TusTextos

El Caballo de Madera

Cuento infantil, apto para adultos.

Dedicado a todos aquellos que habiendo dejado de ser niños, aún siguen cabalgando un caballo de madera...

Me siento algo abandonado desde que el hermano de Juan recibió una consola en Reyes. Hasta ese momento, la primera visita que hacía al llegar de la guardería era para mí. Se balanceaba durante largo rato sobre mí grupa, imaginando cabalgar por parques y jardines; a veces, como caballero de brillante armadura; otras, como uno de esos vaqueros de las películas del Oeste.
Desde que la consola está en casa, Juan no deja de estar pegado a su hermano mayor, observando su frenético pulsar botones. Esos lamentos metálicos que la consola emite cada vez que un marciano desaparece de la pantalla ––¿morirán realmente?––, atrae mucho más su atención que mí gastada grupa, sobre la que solía cabalgar. Su ya prolongada ausencia, me hace sentir inútil y olvidado…
Hoy, como muchos otros días desde que va a la guardería, Juan ha regresado con más vitalidad que cuando salió de casa. Su madre, cansada de trabajar y enfadada con él, le ha dicho: «¡Juega con el caballito!»
Él, con su media lengua, y sin dudarlo un momento, ha contestado rápidamente: «¡Tero una consola!» Desde el rincón en donde reposo, hace ya demasiado tiempo, he escuchado la respuesta. A fe de caballo de madera, que las lágrimas que no pudieron brotar de mis ojos ––¡los caballos de madera tenemos sentimientos, pero no podemos llorar!––, pugnaron por hacerlo. ¡Tanta fue la tristeza que sentí!
He notado que casi nadie me mira. Juan, ni siquiera me pasa su pequeña mano por las dibujadas crines como antes. Solamente me roza, inconscientemente, cuando pasa corriendo en dirección a la habitación de su hermano.
Su madre, olvidando los servicios que he prestado durante tanto tiempo, me está utilizando para colocar sobre mi grupa viejos trapos y, poco a poco, voy teniendo la triste sensación del abandono.
«¿Habrá terminado mi vida?» «¿Finalizarán mis días en el basurero, como le sucedió hace un año a mi compañero el pato de madera con ruedas?»
Lamento no poder cabalgar de verdad, no tener verdaderas patas para emprender el trote. Mi cuerpo, sigue estando trabado a un ridículo balancín.
Si fuese posible, me escaparía una noche en busca de un lugar donde aún queden niños que, además de jugar con consolas, sepan compartir su tiempo con los caballitos de madera. ¡Claro que conozco los cambios ocurridos en los últimos cincuenta años!
También comprendo que los pequeños se sientan atraídos por esos ruidosos juguetes electrónicos que, por otra parte, exigen de ellos una gran destreza, concentración y buenos reflejos, pero desearía que los juguetes de antaño, pudiésemos seguir siendo útiles y apreciados en su maravillosa y creativa sencillez.
No odio a los juguetes modernos ––¡los caballos y los niños nunca deben odiar!––, pero, sinceramente, y sin ser ellos conscientes, están acelerando nuestra desaparición: la de los soldaditos de plomo, los carruseles de latón, las muñecas de trapo y las peonzas que giran vertiginosamente sobre su afilada punta… ¡Cómo añoro otros tiempos!
¡He de ser fuerte y confiar en que Juan, cansado de eliminar marcianos en la verde pantalla, vuelva a acordarse de mí! Espero que, algún día, recuerde los buenos momentos que hemos pasado juntos...
Como ahora tengo tanto tiempo libre, hace unos días me puse a pensar en la milenaria historia de nuestra raza, la de los caballos de madera. En mi memoria existen recuerdos llegados de no sé donde, que tienen que ver con otros muchos congéneres que jugaron un importante papel en la historia de la humanidad, desde la más remota antigüedad. Fueron importantes y, muy a menudo, se les reconocieron pública y notoriamente sus méritos.
Uno de los más famosos ––mi antepasado el caballo de Troya––, fue protagonista de una de las más hermosas y antiguas historias... Para entrar en una ciudad sitiada sin ser descubiertos, los griegos podían haber escogido la figura de otro animal: una vaca, un toro… ¡No! Escogieron el caballo, símbolo de nobleza, fuerza e inteligencia, para construir uno enorme y, camuflados en su vientre de madera, entrar en la ciudad de Troya, sin ser descubiertos.
Respecto a esta antigua historia, la cual me gusta contar pues me enorgullece ser congénere del héroe, he de confesar que existen serias dudas sobre su veracidad. Homero, el escritor que inmortalizó al caballo de esta historia, también había cabalgado cuando niño sobre la grupa de un hermoso corcel, tallado en madera de olivo de la Tracia. Quizá fue tan feliz sobre él que, agradecido, deseó inmortalizarlo en la «ILIADA».
Gengis Khan, antes de ser el gran conquistador de muchas naciones, temido hasta los más lejanos confines de la Tierra entonces conocida, había forjado su imaginación y carácter de gran jinete, cabalgando sobre la grupa de uno de mis antepasados. Dice la leyenda que nunca abandonó a su caballo de madera y que, aún en las estepas más frías y lejanas, siempre lo tuvo en un lugar preferente de su gran tienda de campaña.
«Gen», como cariñosamente le llamaba su anciana madre, allá en la lejana y fría Mongolia, amaba y respetaba mucho a los caballos, pues sabía que dependía de ellos, de su resistencia y capacidad de sacrificio, para sus grandes conquistas.
El gran Alejandro Magno, cuando niño, era incapaz de conciliar el sueño sin haber cabalgado sobre su caballo de madera durante horas y horas. Aquel corcel de madera de roble, fue mudo testigo de sus primeros ataques de epilepsia. Sobre su grupa, una vez repuesto, imaginaba la conquista del mundo conocido, y la gloria de grandes victorias sobre otros ejércitos. Amó tanto a su caballo que, estando éste enfermo de unas extrañas fiebres, Alejandro durmió durante días en el establo junto a él, hasta que el equino se curó por completo. Como consecuencia de esta estrecha y tierna amistad con su montura, que le había llevado sobre su grupa por muchos países y acompañado fielmente en más de mil batallas, Alejandro se contagió, muriendo pocos días después, aquejado de unas fiebres que los más famosos médicos de entonces no pudieron curar con ningún remedio conocido ––¡vuestros padres os podrán confirmar este extremo!
Una de las últimas voluntades que figuraban en el testamento de Alejandro Magno, dictado durante las últimas noches de calentura, era que su viejo caballo de madera, fuese enterrado a su lado, juntamente con su corona, escudo y espada y que su otro caballo ––mi pariente de carne y hueso––, fuese puesto en libertad, prohibiendo terminantemente que alguien volviese a montar de nuevo sobre su grupa.
Dicen algunos historiadores que Cleopatra, la bella reina de Egipto, se enamoró de Julio Cesar, mucho mayor que ella, al contemplar su marcial apostura de jinete, entrando al trote en la ciudad de Alejandría por él conquistada. Cesar, en alguno ––¡ahora no lo recuerdo exactamente!–– de los muchos escritos que nos legó de sus campañas, reconoce haber aprendido a cabalgar en un caballo de madera, allá en Roma, cuando era un niño.
Pocos saben que, uno de los legendarios héroes de la historia de España: Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido por «El Cid Campeador», conoció a su futura esposa, Jimena, cuando siendo ambos muy niños, coincidieron en una visita al castillo de un familiar de ambos.
Impetuosos y dueños de un carácter fuerte, se enzarzaron en una corta e infantil pelea por cabalgar sobre un hermoso caballo de madera, colocado en uno de los grandes salones. El equino, que había sido tomado como trofeo de guerra en una de las muchas batallas contra los árabes del sur de la Península Ibérica, fue cabalgado por ambos. Se trataba de un ejemplar, negro como el azabache, de tamaño natural, enjaezado con lujosos arneses. Como ambos aún eran muy pequeños, un paje tenía que ayudarles a subirse al caballo.
Pasaron bastantes años, desde aquel episodio, hasta que contrajeron matrimonio. Ambos, nunca pudieron olvidar aquella infantil pelea por montar sobre la grupa del gran caballo árabe de madera.
No es necesario recordar ––¡por lo menos a los mayores!––, que el «Cid», aún después de muerto, ganó la última batalla, cabalgando sobre su fiel «Babieca».
Napoleón Bonaparte, en época más moderna, cuando era un niño de cinco o seis años y apenas media 30 centímetros de altura ––¡la verdad es que nunca fue muy alto!––, se quedaba dormido sobre su caballo de madera, después de haber cabalgado durante horas conquistando imaginarios territorios por toda Europa. Ya entonces, tenía sueños sobre sus futuras proezas como general y emperador de Francia.
Cuando vencido y abandonado por los suyos, los ingleses le confinaron, de por vida, en la lejana isla de Santa Elena, una de las pocas pertenencias que le permitieron llevar, además de algunos libros, papel y pluma para escribir, fue un viejo y descolorido caballo de madera que su padre le había hecho con mimo, allá en la lejana isla de Córcega. Este caballo, acompañó siempre al emperador en su soledad. Cuando Napoleón murió, los soldados ingleses que le vigilaban y admiraban profundamente, comprendieron que aquel juguete tan querido por el emperador, tenía que reposar en la misma fosa que él.
Mucho más recientemente, personajes célebres por razón de su genio creador, gestas heroicas y diversos campos del saber o quehacer humanos, han confesado sin vergüenza haber cabalgado sobre nosotros. Durante sus primeros años, gozaron de la silenciosa y creativa compañía de un caballo de madera que compartió sus sueños, alegrías y miedos infantiles.
Todos, con muy pocas excepciones, han citado a su caballo de madera en alguna ocasión ––en libros, conferencias o conversaciones––, con la misma naturalidad y cariño con que recuerdan a sus padres, hermanos o amigos más íntimos.
Incluso un célebre Papa de la Iglesia Católica ––el sencillo y bonachón Juan XXIII––, en uno de sus memorables sermones del día de Reyes confesó, ante todos los niños del mundo, la deuda de eterna gratitud contraída con el caballo de balancín, construido por su padre con madera de pino alpino. Sobre la grupa de aquel caballo, según el citado Papa, había aprendido a valorar el silencio creador.
Nosotros, los caballos de madera, a través de muchos miles de años, hemos formado parte silenciosa de muchas familias; hemos despertado la imaginación de los niños; hemos sido mudos testigos de los distintos episodios de la vida y, lamentablemente, también hemos visto como nuestros pequeños e imaginativos jinetes se convertían en hombres y mujeres, abandonándonos en un desván.
Hemos escuchado el llanto de los pequeños que, para perder sus miedos nocturnos, acudían a nosotros. Casi siempre, después de una corta cabalgada sobre nuestra incansable grupa por campos imaginarios llenos de flores y alta hierba, quedaban tranquilamente dormidos, agarrados fuertemente a nuestras crines.
Hoy, en este tiempo lleno de juguetes mucho más caros y sofisticados, parece ser que nuestros días están contados; que nuestro futuro será terminar en la basura o, con mucha suerte, seremos una simple curiosidad del pasado, en las vitrinas de un museo de juguetes antiguos.
Juan, después de recibir su consola por Reyes, me visita muy de tarde en tarde. Con la falta de uso, he perdido gran parte de mi movilidad. Cuando inicio mí trote, el balancín emite un ligero chirrido...
Su madre, deseando ganar un poco de espacio en la habitación, ha decidido deshacerse de mí. Él, al enterarse de mi destino, ha opuesto algo de resistencia ––¿aún me quiere?––, pero su madre ya lo había decidido.
Esta noche, apoyado en el contenedor de apestosa basura donde me han abandonado, presiento que mi fin está muy acerca. Estoy realmente aterrorizado. Nunca hasta hoy, había pensado que los caballos de madera pudiesen sentir algo así. Pronto, el camión de la basura con sus enormes fauces trituradoras, pasará por esta calle. ¡Escucho a lo lejos su ruido! Pronto dejaré de ser un caballo de juguete, para convertirme en un montón de astillas que se pudrirán en cualquier vertedero lejano, rodeadas de restos de comida, latas, envases de plástico y ropa vieja...
Me levantan del suelo… El rostro de un hombre mayor se acerca a mí con curiosidad. «¿Habrá llegado el momento final?», me pregunto temeroso.
Me encuentro rodeado de cachivaches en un trastero húmedo y frío, en donde me han dejado arrinconado. No he terminado en las fauces del camión de la basura, pero ¿qué será de mí en este lugar? ¿Me convertirán en leña para la estufa?
Lentamente, con el cariño de quien tiene hermosos recuerdos de la niñez, el hombre mayor va rellenando con masilla las heridas del tiempo, en mi cuerpo de madera de abeto. Con sumo mimo, elimina las viejas pinturas y, después, con mucho cuidado, me pinta de nuevo con alegres colores.
Cuando me contemplo, colocado encima de una vieja mesa para que la pintura se seque, veo un caballo de balancín completamente nuevo. Joven y lozano como cuando salí de las manos del artesano que me construyó hace bastantes años, allá en Alsacia. Me siento orgulloso y alegre por la juventud recuperada e, instintivamente, surge en mi el deseo incontenible ––¿genético quizá?–– de galopar de nuevo, deseando que unas pequeñas piernas opriman mis flancos, insistente y rítmicamente, tratando de imprimir más velocidad a la imaginaria cabalgada.
Me mete en una gran caja de cartón, envuelta en un hermoso papel con motivos navideños. Cuando vuelvo a ver la luz, dos pequeños de cinco y cuatro años, me miran con enormes y asombrados ojos y el rostro feliz por la sorpresa. Su abuelo, orgulloso del trabajo realizado, recordando aquel caballo de madera de su lejana niñez, sonríe también abiertamente. Con evidente cariño, les muestra cómo deben montar sobre mí grupa.
Ahora, después del abandono, el miedo y la incertidumbre, sé con certeza que volveré a ser útil y querido; que alguien volverá a convertirme en su confidente, compartiendo conmigo sus sueños durante largas e imaginadas galopadas por los siempre verdes y floridos campos de la imaginación infantil.
Los dos pequeños, inseguros aún sobre mi grupa, se aferran fuertemente a mis crines...
¡Me acuerdo de Juan! ¿Se acordará él de mí?



© 2009-Fernando J. M. Domínguez González



Canteiro16 de diciembre de 2009

Más de Canteiro

Chat