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Sígueme

Juan llegó hasta la esquina donde los vagabundos borrachos dormitaban con las latas de cerveza disparadas al centro de sus neuronas. Juan pasó de largo, pisando colillas de cigarrillos que todavía humeaban en el suelo de losas encendidas por los rayos de la luna. Procuraba Juan pasar desapercibido ante la presencia de varios ojos que lo vigilaban.

Juan siguió caminando hasta toparse con un viejo letrero de hojalata clavado en el tronco de un robusto árbol. El letrero era un simple "Sígueme". Y Juan, que llevaba días sin rumbo, decidió seguirle.

Pasó por una vieja casona donde una mujer, gorda y entrada en años, le hizo un gesto invitándole a entrar...

- Joven valiente... sígueme...

Hipnotizado por una sensación de potencia superior a su capacidad de entendimiento, Juan entro en la vieja casona.

Había allí un olor a naftalina que se intoroducía, potente, en la pituitaria de Juan. Era una sala amplia, llena de cojines desparramados por el suelo. Se encontraba encendido una especie de jarrón relleno de pachulí. El olor del pachulí penetró dentro de la pituitaria de Juan mezclándose con el olor de la naftalina. Y Juan sintió una especie de vértigo. Ante él se encontraba una translúcida cortina blanquecina tras la cual se adivinaba una figura de mujer. La señora gorda y de ojos hipnotizadores siguió hablando...

- Sígueme... sígueme... - y descorrió levemente una pequeña porción de la cortina blanquecina. La suficiente porción como para entrar una persona...

Juan entró en la habitación. Encontró a una bellísima joven totalmente desnuda, con los largos cabellos rojos sueltos hasta las caderas. Tenia unos ojos tan verdes que parecían dos esmeriladas estrellas. La boca fresca, jugosa, recién pintada de carmín granate. Su nariz era pequeña y hacia perfecta combinación con dos labios muy finos que parecían las líneas trazadas por un pintor del naturalismo idealista. La frente despejada sobre la cual caía un mechón de aquel cabello rojo que estaba suelto hasta las caderas.

Vió unos senos duros que acababan en unos pezones negros como puntos simbólicos de un Mondrian hecho mujer. Los senos parecían bailar el Vals de los Patinadores; ese vals que tanto adoraba Juan.

Las caderas anchas daban inicio a unas piernas largas y tan bien torneadas que parecía que las había esculpido Rodin. Y el pubis aparecía como volcán en movimiento. Pensó en Rodin y en Miguel Angel y en Velázquez y Renoir. Aquella niña-mujer era todo arte plástico.

- Sígueme... - dijo la escultura viviente

Y Juan siguió a la idílica chiquilla que le condujo a un pequeño habitáculo donde la cama era el centro del universo. Alrededor giraban las consolas, los estuches dorados de los objetos femeninos, el lavabo limpio y blanco, tan limpio como una estrofa de Juan Ramón Jiménez. De pronto, sin saber por qué, se acordó de su esbelto perro Ciro... el perro grande y negro que había dejado en la casa... no sabía por qué relacionaba a Ciro con aquella especie de sueño.

Sólo sucedió el milagro que acontece en todas estas ocasiones. La joven abrió la boca y Juan pudo besarla apasionadamente mientras acariciaba los senos mórbidos y sedosos. Los pezones de la escultura viviente se irguieron hasta quedar completamente ardientes...

Juan comenzó a besar a la figura corporal mientras ella le acariciaba el cabello, el rostro, el cuello, la cintura.

Juan mordió lentamente el cuello de la joven mientras ella tomaba el órgano sexual y comenzaba a jugar con su lengua...

Después fue toda una explosión volcánica de placeres mutuos donde ambos conjugaban la acción activa al unísono. Cuando la penetró todo un mundo de estrellas explotó dentro del cerebro de Juan. El olor a pachulí era ahora más intenso. Se escuchaba, de fondo, una serenata de Schumann.

Jamás Juan había hecho el amor de forma tan auténtica.

- Sígueme - intervino la señora gruesa que había entrado en la pequeña habitación.

Juan, completamente desnudo, siguó a la señora que le condujo hacia un patio trasero y después a un jardín lleno de jazmines. Abrió la cancela del jardín y empujó a Juan hacia la calle.

Juan volvió a su hogar completamente desnudo bajo la luz de las estrellas. Esta vez no pasó por la esquina de los vagabundos borrachos y el suelo lleno de colillas de cigarrillos todavía humeantes; sino que paseó su desnudez por entre las estatuas de mármol de los reyes visigodos que le miraban con aire de juicio final.

Y llegó a su dormitorio. Y se desplomó sobre las sábanas verdes... verdes... verdes como los ojos de la joven estatua viviente con quien había hecho el amor bajo el sopor del pachulí y entre la melodía lejana de Schumann... y se quedó dormido mientras el fiel Ciro le miraba atentamente...

Y en el sueño una voz de mujer gruesa y con ojos hipnotizadores le decía.:

- Sígueme.

Diesel03 de abril de 2009

4 Comentarios

  • Lya

    uff... ?qu? relato tan intenso!

    Ahora, cada vez que regreso a mi casa, acostumbro fijarme si en esa esquina m?a hay un peque?o letrero.

    Me ha gustado much?simo.
    Saluditos sinceros

    03/04/09 06:04

  • Lya

    03/04/09 06:04

  • Ateo

    muy buen relato. la verdad me ha gustado mucho.

    03/04/09 06:04

  • Diesel

    Abrzos amistosos `para Lya y Ateo. Gracias por vuestro comentarios.

    03/04/09 09:04

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