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Los Ojos de la Paloma

Eugenia está cansada. Los vapores del sueño la envuelven como una dulce y peligrosa nube. Siente los ojos ardientes, que gritan por misericordia. Pero ella se resiste. Lucha contra esas nieblas tenebrosas, que amenazan con la temida inconsciencia. No puede quedarse dormida.
Sale a caminar, porque el tener su mente ocupada, aunque sea en algo casi involuntario como es poner un pie frente al otro, la mantiene ocupada. Le evita tener que pensar, porque el pensamiento se vuelve lentamente confuso, y la conduce sigilosamente, como una trampa, hacia el sueño.
Sin embargo, parte de su mente se ha dormido ya, ha sucumbido ante la necesidad de reposo. Ahora solamente puede mantener el mínimo nivel de atención, que le impide ser atropellada por un auto al cruzar la calle, o chocarse con los obstáculos propios de las veredas. Sin embargo, no pudo evitar tropezar cientos de veces con las baldosas flojas.
Arrastrando los pies llega hasta el Bajo, esa zona de Buenos Aires que está a una altura menor- de ahí su nombre-, donde se ubican los barcos de los acaudalados, que no son más que juguetes de su ostentación.
A Eugenia nunca le gustó Puerto Madero. Pero lo único que tenía a favor era que, como siempre estaba lleno de personajes que se creían casi aristocráticos, era el lugar perfecto para encontrar silencio. Eugenia sabía que el silencio era peligroso. Pero lo deseaba demasiado.
Se sienta en uno de los bancos, y se dedica a observar el movimiento de las velas, la partida de los navíos. A sus espaldas, se escucha el zumbido constante de las conversaciones, mezcladas con el choque fastidioso de los cubiertos.
Deja de ver los barcos y, en cambio, dedica toda la atención que le queda a observar a las palomas. Había muchas. Al principio simplemente se limita a seguir los movimientos de un grupito de aquellas aves, que se afanaban en su trabajo de conseguir comida.
Sin embargo, pronto toda su mente fue embargada por una sola de ellas. No se encontraba buscando desesperadamente alimento, como sus compañeras. No. Ésta se encontraba apartada de todo el grupo, prácticamente sola.
Este pájaro tenía algo extraño, y Eugenia se dispuso a saber qué era lo diferente en ella. Sus plumas eran más oscuras que las de las demás, y algo faltantes en la zona del cogote. Además, era mucho más delgada, casi raquítica. Evidentemente estaba enferma.
Sin embargo, esto no era lo que la hacía diferente. Eran sus ojos, anaranjados y brillantes como dos estremecedores puntos de luz. Al principio Eugenia no pudo precisar con exactitud aquello que veía en la mirada de la paloma. Pero luego, cuando se decidió por una palabra, dijo "expresividad".
Aquellos ojos eran completamente diferentes a todos los que ella había visto antes en cualquier otra ave, o en cualquier otro ser vivo. Estaban embebidos en desesperación y la resignada melancolía de su propia enfermedad. Eugenia se conmovió y, sin importarle nada, agachó la cabeza, y lloró en silencio.
Los ojos de la paloma, eran espejos de los suyos, enfermos y angustiados.
Pero la paloma, la inocente y desgraciada paloma, estaba un paso por encima de ella. El ave no tenía casa, nunca habia tenido un sitio fijo. Era una bestia nómade; a esa vida estaba ya destinada y completamente acostumbrada.
Eugenia acababa de perderlo todo, y ni siquiera podía permitirse la gracia del sueño para olvidar su pesar, porque no contaba ni siquiera con un sitio donde hacerlo. No tenía nada, ni a nadie. Y había comenzado también a convertirse en nada.

La sirena de uno de los barcos más grandes retumbó en Puerto Madero, y la sobresalta. Se vuelve hacia la fuente del sonido y, escasos segundos después, cuando sus ojos regresan al sitio donde se encontraba la paloma, ésta se había ido.
Desolada, Eugenia se secó las lágrimas con el dorso de su mano, y también desapareció de allí.
Kili06 de marzo de 2010

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