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La Coca de México

Qué momento de alegría y alboroto, que liberación de adrenalina y risas recordando lo sucedido solo unas horas antes esa misma tarde. En ese preciso momento, entre la cuarta y la séptima birra, nos prometimos escribir cada uno su sensación de aquel día y enviárnosla. Ya han pasado varios años y no sé donde andan ustedes, pero espero quizás la lean y yo lea las suyas.

Eze siempre risueño y con los ojos achinados, con la mirada contenta dando paseos por las crestas de las olas y cada tanto a nosotros para contagiarse de las risas, sobre todo de las de Pablo. Pero es que Pablo, con lo serio que es Pablo, no podía cerrar la boca de las carcajadas que se le escapaban. Ese tipo de persona seria que tiene una risa grande y que por timidez uno intenta disimularla para no llamar la atención, pero que es tan potente que nunca puede bajar los labios superiores, esta vez explotaba a carcajadas. Además, que ya llevábamos varias cervezas y la nariz la tenía roja brillante, me recordaba al capitán Haddock, clavadito.
Mi amigo Haddock, que tan bien te sienta la alegría que postumá al miedo, como la diferencia entre la vida y la muerte, nada menos. Esa risa era hermosa y en sí fue el festejo de la vida, ¿quién sabe lo que se te habrá pasado a ti por la cabeza en aquellos momentos?!
Eze, tengo que llamarte hermano mexicano para igualar niveles de verdad. Tu risa siempre ha sido vida, pero tristemente me acostumbro a lo fácil, a lo lindo, y hay pocas cosas lindas que no hicimos. Por ahí se quedan invernando esos recuerdos que poco salen, pero cuando lo hacen salen con muchas energías a sentarse a charlar conmigo bajo el sol y nos retro-alimentamos.

Seguimos riendo cada vez más ebrios, se nos caen las babas al hablar. El sol se ponía y sabíamos que no veríamos el próximo amanecer, porque estaríamos de una resaca bestial, pero sí el próximo atardecer a seguir brindando. Todo nos invitaba a seguir allí para siempre, sin importar nada más. En ese momento parece que la felicidad y las ganas de vivir se te pegan como para quedarse toda la vida animándote. Pero el tiempo no es que lo cura todo, si no que mata y lo muerto está estable, sin más ni menos. Plano y liso quedó aquel periodo cuando cada uno siguió en sus pasos y se nos iban desatando las cordoneras.

Esa mañana de mitades de diciembre, allí por la costa Oaxaqueña pasaba otro día más. La playa y el pueblo eran un paraíso. Nos quedamos atrapados allí muchos días, más de lo pensado, bueno, de hecho, no pensábamos ni llegar ahí, creo que solo pasó y ya. Era un hechizo que en general le ocurría a mucha gente, muchos eran repetidores. La calma y el ambiente eran perfectos para pasar unas semanas sin hacer nada. Buen clima, buen mar, buena playa, barato pueblo pequeño con todas las comodidades y manteniendo ese ambiente bohemio que buscan los viajeros permanentes, y encontramos a buena gente que busca ese rollito de solo paz y alegría.
Yo esa mañana salí a caminar, mi rutina diría matutina consistía en eso, caminar por la playa de punta a punta, desde el montecito donde terminaba la arena y empezaba ese eco hostel por el norte, hasta el otro extremo donde pasando el fin de la playa y las rocas estaba la otra cala, la sexual. Cada tanto en estos paseos saltaba al agua para refrescarme y quitarme el sudor. Me quedé sentado en el tronco del camino de la puerta trasera al hostel, ese que marca hasta donde puede llegar la marea alta los días más bravos. Recorriendo con la vista el panorama de la costa topé con nuestra diosa, nuestro helado de chocolate blanco que nunca se derrite. Si eso era un paraíso, era el Edén, y si ella estaba ahí era La Diosa. Diosa nórdica la llamábamos ¿Te acuerdas Eze? Tenía un cuerpazo resplandeciente. Realmente irradiaba un aura a todo su alrededor del sol que cada centímetro de su cuerpo recibía, blanca como la cocaína y rubia como la michelada. Su aura era gigante a causa de su blancura ya mencionada y del tamaño de su cuerpo que perfectamente equilibrado rondaría fácilmente los 140 kilogramos de peso sobre este nuestro planeta tierra. No sé cómo se mide el peso allí en su cielo.
Que alegría daba verla, cuantas veces nos quedamos embobados viéndola como entraba a la mar vaciadita de sombras, y no sé como hacía que ella no se quemaba, ni se ponía roja como hacen los guiris o los gringos cuando visitan el sur. Era necesario verla cada día, que apareciera para saber que era el lugar y el tiempo en el que merecía estar. Me encautó, te confieso a ti Eze en secreto que alguna vez me he masturbado pensando en ella mientras me aseaba en esas duchas de cañas del hostel.
Yo la vi ese día más tiempo que nunca, había madrugado y tú perezoso como eres alargabas las mañanas en la cama todo lo que podías. Esa cama que compartíamos en el porche del hostel, como una pareja de perros guardianes de la casa. Esa misma mañana, después de desayunar fuimos juntos al pueblo que distaba solo a 5 kilómetros, el plan era ir al puerto a pescar. En el muelle se ponían varios pescadores, llenando el suelo de cascarones de cangrejitos, que era lo que se usaba como carnada, y de latas de cervezas, también importantes para pescar. Nosotros nos quedamos sentados justo al fin del muelle, directos a la entrada de la bahía.
En esto que estamos ocupados en nuestra tarea de hablar y beber y cada tanto mirar el sedal a ver si picó algo (creo que nunca pescamos nada en esos días que fuimos allí) cuando aparece Pablo acercándose por el puerto, nos vio a lo lejos y venía a acompañarnos, le habíamos comentado que estaríamos por ahí. Pablo, acorde con su seriedad y su función de profesor adjunto de la universidad, siempre vestía zapatos negros, pantalones largos negros, una camiseta alegre y colorida (que no creo que era su habitual pero que era su cartel de estar en vacaciones) y un sombrero de copa negro, además de su bandolera de cuero llena de libros y documentos super innecesarios para las vacaciones. La alegre casualidad nos juntó en el muelle a esa hora.
Un hombre quería salir con su barco, estaba sobre él, entre todo el tráfico de barquitos aparcados sin orden y nos pide ayuda para desamarrar el cabo que lo sujeta al muelle. A lo cual accedo y Pablo le pregunta que si va a salir, que si nos puede llevar.
Sí.
Subimos encantados los 3 con este buen hombre y volvemos a la costa arenosa de la playa para que se suban otros 3 compañeros suyos y una caja. La lancha era simple pero grande, no tenía más que unas barras de madera para sentarse, el timón del conductor y 2 motores.
Ya todos a bordo nos saludamos y comenzamos a salir del perímetro del puerto tranquilamente, zigzageando los botes nos comenta que es un barco de apoyo y que van a buscar unas personas que han tenido un problema aquí cerca. Pasados los últimos navíos nos paramos y saca uno de ellos varias bolsitas de un polvo blanco que empieza a repartir entre sus colegas, les da 1 a cada uno y se pasan fajitos de billetes enrollados.
Uno abre la bolsita, se pone el polvo blanco en el reverso de la mano y lo aspira por la nariz con un tubito pequeño de metal que saca de su bolsillo. Todos lo hacen mientras se lo pasan de uno a otro, nos ofrecen a nosotros, pero rechazamos. Sigue la ronda entre ellos y repiten.
Curiosos les sacamos el tema y les preguntamos que si aquí hay mucha droga, que si es buena, que de donde la sacan. Nos cuentan que ellos trabajaban en el transporte de cocaína antes (nada de traficantes), que desde Perú y Colombia llegan avionetas cargadas de cocaína y las lanzan al mar en unas bolsas grandes flotantes y ellos se encargaban de recogerlas y traerlas a puerto donde luego salían para el norte.

Pasa mucho tiempo y cada vez estamos más lejos de la costa, ya ni se ve tierra. No creemos que vayamos a ningún rescate aquí cerca. Nos dicen que estemos atentos a ver si vemos tortugas o ballenas, que por esta área se pueden ver alguna con un poco de suerte. Nadie habla, ellos posiblemente en un viaje mental ausentes y nosotros pensando en todo lo que acabamos de ver y lo que nos acaban de contar, nos parece una distracción, pues no sabemos dónde vamos o a hacer que, pero tampoco nos atrevemos a preguntar. Son personas con droga, que dicen ser transportistas de la coca y nos tienen en un bote en alta mar sin que nadie sepa de nosotros.
Yo no sé qué pensar, todo es extraño, pero nada podemos hacer así que yo miro al agua que se ven algunos peces de varios tamaños, y es verdad que se ven incluso tortugas.
El barco va a toda velocidad, produciendo un fuerte ruido y dando saltos sobre el agua, sigue metiéndose cada vez más al agua oscura y el viento ha provocado que Pablo tenga que sacarse su sombrero y se le vuelen los pelos. No es posible volver a nado y parece que tampoco pasan otros barcos por aquí. Dependemos de ellos.
Vuestra cara era todo un texto largo y penoso, como si les estuvieran leyendo una condena perpetua que tienen que cumplir sin haber hecho nada. Con cara de intentar protestar y defenderse pero sin terminar de abrir la boca. Mirando cada tanto al mar a ver si se entendía algo y cada otro tanto a los carnales buscando explicaciones.

Todo sigue en silencio, nos piden que busquemos un barco, que tiene que haber uno en el horizonte que ya estamos cerca, que estemos atentos porque con estas olas no será muy fácil verlo.

Al rato se ve allí a lo lejos un barco que no tardamos en alcanzar, pero tampoco sabemos lo que es, no sabemos si esto estaba en el plan (en el suyo).
Al llegar es un barco pesquero, un poco más grande que el nuestro, con peces bastante grandes, más largos que mis dos brazos extendidos y tan gordos como para abrazarlos. Al parecer se había quedado sin batería y no podía arrancar.

Volvemos al puerto y no más al bajar los 3 nos abrazamos, tomamos un taxi a Zipolite y nos sentamos en un bar en la playa, a salvo a tomar cervezas mientras cae el sol y comentar la jugada.
Jianon04 de junio de 2019

1 Recomendaciones

1 Comentarios

  • Regina

    Buena historia, mucho.
    Saludos cordiales.

    05/06/19 05:06

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