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Capbreton

Por fin consigo abrir los ojos y veo que mi coqueto despertador de viaje marca las ocho en punto de la mañana. El timbre de la puerta lleva un rato sonando desvaído, como la sirena de un barco que naufraga. Ha sido mi primera noche en la casa de veraneo que acabo de alquilar en la costa atlántica francesa. Saco un brazo desganado de entre las sábanas y rescato directamente de la maleta una bata estampada que no dejaría que viera ni mi mejor amiga. Me incorporo, me envuelvo con ella y trastabillo hasta la puerta para ver quién coño quiere qué, mientras, somnolienta, me pregunto cómo he podido incluir semejante trapo doméstico en un equipaje pensado exclusivamente para arrasar con los vejestorios del lugar.

Abro la puerta, alcanzo a ver la espalda de la mujer que me ha despabilado y, entonces, ella gira a medias su cuello ofreciéndome un perfil asqueado, al tiempo que farfulla unas palabras en un incomprensible francés de Francia. Como quien sujeta una rata por el rabo, me entrega un sobre de plástico en el que figura mi nombre junto con mis dos apellidos y esta dirección de vacaciones de Capbreton. Antes de abrir la carta ya sé que es de mi ex marido. El mohín de hastío de la cartera se contagia de forma instantánea a mi rostro.

Sentada sobre la cama, desgarro el envoltorio, saco los documentos y compruebo que son los papeles del divorcio. Tengo que firmarlos y devolverlos “a la mayor brevedad posible”. Me pregunto dónde encontraré una oficina de correos. Por lo pronto, decido que necesito un café y me dirijo a la cocina.

Agarro la jarra de cristal de la cafetera para llenarla de agua y la choco contra el grifo metálico. Se quiebra en trece pedazos simétricos y, con el asa de plástico rojo aún en la mano, reprimo mis ganas de patear el cubo de la basura aparcado en medio de la cocina. Me apoyo en la encimera, recapacito con la cabeza gacha de los momentos cruciales y agradezco no haberme dejado llevar por la rabia ya que las uñas de los dedos gordos de los pies me crecen hacia los lados y cualquier golpe, por leve que sea, resulta torturador. Sorprendo a la tetera chistándome por el pitorro; decido aceptar su invitación, me preparo un té y paso a otra cosa.

El cuarto de baño del que disfrutaré en exclusiva me devuelve el entusiasmo vacacional. La separación, al menos, me ha concedido una taza de váter sin gotas amarillentas en la tapa y una bañera sin pelos torcidos. Además, dispongo de todos los estantes para colocar mis decenas de chucherías cosméticas, que ya no tienen que convivir con sus cuchillas, cortaúñas, y despojos quirúrgicos diversos.

El buen humor me acompaña cuando busco en la maleta una discreta falda amarilla de tres volantes y unas sandalias doradas. Me visto y dejo el apartamento preparada para mi primera expedición por el pueblo. Salgo del portal, aspiro sonoramente la brisa con olor a algas e intento situarme. Me quito las gafas de sol porque con las nubes no veo. Miro a derecha e izquierda y dudo antes de dar un paso hacia el norte, el mar, o hacia el sur, ni idea. Decido esperar a que pase alguien para preguntar por mi destino y, tras un cuarto de hora sin ver un peatón, ni divisar un coche o una bici, constato que todas las viviendas de mi calle son exactamente iguales. Su simetría me produce un leve escalofrío y sus diminutas ventanas de ojos verdes parecen observarme con pena. Las dobles puertas granates de cada entrada me recuerdan a unas fauces desdentadas y echo de menos en las casas un tejado encantador. Sigo clavada como un poste observando el infatigable semáforo que reparte indicaciones de colores a conductores y peatones invisibles. Bueno. Comienzo a caminar hacia abajo, hacia la costa y me pregunto por qué no hay nadie.

Llego al mar, me planto de frente y descubro un monstruo gris y bravucón que me evoca a mi ex marido. Aquí no hay sol, ni arena ni terrazas repletas de cañas y calamares, tampoco sombrillas. Sólo existen rocas escarpadas, olas que estallan y se convierten en espuma y un murmullo líquido. Me asomo a la baranda del paseo marítimo en busca de un suicida frustrado que me indique cómo llegar a la oficina de correos y lo único que veo es el oxidado esqueleto de una bicicleta entre arrecifes. Ni rastro del ciclista.

Mi ánimo agostado me desvía a un restaurante que se adivina al fondo del paseo. Llego hasta él y acerco mi rostro al cristal de la puerta como un chiquillo que pega su nariz a una enorme pecera. El montón de cartas y folletos tirados tras la reja de la entrada y las sillas apiladas sobre las mesas al fondo del comedor me sugieren que la única superviviente en este pueblo soy yo. Me encamino de nuevo hacia la pasarela de teca que alfombra el paseo y maldigo mis tacones inútiles, que resuenan macabros sobre la madera, como un muerto falso que aporrea la tapa de su ataúd. Intento descalzarme sin perder mi ya frágil equilibrio, pero me tambaleo. Mi pie derecho se cuela entre dos tablones mal clavados y queda aprisionado, ahorcado solitario sobre las rocas. Siento la crispación de este mar inhóspito bajo la planta de mi pie y empiezo a temblar ante la idea de que una ola helada lo roce. Despacio, me siento tiritando sobre el malecón y espero, ahora sin fe, a que alguien me ayude.

Sitio oficial: Cuentos personalizados
Jomagalo17 de enero de 2010

1 Comentarios

  • Kuei

    esta bueno pero es asi como... muy cuadrado... en algun momento se pierde la concentracion... voy a imprimirlo y volver a leerlo pues hay descripciones interesantes.

    19/01/10 03:01

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