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Aquel Día

Aquel día no se diferenciaba en nada a sus predecesores, el despertador sonó a la misma hora que lo hacía habitualmente, te miré, estabas dormida, inicié mi rutina diaria, ducha, selección de la ropa, desayuno, lavarme los dientes, vestirme y a la calle.

Saludé amable a la chica que limpia el portal, el autobús llegó, como siempre, con retraso, me senté en el único asiento disponible, saqué un libro, respiré profundo y comencé a leer.

En apenas cuarenta minutos llegué a mi destino, un edifico situado en el centro de la ciudad, antaño fue sede de importantes compañías, de lujosas recepciones, de eventos de altísimo nivel, pero la falta de inversión, ha dejado que el paso del tiempo se refleje con inusitada crudeza. Cortinajes pasados de moda, sillones desgastados, asmáticos ascensores, escayolas decimonónicas, mostradores carcomidos. Es, en definitiva, el paradigma de la decadencia.

Nada más entrar por la oficina, mi jefe me espera para darme las instrucciones de rigor, las mismas que por otra parte me dio la semana pasada, la anterior a la pasada, y la anterior a la anterior. Es buena persona, no demasiado preparado, pero extraordinariamente responsable, no me desagrada trabajar para él.

Alguna llamada, un par de problemas que resuelvo sin demasiadas dificultades, las habituales confesiones a la hora del café, charlas con los clientes, comida con un proveedor, en fin, lo normal.

De nuevo mi jefe solicita mi presencia, acudo lo antes posible a su despacho, me pide unos contratos, los busco sin éxito, tras unos momentos de pánico, soy algo despistado y no descarto haberlos perdido, recuerdo que los llevé a casa para estudiarlos con detenimiento. Mi comprensivo superior, entiende el problema, pero los necesita urgentemente.

Consigo parar un taxi, le indico la dirección y le solicito que me lleve lo más rápidamente posible, nunca me arrepentiré tanto de aquella indicación.

El conductor exprime las marchas del coche una tras otra, con el consiguiente balanceo hacia delante y hacia atrás, las curvas las traza con bastante violencia, lo que me obliga a ponerme el cinturón de seguridad para no ir de un lado a otro del asiento, todas las frenadas parecen de emergencia, y me sorprende la facilidad con la que sortea a los vehículos que circulan muchísimo más lento que nosotros.

Un lacónico “Hemos llegado”, y una sonrisa, que refleja la satisfacción del deber cumplido, anuncian que el suplicio ha terminado, dejo al imprudente conductor una excelente propina y me despido con frialdad.

El portal está abierto, y el ascensor espera en el vestíbulo, subo y pulso el botón del octavo piso, las portezuelas interiores se cierran y comienza la ascensión, silbo lo más bajo que puedo unas pegadizas melodías, mientras observo como el indicador pasa del 2º al 3º, del 5º al 6º hasta detenerse en el 8º.

Salgo del ascensor, busco las llaves en el bolsillo interior derecho de la chaqueta, las saco ruidosamente, meto la llave en el bombín y ante mi sorpresa la puerta de se abrió con tan sólo un giro.

Aquel día, que parecía ser exactamente igual que los cientos de días anteriores, dejó de serlo en ese mismo instante, la televisión estaba encendida, apenas tuviste tiempo de correr hacia el cuarto, mientras el que siempre creí amigo de toda la vida, tapaba con sus manos su desnudez. Busqué los contratos, entre súplicas de perdón, entre llantos y sollozos, volví a la oficina.

A la mañana siguiente sonó el despertador, a la misma hora que lo hace siempre, inicié mi rutina diaria, te miré, pero no estabas, los días jamás volverán a ser los mismos, nunca más.
Fernandoj05 de marzo de 2012

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