Tropiezo, frente a frente, con el muro antes blanco hoy gris donde la mano trazó un surco que hoy sólo es ceniza; con el árbol antes verde hoy marrón donde la navaja sangró la savia para grabar una flecha que hoy sólo es diafragma; con la chapa de la dirección prohibida antes roja hoy violácea donde la imagen dejó su corazón metálico que hoy sólo es óxido promovido al olvido... y es que cuando genero el ansia de saber qué fue me quedo con el amargo retamero de tropezar con el grafiti reseco, con la flecha quebrada, con el óxido jubilado...

Me adentro en el muro, como queriendo penetrar en la parte de su doble vertiente (la del ayer de luna creciente y la del hoy de luna menguante) para dentro de ella ya no esperar nada. Más adentro de todo ya no hay que escapar de nada porque sólo deambula por su superficie un baile de vidrio (quizás un vals con la luna llena) donde uno sólo es personaje bañado por el todo y con olor a pachulí con intervalos corporales en el río de sangre y linfa.

Miro al árbol quebrado por el rayo de tempestuosa tormenta y veo la flecha rota. Ella se llevó sus iniciales en la punta y la arrebató al suelo y la elevó al aire y la mezcló con las alas de una fantasía ya lejana. El caso es que ella ya no está en este semitronco dondé él todavía mantiene sus iniciales en las plumas de la flecha, como esperando a que el ave vuelva a reponerla en su cuerpo alado.

Contemplo la chapa de la dirección prohibida y el corazón mediático yace en su afán por pertencer al otro lado. Mis dedos de araña rozan la superficie de todo el cortejo y se queda asida a una liturgia del tiempo.

Toda inscripción es un vericueto postergado de candentes convicciones que quedaron colgándose en las horas del crepúsculo y ya (y para siempre) la ceniza, el rayo y el óxido, la han desmadejado en una planicie de misterio que queda anclado en ese tiempo donde la luna pasó de creciente a menguante y a la sombra del sol se quedó convertida en polvo enmudecido del recuerdo.

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