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El Cuchillo de Cocina

Desde hace algunos años ––¡en realidad los puedo recordar exactamente con días, horas, minutos y segundos!––, lo nuestro se ha convertido en un infierno... Su llegada a casa, ya avanzada la madrugada, es esperada por mí en temerosa duermevela.
Sé, sin lugar a dudas, que una vez traspase la puerta, después de un portazo que hace temblar las paredes, su boca empezará a lanzar insultos; a decirme con voz aguardentosa que viene a casa por inercia; sin desearlo. Me repetirá que cada día que pasa mis arrugas ––¡hoy cumplo 47!–– se notan más y aquella esbelta y apetecible figura de los veinte ––¡cuando él me propuso matrimonio después de un corto noviazgo!––, ha pasado a la historia.
Amargada por sus insultos, poco a poco, me voy abandonando y apenas salgo...
Las pocas amigas que tenía, aburridas de mis continuos lamentos y carácter siempre agrio, se fueron distanciando hasta dejar de llamarme para salir a tomar un café y charlar, como habíamos hecho durante muchos años.
Él, con su puntiagudo estómago, parecido a un balón de rugby, cada vez que me lanza sus reproches se estira para disimularlo. El color amarillento de su rostro y las grandes bolsas bajo los ojos, delatan al bebedor habitual, cuyo hígado empieza a reclamar atención médica urgente.
«¡Tienes una pinta que da verdadero asco!» Me escupe cada noche, desde aquella en que intentó hacerme el amor y el gatillazo fue de órdago… ¡Era uno de tantos, desde hacía ya mucho tiempo! Ahora, cuando llega, se tumba sobre la cama a medio desnudar y, dándome la espalda, tarda escasos cinco minutos en roncar… ¡Nunca volvió a intentarlo! ¡Su «hombría», quedó para siempre en entredicho!
A partir de aquel momento, en que su orgullo de macho quedó por los suelos, mi cuerpo dejó de interesarle y nunca más sus manos lo acariciaron. He de reconocer que a pesar del asco que por él siento, especialmente cuando huele a coñac, aún le deseo… «¿Será consecuencia de la costumbre?», me pregunto extrañada.
Los primeros meses de ausencia de su cuerpo, sentí unos tremendos celos de una imaginaria amante. Me parecía imposible que, de pronto, toda su pasión hubiese desaparecido… Finalmente, opté por achacar a la bebida su desgana por el sexo. Después, con el paso del tiempo, me fui acostumbrando a pensar en otra cosa, a dedicarme a mis propias y escondidas caricias que me hicieron descubrir facetas hasta entonces desconocidas de mi propio cuerpo, acostumbrado hasta entonces, a ser despertado por él… ¡Comencé a no echarle de menos!
Una de mis amigas, tartamudeando mientras intentaba decírmelo, me llamó por teléfono para desvelarme la infidelidad. Ella ––¡seguramente mucha más gente también!––, había visto a mi marido con una chica joven casi todos los fines de semana. Los había visto en una discoteca, amartelados como una pareja de tortolitos.
Sentí rabia, celos, asco y ganas de insultarle, pero, bien pensado: «¿serviría de algo?» «¿Realmente me interesaba recuperar aquella basura de hombre?» Hoy, pasado el tiempo, creo que opté por la mejor solución: ¡ignorarle!
Son casi las cuatro de la madrugada, cuando el portazo me anuncia su llegada. Viene más alegre de lo habitual… El olor a coñac, mezclado con el del tabaco rubio y un perfume barato de mujer, lo impregna todo.
––¿Lo has pasado bien con tu novia? ––la pregunta, a bocajarro, parece despejarle. Su cara muestra un rictus idiota que hasta hoy nunca había visto en él.
––¿Qué novia? ––su pregunta, soslayando la respuesta, me confirma lo que ya sé––. Sin iniciar ningún tipo de discusión, sobrio de pronto, se va hacia el dormitorio. Sabedora de mi victoria, sigo insistiendo en la pregunta, una y otra vez… ¡Deseo humillarle!
Machaconamente, sin dejarle cerrar los ojos, al pie de la cama, le digo lo mucho que le odio, el asco que me produce y mi deseo de que se marche de casa cuanto antes. Me encuentro lanzando tacos nunca antes pronunciados, insultándole e incluso zarandeándole mientras intenta dormir. Su silencio, seguido de un fuerte ronquido, me advierte de la inutilidad de mis esfuerzos...
Cuando se levanta para desayunar, allí estoy en bata de casa esperándole en la cocina… «¿Has dormido bien, amor mío?», le pregunto con evidente «mala leche». La ironía y mi mueca de profundo asco, deben causarle extrañeza. Parece sorprendido, como si la que estuviese enfrente fuese una extraña...
«¿Qué quieres?» Su pregunta, con tono chulesco y mirándome a los ojos pretende, como en tantas otras ocasiones, forzar mi silencio por medio del miedo. Extrañamente, en lugar de atemorizarme, me voy creciendo. Ha llegado la hora de resarcirme de tantas humillaciones, de tantos insultos, de sus golpes y de tantas miradas llenas de desprecio...
Ahora, mirándome como extrañado, incrédulo ante mi inesperada valentía, enfrentándome a él, seguramente está descubriendo a la mujer que nunca sospechó existiese...
––¡Quiero que salgas de esta casa cuanto antes! ––exclamo con firmeza, sin dejar de mirarle––. O te vas por las buenas, divorciándonos de mutuo acuerdo o, de lo contrario, la cosa te saldrá mucho más cara… ¡Tú verás!
Él, como impulsado por un resorte, se levanta e intenta darme un bofetón. El cuchillo de cocina, su hoja brillante y curva, está a punto de pinchar su incipiente y puntiaguda tripa de cincuentón. Retrocede rápidamente unos pasos, como desconcertado; su cara de chulo se descompone. Su mirada, hace unos instantes retadora, es ahora huidiza como deseando no enfrentarse con la mía.
––¡No vuelvas a intentarlo, cabrón! ––digo mirándole fija y amenazadoramente––. ¡Si intentas tocarme, te hundo el cuchillo en la tripa!
No es la primera vez que me pega o intenta hacerlo. Durante los últimos años, además de los repetidos insultos y vejaciones, he sufrido empujones, bofetadas y repetidos golpes en la espalda, además de alguna que otra patada.
Se da media vuelta para entrar en la habitación y sacar una maleta del armario…
En la cocina, empuñando aún el cuchillo fuertemente, soy incapaz de dominar el temblor de mis piernas. Me siento, con el cuchillo aún en la mano, hasta hacerme daño apretándolo. ¡Así permanezco hasta escuchar el portazo!
Después de cambiar la cerradura y hablar con mi abogado, llamo a mis amigas: a todas las que me habían dejado de lado por culpa de aquel estúpido. Durante unos meses, con un frenesí para mí hasta entonces desconocido, salimos, cenamos y charlamos hasta el amanecer. Hablamos de los hombres y, he de reconocer, que nos pasamos dos leguas… Sé que todos no son como mi ex, pero ya se sabe…
Él, después de acceder al divorcio de mutuo acuerdo, con inesperada mansedumbre, no ha vuelto a llamarme. Sé, por algunas amistades comunes, que ya no sale con aquella chica. Ahora, según me cuentan, se le suele ver por los bares de la parte vieja de la ciudad, con una eterna copa de coñac en la mano y hablando a gritos con una imaginaria mujer...
Nunca olvidaré sus ojos durante aquel segundo en que el cuchillo de cocina rozó su tripa. En ellos, pude leer sorpresa, miedo y vacilación, pero, muy especialmente, incredulidad. Mi mirada, en aquellos momentos, que aún recuerdo hoy como la mayor hazaña de mi vida, debió indicarle una determinación que no dejaba resquicio a la duda.
Cada vez que recuerdo mi ademán de clavarle el cuchillo ––¿habría sido capaz de hacerlo hasta la empuñadura?––, me siento libre y, desde luego, mucho más fuerte que nunca. «¡Ningún hombre volverá a humillarme como él lo hizo!», me digo, constantemente.
Hoy, como casi todas las semanas, he ido a la peluquería a hacerme las mechas. También he ido al gimnasio, en el que durante los meses siguientes al divorcio, he dejado casi 15 kilos de mi matrimonio. ¡Según mis amigas, hoy podría ligar a Robert Reford!
Tumbada en el sofá, mientras sigo un conocido programa de televisión sobre historias de mujeres maltratadas por sus parejas, miró sonriendo hacia la cocina; hacia la encimera donde reposan los cuchillos.
Reconozco que desde aquella terrible escena, no soy la misma. Para justificar aquel arranque de furia de entonces, me gusta recordar la frase de un cirujano en un reciente programa de televisión: «A veces, cuando no hay otras alternativas terapéuticas, se hace necesario recurrir a la cirugía». Yo opté por ella y, sinceramente, no me fue nada mal… ¿Te animas a hacer lo mismo?


© 2009-Fernando J. M. Domínguez González




Canteiro08 de enero de 2010

1 Comentarios

  • Enana

    me encanta este texto =)

    09/01/10 10:01

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