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El Demonio de Lusitania - V -

El viejo horno estaba semienterrado tras años de abandono. Algunas partes de la bóveda que hacía de techo se habían desmoronado hace tiempo y las enredaderas trepaban por las antiguas paredes de ladrillo bajo el sol del mediodía, que lucía en un cielo totalmente despejado.
Marco me había advertido que, pese a que a esas horas el sol brillaba en lo alto, el horno era un enclave subterráneo y, en esa oscuridad, el vampyrus se encontraba en su elemento.
Me aproxime al edificio. Tras cavilarlo unos minutos, decidí que lo mejor era descender por uno de los agujeros de la bóveda. No había más de un par de metros hasta el suelo. Me encaramé al borde del orificio y salté sin pensarlo empuñando a Mortis Argéntea en la diestra.
Mis pies levantaron una enorme polvareda cuando aterricé sobre el suelo de mosaico recubierto por años de polvo. Por mi improvisada entrada también se filtraba la luz del sol, al igual que por otro par de orificios, sin embargo, la enorme estancia tenía grandes zonas sumidas en la oscuridad.
Podía sentir su olor a podredumbre. Me traía recuerdos a aquella noche en la arboleda. Por un momento, mis piernas flaquearon. Sin embargo, logré apartar el temor de mi mente con el recuerdo de mi familia cruelmente asesinada, lo que reemplazó el miedo por un sentimiento de odio mil veces más fuerte.

- ¡Muéstrate, criatura! – Bramé hacia la oscuridad.

Entre las sombras, comenzó a perfilarse una silueta que se definía más y más según el vampyrus se aproximaba a la zona iluminada. El ser se detuvo a una distancia prudencial del haz de luz solar.
Era horrible. El cuerpo esquelético y pellejudo era tan pálido que parecía translucido. El enorme cráneo tenia la parte trasera grotescamente desarrollada y sus facciones estaban bestialmente deformadas, con sus ojos enfermizos y enloquecidos y sus negruzcos colmillos.

- Mataste a mi familia.
- Mate a muchos. – La voz de la criatura se asemejaba a una aglomeración de voces, unas tan graves como rugidos de oso y otras agudas como llantos de niño.
- Ahora has de morir.

La criatura inclinó la cabeza hacia atrás y comenzó a reír tenebrosamente mientras todo su cuerpo se convulsionaba.

- ¿Morir? - Me miró fijamente. Noté que mis piernas volvían a flaquear por un instante. – Mi nombre es Quiavarus. Vivo desde antes que tu linaje siquiera fuera un sueño susurrado por los dioses. Soy el decimocuarto hijo de Lamiae. – Hizo una pausa. - ¿Piensas que vas a matarme? ¿A mí, que he vivido desde siempre?
- Desde siempre no significa para siempre.

Cargué contra él con todas mis fuerzas. Golpeaba una y otra vez sin descanso, pero mi hoja sólo cortaba el aire. El vampyrus reía mientras danzaba a mi alrededor. De pronto, me dio un empellón que me hizo rodar por la sala.
Me levanté sacudiéndome el polvo mientras me contemplaba con su maligna sonrisa. Corrió hacia mí a través de la estancia, cuidándose de no cruzar los haces de sol. Esquivé por poco una de sus manos similares a garras y, con un revés, le hice un tajo en el costado.
La criatura aulló y retrocedió confusa, como si acabara de descubrir el dolor por primera vez en su longeva existencia.
Volvió a abalanzarse sobre mí, pero, a duras penas, conseguí mantenerle lejos empleando mi hoja. Noté como la furia crecía en aquel ser y, poco a poco, se apoderaba de él hasta que pareció enloquecer.
Un ataque en falso me permitió cercenar su garra izquierda y el volumen de sus aullidos hizo que una lluvia de arenisca cayera del techo. Su rostro se transformó, adquiriendo unos rasgos más grotescos aun y sus ojos se tornaron rojos e incandescentes.
Saltó sobre mí y hendí mi hoja en su pecho. Chilló como una jauría de bestias y se retorció ensartado por el filo. Después, me propinó un golpe tan potente en el pecho que sali despedido a varios metros.
Me puse en pie con dificultad, jadeando mientras intentaba volver a respirar. Miré hacia el vampyrus con mi visión nublada a causa del tremendo golpe. Aquel ser había extraído la hoja de sus entrañas y se dirigía con paso renqueante hacia mí.
Ni siquiera pensé. Presa del odio me abalancé sobre mi enemigo al que a estas alturas suponía invencible. Le envestí con todo mi peso, alzándole del suelo para después volver a estrellarle contra el firme. Noté como aullaba de dolor a la vez que un terrible olor, como a carne descompuesta quemándose me hizo sentir arcadas.
Me separé de él desconcertado. Sin darme cuenta, le había introducido bajo uno de los haces de luz solar que penetraban en la estancia a través de los agujeros de la bóveda. El vampyrus, Quiavarus, se retorció gritando con mil voces mientras su cuerpo, antes inmortal, se consumía hasta convertirse en un amasijo burbujeante y hediondo.
Caminé pensativo por la estancia. Recogí a Mortis Argéntea del suelo y la deje deslizarse en su funda. Después, me senté en el suelo con las piernas cruzadas y las manos en el rostro y lloré.


Es por eso que abandoné Augusta Emérita. Sentí en mi interior que debía buscar por el mundo al resto de criaturas que, al igual que Quiavarus, amenazaban la vida de hombres y mujeres indefensos ante esta maligna estirpe.
Marco Livio me acompañó durante algunos años hasta que murió a causa de unas fiebres en Germania. Desde entonces, he seguido mi camino en solitario dando muerte a esas criaturas por todo el imperio. Ahora, mi profesión me ha traído hasta Persia, la antigua tierra de los magos donde nació este mal y donde espero encontrar a la infernal madre de estas criaturas: la reina Lamiae.
Brunno25 de marzo de 2009

1 Comentarios

  • Nemo

    Continua?... Una hist?ria interesante y que has narrado con sencillez y dejando que uno como lector se imagin? el entorno y otros detalles.
    Espero que continue...
    Saludos muchos!!

    29/03/09 07:03

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