada vez más de sus ojos, formando un pequeño charco en el costado izquierdo de su mejilla. Con la poca fuerza que le quedaba rodó hasta la entrada, que estaba muy distante de donde había caído, llevó su mano hasta la perilla y, girándola fuertemente, abrió la puerta.
Creyó que la reacción de los que estaban en el pasillo sería de burla, rechazo, y obviamente se sentía humillado. Pero no: faltaron pocos segundos para que las personas se aproximaran hasta donde había dado vueltas, tratando de ayudarlo. Prontamente apareció de la nada un hombre de edad, calvo, de carácter dictatorial y espíritu de liderazgo.
—Traigan una sábana para poder levantar a este señor—exclamó sin titubear.
Él, ciertamente, no había podido escuchar más que susurros, murmullos producidos por las personas que lo rodeaban. Había empezado a ver borroso, escuchaba con dificultad y estaba a punto de perder la consciencia. Segundos después, una joven llegó con un manto azul de rayas verdes. Los detalles no importaban, era suficiente con que pudiesen transportar al hombre a su cama. Tres hombres, incluido el viejo, levantaron al señor y lo pusieron encima de la cobija, hasta poder levantarlo sin esfuerzo y llevarlo a su habitación.

Había quedado sin consciencia durante más de diez horas. Al regresar de aquel crítico estado, observó que tres personas –el mismo hombre que lo ayudó, una señorita y una anciana- se encontraban esperando su reacción. Aún sin entender, pronunció algunas pocas palabras.
— ¿Dónde estoy?—susurró.
— Más tarde lo sabrá—respondió sin rodeos la señorita. —Sus familiares vendrán en cuanto puedan.
Realizando una deliberada observación de su cuerpo, recordó que le hacía falta su pierna derecha.
— ¿Qué han hecho con mi pierna?—preguntó atemorizado.
— Eso también lo sabrá tan pronto estemos autorizados para notificárselo.
Durante diez minutos habían permanecido en un largo silencio, pensando qué comentar y qué preguntar. Sin embargo, aquel sigilo fue interrumpido por una conversación de carácter privado entre la anciana y el hombre, comentando:
— ¿Él es el joven del accidente automovilístico?—preguntó la anciana.
— Silencio, que la puede escuchar. Sí.
Y él escuchó. Como ráfagas de viento llegaron a su memoria recuerdos vagos pero evidentes, que concordaban con los comentarios de la vieja: la desesperación por tratar de salir de su auto, el choque, nada más…

Dos horas más tarde, casi a las 12:30 a.m., llegaron hasta allí la madre y la esposa del señor. No se atrevieron a entrar por el dolor de ver a aquel ser querido en una situación tan atroz. Al percatarse de ello, la señorita se acercó a las dos mujeres, explicándoles lo que había acontecido. Un llanto unísono se escuchó en el largo pasillo.
Minutos más tarde, la joven –que estaba a punto de marcharse a su casa- se acercó hacia el hombre. Podía apreciar desde lejos, que algo preocupante iba a notificársele.
— Señor, le pido que primero que todo me prometa que tomará este asunto con seriedad.
El hombre afirmó con su cabeza.
— Su familia me ha autorizado para comunicarle que sufrió un accidente automovilístico en el cual sufrió una degradación de la consciencia.
— Eso ya lo sabía.
— Lo que usted no sabe es que en el incidente su pierna derecha quedó atorada. El equipo médico no pudo hacer nada más que amputar su pierna.
Quedó atónito, aún más que la anciana, que permaneció también sin musitar palabra alguna.
El cuarto experimentó un completo silencio, ambientado segundos después por un sollozo místico. El crucifijo que se encontraba sobre el lecho del joven cayó, justo en el costado izquierdo del hombre, por encima de su hombro. La anciana profirió:
— Dios tarda, pero nunca olvida.
Barandica07 de agosto de 2008

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