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¡manchas, una Solución Quiero!

El inspector no podía creer lo que leía a través de sus lentes tintadas. El informe forense no dejaba lugar a dudas: aquella mujer tenía un grupo sanguíneo desconocido y el análisis de tejidos del extraño atuendo blanco que portaba no fue capaz de determinar la naturaleza del material. En lo que a él respectaba, aquel cuerpo rígido en él depósito ya merecía una investigación aparte, pero eso ya era tarea de la policía científica; su trabajo era interrogar a la sospechosa de su asesinato.

Era una ama de casa con un expediente limpio, en el barrio nadie pensaba mal de ella y se la tenía como una mujer decente, buena esposa y mejor madre. Sin embargo allí estaba, esposada en la sala de interrogatorios y con un bozal para personas como el que llevaba Hannibal Lecter en El silencio de los corderos. El inspector jamás pensó que ese tipo de bozales existieran en la realidad, hasta que leyó en el informe de actuación como aquella mujer seccionó la yugular de un mordisco a uno de los siete agentes que hicieron falta para arrestarla.

Tras el falso espejo de la sala de interrogatorios se la veía serena allí sentada, sin moverse ni pestañear siquiera. "En peores plazas hemos toreado", pensó el inspector, por lo que apuró su copa de coñac de un trago y entró decidido en la habitación junto a la sospechosa. Ella no reacciono, permaneció inmóvil en la silla si bien el sonido de su respiración a través del bozal le inquietó pues sonaba como el siseo de una serpiente.

—Si te quito esto —dijo señalando al bozal—, ¿te portarás bien?

El inspector obtuvo de la sospechosa un gruñido de su embutida boca que sólo pudo interpretar como un "sí". Con mucho cuidado, el inspector desabrochó las bridas que mantenían el bozal amarrado a su cabeza y lo extrajo muy despacio, dejando que la vejiga que aprisionaba su lengua saliera suavemente de sus labios. Como se esperaba, la mujer tosió mucho tras serle retirada la mordaza y el inspector la ayudó a beber un vasito de agua que ella apuró agradecida. Cuando pareció calmarse, el inspector tomó asiento al otro lado de la mesa dejando una grabadora y una carpeta con una copia del informe.

—Muy bien, señora Álvarez, supongo que no hará falta que le explique lo delicada que es la situación —comenzó diciendo el inspector—. Está acusada formalmente del asesinato de la mujer desconocida que encontraron en mitad de la cocina de su casa —el inspector prefirió pasar por alto los detalles revelados en el informe forense—. ¿Por qué no me cuenta usted misma su versión de los hechos?

La señora Álvarez se quedó pensativa mirando hacia el suelo, en un intento por evocar lo que sucedió aquella mañana. Por un momento pareció que se había quedado estancada, hasta que el final sus labios se movieron.

—Estaba preparando el almuerzo como cada mañana en la cocina de mi hogar cuando en un descuido me manché la blusa nueva con aceite —finalmente dijo ella—. Por poco me da un ataque de nervios, pero antes de que pudiera gritar de rabia un fogonazo me dejó ciega junto a la encimera de la cocina.
>>Cuando recuperé la vista, ella estaba allí. Llevaba un traje blanco inmaculado y un tocado ridículo sobre la cabeza -la señora Álvarez se revolvió en su silla mientras contaba esto último-. Yo le pregunté quién era y qué quería de mí.
—Entiendo —respondió el inspector—, ¿y ella le dijo algo?
—Textualmente ella me dijo: ¡Hola, vengo del futuro para entregarte el secreto de la blancura total! —recitó con voz aflautada—. Y a continuación me dio una muestra de detergente con el que podría limpiar cualquier prenda de ropa.

Al inspector por poco se le atraganta el vaso de agua que estaba bebiendo en aquel momento. Normalmente con otra sospechosa en situación similar habría vuelto a hacerle tragar la mordaza para que se la llevarán los loqueros al manicomio más próximo, la encerraran en una habitación acolchada y arrojaran la llave la mar. No obstante, volvió a acordarse del informe forense y del análisis de fibras encontradas en el cadáver, por lo que prefirió darle una mínima base a lo que narraba la señora Álvarez, pero cuestionando algunos puntos.

—¡Oh, vamos señora Álvarez! —exclamó el inspector, estupefacto—. No me tome el pelo, ¿me está diciendo usted que una mujer venida del futuro llega a nuestro tiempo y en vez de prevenirnos de futuras catástrofes y darnos la combinación ganadora del sorteo de la bonoloto prefiere darnos un detergente que lava más blanco? —el inspector dio un golpe sobre la mesa—. ¿Acaso procede de un futuro en el que se respira e idolatra al detergente como si fuera una deidad?
—No lo sé —negó con la cabeza la señora Álvarez—, pero ocurrió así como le digo.
—Vale —repuso el inspector—, supongamos que le doy alguna credibilidad a su historia. ¿Por qué diablos la mató?

De repente la señora Álvarez sufrió un ataque de histrionismo salvaje que, de no estar esposada a la silla, habría saltado sobre el inspector para arrancarle las tripas a bocados en medio de un frenesí de locura. Enseguida entraron a la sala de interrogatorios 2 agentes para sedarla y volverle a colocar el bozal. Mientras se retorcía en suelo tratando de zafarse de los agentes pudo decir un frase antes de que le embutieran la mordaza hasta la campanilla, una frase que el inspector tardaría en olvidar.

—¡Por qué la muy hijaputa podría haber venido del futuro antes de que me manchara mi blusa nueva!
Hal900023 de noviembre de 2010

1 Comentarios

  • Silenciodeluna

    yo también he pesando eso muchas veces con los anuncios de detergentes. Me ha hecho mucha grasia tu relato.
    —¡Por qué la muy hijaputa podría haber venido del futuro antes de que me manchara mi blusa nueva!

    Saludos sevillanos

    26/11/10 05:11

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