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Pims

Me enamoré tontamente de ella. Luis estaba narrando la última anécdota sucedida con Isabel, la chica del Kalentown que juraba y perjuraba no tener hormonas en los pechos… Carlos rumoreaba, bajito, los sones de una canción de Ana Belén… y yo estaba intentando descifrar qué era eso del enigma de los ojos de una bella mujer. Por supuesto que ella sabía que era simplemente imaginación el hecho de que fuésemos tres pilotos de aviación recién llegados de la Academia de Zaragoza y también sabía que nosotros tomábamos a sueño ilusorio el que fuese la amante de un famoso torero y éste le hubiese contagiado tanto el amor por la fiesta taurina que ya tenía previsto debutar como novillera en la Plaza de Toros de Valencia dentro de un mes. No era cierto. Tampoco era cierto que había rechazado un papel trascendental en una película de un director norteamericano que se había prendado de su espectacular apariencia física.

Cansados de seguir contándonos imaginaciones alternadas con piropos para hacer más fácil la comunicación, decidimos jugar la consabida partida de dados. Ni los “negros” ni los “rojos” decantaron la partida hacia ningún lado concreto. Jugar a las “jotas” siempre termina con un baile de encrucijadas hacia ningún lugar y los ases y reyes no aparecieron por ninguna parte. A nosotros aún nos faltaba mucho camino por recorrer para llegar a la cima de nuestras inquietudes y allí nadie éramos reyes de nada. Sólo ella era princesa fundamental de la noche y por eso, como siempre, nos jugamos a las “damas” el todo o nada…

Y como al cantautor, también a nosotros nos dieron la una… y las dos… y las tres… hasta que la niebla cubrió por completo toda la calle de Sancho Dávila y fue entonces cuando entró en el Pims el grueso y sudorífero banquero con su larga lengüeta de los billetes de a mil, oliendo a perfume sobreabundado entre los sobacos del sudor enchalecado con hebillas de plata y contando chistes de buitre en pos de la gaviota. La miré a los ojos y vi en ellos saudades, múltiples saudades, mientras los míos se cubrían de sombras de ceniza de un Fortuna mal consumido. El cubata de ginebra se quedó eculubrando fantasmas sobre la barra cuando el barrigón banquero la atrajo sobre sí y entonces fue cuando decidimos que la partida de dados había concluido con las “damas” perdidas en medio de la niebla.

Aquella niebla de Sancho Dávila se nos apretó aún más en el alma cuando llegamos a la Plaza de América Española y entonces, en medio del desconcierto de la luna, deseé profundamente, igual que el cantautor, tener un buen lote de piedras justicieras para hacer añicos el cristal del Banco Hispano Americano.

Al día siguiente muchos compañeros de oficina me miraron mal cuando dije en voz alta y clara que los empleados de banca sólo éramos chupatintas al servicio de chupasangres. Me quedó el suave consuelo de comprobar que aquellos que me miraron mal son los que nunca han descubierto la infinita poesía que existe en los ojos de una mujer de la que tontamente nos hemos enamorado.




Diesel26 de junio de 2009

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