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Xilgaro (jilguero)

Nació en la estación que, con sus gélidas noches, convierte las desnudas ramas de los árboles en inmóviles brazos cubiertos de blanca escarcha...
Como sucedía desde tiempos inmemoriales en aquella aldea perdida en la montaña, salió a la primera luz ayudado por una vieja comadrona que había hecho lo mismo con todos los habitantes del lugar menores de cincuenta años... La señora Ramona, cuando las preñadas no podían resistir más el peso de sus abultados vientres, frotaba su tensa piel con grasa de gallina. Según ella, aquel ungüento, consistente y de ligero color amarillo, contribuía a que la piel no se cuartease y, también, a que el bebé se sintiese más cómodo en sus últimos días de oscuridad.
Al igual que todos los que allí nacieron desde por lo menos 500 años antes de Cristo, Xílgaro estaba predestinado para los duros trabajos del campo y el pastoreo. Cuando sus piernas tuvieron la suficiente fuerza para subir hasta la montaña, conducía el escaso rebaño familiar compuesto por una vaca y dos cabras, hasta los pastos que crecían verdes bajo el umbrío y verde dosel de los viejos robles y castaños de la ladera.
Allí, acompañado por una sonora cohorte de mirlos, petirrojos, pardillos y jilgueros, fue donde aprendió a silbar ¡y cómo silbaba! Cuando iniciaba sus trinos, los mirlos callaban y los jilgueros se acercaban creyendo escuchar a uno de los suyos. ¡Tal era su maestría! Sus trémolos, llenos de matices, eran soberbios y prolongados. Sin verlo, nadie diría que se trataba de un humano, sino de un pájaro desconocido, dotado de un inacabable repertorio.
Era tan hermoso y lleno de cadencias el sonido que salía de sus labios, que muy pronto la gente del lugar, aficionada a poner motes a todo el mundo según su oficio, defecto o aptitud, le bautizó con el sonoro nombre de: «Xílgaro» que, en la sonora y cantarina lengua de aquellas tierras, significa jilguero.
Xílgaro, no era ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, sino más bien todo lo contrario. Cuando comenzó con el pastoreo de la escasa cabaña familiar, apenas llegaba su cabeza a las ubres de la vaca. Xiada, que así había sido bautizada por haber nacido una noche en que la helada había teñido de blanco los campos, se pasaba gran parte del día espantando con su largo rabo las numerosas moscas que aterrizaban en su lomo. Cuando Xílgaro entraba en la cuadra para llevarla al monte, le miraba maternalmente y sin pestañear, con sus grandes ojos redondos.
Con el paso del tiempo, Xílgaro, se fue convirtiendo en un mozalbete desgarbado y larguirucho que, con cada año transcurrido, parecía haber ganado en desparpajo. Ya no era el tímido chiquillo que antaño huía de la cercanía de las niñas... Ahora, las seguía para contemplar sus apenas esbozados senos, agacharse para observar sus larguiruchas piernas y decir piropos que siempre tenían que ver con el mundo que le era más cercano:
––¡Guapa! ¡Si fueses vaca me gustaría pastorearte! ––exclamaba con su recién estrenada voz de adolescente, sin saber muy bien el alcance de lo qué decía.
Otro de sus piropos preferidos, especialmente cuando la chica era mayor que él:
––¡Por ti sería capaz de ir voluntario a la guerra de Cuba! ––decía hinchando su estrecho pecho marcialmente, ignorando que la dichosa guerra había terminado hacía ya mucho tiempo.
Las quejas sobre la conducta de Xílgaro eran continuas. Los progenitores de las niñas a las que Xílgaro perseguía, temían que estas fuesen escandalizadas por los cada vez más atrevidos piropos del jovenzuelo y, lógicamente, se quejaban a los padres del muchacho que, invariablemente, era castigado con: azotes, palmadas en el culo y largos y dolorosos tirones de oreja...
––¿No sabes hacer otra cosa que decir burradas? ––preguntaba su padre dándole un buen pescozón––. ¡Todo el pueblo habla de ti!
––¡No puedes ir por ahí haciendo el tonto! ––le decía su madre tirándole de las orejas.
En la escuela, fría y con un descolorido mapa de España como único decorado en su encalada pared, Xílgaro parecía estar siempre ausente, con la mirada perdida en algún lugar lejano. Sus pensamientos estaban lejos en la montaña, a donde iría con su pequeño rebaño una vez terminada la clase. El maestro, empuñando la amenazadora vara de mimbre en su mano derecha, preguntaba:
––¡Vamos a ver, Xílgaro! ¿Con cuántas carabelas descubrió Colón América?
Xílgaro, después de mirar a todos sus compañeros, pidiendo ayuda, exclamaba, con escaso convencimiento:
––¡Con cuatro, maestro! La Pinta, La Niña, La Mayor y La Abuela de María ––terminaba frunciendo interrogante el entrecejo.
La vara de mimbre, zumbido en el aire primero y después agudo dolor en la espalda, caía sobre él una y otra vez...
––¡Burro! ––exclamaba el maestro––. ¡Si en lugar de silbar estudiases más, mejor te iría!
––¿Cómo se llamaba el que gritó: «¡Tierra a la vista!»? ––de nuevo el maestro probaba suerte con el despistado muchacho.
––¡Tirano de Rodrigo! ––respondía rápido con la certeza de haber dado, esta vez, con la respuesta correcta.
La vara de mimbre, silbando sobre su cabeza rapada, anunciaba el nuevo golpe...
Xílgaro, a pesar de su falta de atención en clase, su obsesión por las niñas y su eterno silbido, no era torpe ni mal chico... ¡Simplemente un poco más despistado y travieso que los demás!
Su buen corazón se manifestaba en las pequeñas cosas... Nunca deshizo un nido; limitándose a buscarlos para admirar la delicada arquitectura de los mismos o, cuando ya el verano estaba en su ecuador, contemplar como los pequeños pajarillos practicaban sus primeros vuelos. ¡Nunca mató o maltrató a ningún ser vivo, pues a todos admiraba y respetaba! ¡Hasta las culebras, arañas y lagartos gozaban de su protección!
Mientras la vaca y las cabras pastaban, él se dedicaba a practicar su silbido imitando a mirlos y jilgueros. Tumbado con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, pasaba las horas silbando y soñando. Era tal la perfección de sus trinos, que muchos de los alados habitantes del bosque, callaban para escucharle...
Xiada, la vaca con ojos redondos y maternales, no era muy aficionada a la música pero, cuando Xílgaro silbaba, su rabo tenía otra cadencia al espantar las moscas. Era como si los trinos de su pequeño amo, hiciesen más llevadera aquella molesta y rutinaria tarea.
El accidente ocurrió un mal día cuando Xílgaro, ansioso por llegar hasta un nido de tórtola en lo más alto de un roble, subió más de prisa de lo normal, sin fijarse en la consistencia de las ramas, cayendo desde una considerable altura...
Quedó sin sentido durante un buen rato, rodeado de las curiosas cabras que no dejaron un solo momento de balar. Xiada, al ver a su joven amo de aquella guisa, también se acercó al lugar y comenzó a lamer su cara con su enorme y carnosa lengua.
Cuando despertó de la conmoción, las estrellas habían tomado el relevo al Sol en un cielo completamente azul. Xiada, tumbada a su lado, como queriendo darle calor, dormitaba... Las cabras, insaciables, continuaban devorando las cercanas retamas.
––¡Xílgaro! ¡Xílgaro! ––las voces llegaban a él desde distintos lugares del bosque––. ¡Xílgaro! ¿Dónde estás?
Entre las muchas voces que le llamaban, pudo reconocer las de sus angustiados padres... Quiso gritar, pero la voz no salía de su garganta. Notó un fuerte dolor en el pecho... Pensando en que no podrían encontrarle, despertó su miedo a quedar toda la noche en el bosque. Los lobos, a los que nunca pudo ver, pero de los que había escuchado estremecedoras historias, podrían oler al ganado y atacarle...
Haciendo un gran esfuerzo, se sentó y juntando sus labios, comenzó a silbar como sólo él sabía hacerlo... Su silbido, primero débil y después trino hermoso, pero con tono muy bajo, hizo despertar a los pájaros del bosque... El mirlo, con su potente trino de tenor... El jilguero, con su penetrante y bien timbrada voz de vicetiple... El petirrojo, con su canto de soprano. Incluso el viejo y huraño búho, con su repetitivo y poco agradable canto, se unió al numeroso y bien afinado coro...
Todos al unísono, repetían y amplificaban el débil silbido de Xílgaro. En poco tiempo, el lugar del bosque en donde se encontraba, maltrecho y dolorido, se convirtió en una sala de conciertos nunca imaginada.
Cuando llegaron hasta él, asombrados por escuchar en medio de la noche el canto de los pájaros, Xílgaro aún silbaba débilmente y estaba a punto de desmayarse por el dolor.
Desde entonces, recuperado ya del susto, cuando pasa por las calles del pueblo todos le piden que silbe. Él, lleno de orgullo, lo hace imitando a los habitantes del bosque con verdadera maestría.
Ninguna chica huye ya de él. Lo más curioso de todo es que, desde que llevó aquel tremendo golpe, ha dejado de decir torpes piropos y su memoria parece haberse vuelto prodigiosa...
––¡Xílgaro! ––el maestro pregunta––: ¿Qué puedes decirme sobre la guerra de la Independencia?
Él, muy seguro de sí mismo, responde hinchando el pecho:
––El 2 de mayo de 1808, cansado el pueblo de Madrid de soportar la ocupación de las tropas napoleónicas, se levantó contra ellas. La lucha contra el ejército francés se extendió a todo el territorio nacional...
Y así, hasta recitar de memoria cuatro o cinco páginas de la historia de España, sin omitir una coma....
––¡Muy bien! ¡Muy bien! ––el maestro, admirado, se muestra orgulloso de él––. ¡Aprended de Xílgaro!
––¿Con cuántas carabelas descubrió Colón América? ––pregunta el maestro, queriendo comprobar que no se trata de una casualidad.
––Con tres, maestro: La Pinta, La Niña y La Santa María ––contesta rápido para, añadir a continuación: El que gritó «¡Tierra a la vista!» era Rodrigo de Triana.
Sus padres están mucho más tranquilos, al ver que el comportamiento de Xílgaro es mejor... ¡Solamente se enfadan un poco, al llegar la noche!
Xílgaro, apoyado en el alfeizar de la ventana, observa el estrellado cielo y silba durante horas... Al otro lado del valle, en el frondoso bosque, cientos de pájaros le responden alegremente... Sus padres, despiertos hasta altas horas de la noche por aquel coro de silbidos, no pueden hacer otra cosa que exclamar resignados: «¡Así no hay quién duerma!»



© 2009-Fernando J. M. Domínguez González










Canteiro13 de diciembre de 2009

1 Comentarios

  • Voltereta

    Sin lugar a dudas una historia preciosa y llena de imaginación, pero sinceramente anclada a la relidad natural y a los instintos más primarios, es conmovedora tu forma de plasmar la realidad, tienes una forma de escribir muy interesante.

    Leí tu texto de la navidad, y sin duda me dejaste pensativo, eres un gran observador y sabes dar una hermosa dimensión a tus escritos.

    Hacia falta en la página un buen observador, capaz de mostrarnos la realidad de forma bella, tu lo haces y muy bien sin duda.

    Me ha gustado mucho leerte.

    Un saludo.

    13/12/09 04:12

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