Cuando comenzó, todos, absolutamente todos, nos sentimos en presencia de un momento increíble, único, tal vez irrepetible; para algunos así lo fue. Pero, más allá de todo lo que estaba en juego y de nuestro presente totalmente contrario a lo que pasaba allí, a pocas cuadras, nos sumamos a la algarabía popular y pusimos nuestro corazón en aquella fiesta carnavalezca y absurda, aunque exitante. Tal vez lo hicimos para evadirnos, nomás por unos instantes, de la realidad, o quizás por esa maldita costumbre del ser humano de adaptarse a situaciones límites y querer continuar adelante, más no sea sobreviviendo mientras caminamos hacia lo inevitable.
Hacía muchos días que no veía una luz pero esa tarde de Julio la televisión se encendió sólo para nosotros.
De a ratos la tensión bajaba y amenazaba con dejarnos sin el postre. La pequeña lamparita que alumbraba el cuarto no aguantó demasiado y estalló. La tensión continuaba irregular y la visión de la pantalla se desvanecía y volvía a ala normalidad; parecía respirar...
Pasó un rato largo hasta que llegó la explosión. La calle hervía y el rumor de cuerpos hechando descargas de rabia y furia contenidas y alegría desbordante árrivó a nuestro recinto. Lastimó mis oídos.
Pero nunca olvidaré ese grito que retumbó en todo mi ser y que paralizó mi mente por completo.
Al mismo tiempo la tv se descompuso del todo. Quedamos a oscuras y no existía más que aquel grito. Todo era un grito. No era el festejo del gol de Kempes; Hernán había dejado en el aire las últimas partículas de aire que quedaban en su cuerpo, petrificado por la descarga de la picana eléctrica.
