Lo que usted diga, doctor Frankenstein! respondimos todos los servientes al unísono. Atenazado por el miedo a la justicia poética , dio ordenes concretas de que al morir, deberíamos enterrar su cuerpo en un ataúd previamente seleccionado por él, rellenarlo de piedras, asegurarlo con ocho candados y arrogar las llaves y la caja al Rin. Concretadas las peticiones, mucho más tranquilo, con una pierna en una mano y una cabeza en la otra, se encerró de nuevo en su laboratorio.