“Era de los pocos detectives honrados que quedaban en la ciudad” y esa honradez suya, a la que estaba sujeto como a una cadena perpetua, era precisamente la que le quitaba el sueño y no paraba de desvencijar violentamente la ventana de su desasosiego.
¿Cómo de honesto había que ser para revelarle a tu mejor amigo el secreto que tu mujer y la suya habían guardado celosamente durante décadas y que ahora, después de casi toda una vida, descubrías por azar? ¿No sería mucho más saludable seguir viviendo como hasta entonces? Al fin, se decidió a guardar un decente y respetuoso silencio sobre algo que todos sabíamos ya.

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