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Caín No Quiso Firmar (episodio 2)

Cuando empecé mi labor de culturización, decidí cimentarla en escuchar música, leer todo lo que pudiera y estudiar como un cosaco, empapándome de conocimientos para, sobre todo, poder conocer lo que iba a tratar de salvar. Es toda una muestra de humor negro darse cuenta que tras todo ese recorrido, lo único que he hecho ha sido complicar aún más el mundo.
Leí a los grandes, o tal vez lo que hice fue aprovechar y tras leer lo que me gustaba de verdad, darle el calificativo de “grande”. Si bien es cierto que todas las personas de mi alrededor me consideran hombre culto, muchas veces tengo la sensación de que solo repito lo que dice gente más formada que yo. No se puede descartar que posea cierto ingenio y habilidad, pero limitadas a escasos campos, como el cine, por poner solo un ejemplo. Mi pragmatismo me ha llevado a tratar de ser competente en otras facetas, y en no pocas ocasiones he hablado de materias en las que era poco más que un amateur.
No obstante, me he aprovechado de los conocimientos aprendidos. Conseguí salvar a un desconocido en un restaurante aplicando la maniobra de Heimlich con más eficacia que estilo, antes de que el proverbial médico en la sala se prestase a ello. Recuerdo que masculló “gracias” y, aunque ni siquiera me miró, poco me importaba mientras tuviera los ojos de mi acompañante fijos en mí, destilando orgullo. Los mismos ojos que horas más tarde, tras cuatro rondas de tequila y dos o tres anécdotas históricas (todo vale para parecer interesante) se entrecerraban en pleno paroxismo sexual, abriéndose durante el clímax y provocando un rictus facial que, por decirlo de forma clara, me acojonó bastante. No volví a ver a aquella chica –aunque el polvo estuvo bastante bien, aún tras emular a un lemúrido durante breves instantes- pero, pese a perder el contacto capté el mensaje.

Por aquel entonces, y es algo a lo que he dado muchas vueltas, me veía en una situación en la que podía contemplar cómo, en cada cita, todas las mujeres tomaban una copa antes de entablar conversación, de pasar a mayores o siquiera verme. Nunca pregunté el motivo, pero me llevó a pensar en que la causa estaba en mi poco atractivo. Mis rasgos los había definido yo mismo en un escrito, y aunque no era una persona poco agraciada, nunca me gustó la clasificación de feos o guapos, por lo cual me mantuve al margen ganando con ello perspectiva y desengaño al mismo tiempo, y dejando patente mi inseguridad, de momento camuflada. Así que, dadas las circunstancias que yo creía verdades absolutas, decidí esforzarme en cultivar mis buenas obras; en primer lugar, porque era lo correcto, en segundo lugar porque siempre he creído que el karma es una realidad patente en el día a día…y en tercer lugar para follar con más asiduidad, no solo por los músculos sino por ser buena persona, o aparentarlo.

De cualquier manera, eso no generó mi depresión, tema en el que ahondaré más adelante. No. La razón estuvo, por explicarlo de manera sencilla, en la asimilación de lo que en verdad era el mundo actual. Cada noticia llenaba de desilusión mi cofre de idealismo, que posteriormente pasó a ser la caja de Pandora…y que a día de hoy es un verdadero cajón desastre. Gabi, uno de mis mejores amigos, lo definiría como un “alma Diógenes” en referencia al síndrome del mismo nombre…pero yo no opino ni puedo opinar igual. Algunas cosas eran útiles para sobrevivir. Por ejemplo, saber que no se podía confiar en los políticos, puesto que hasta los más carismáticos escondían, tal vez, que mantenían relaciones diplomáticas con sultanes del sufrimiento tercermundista, o con sátrapas de la crueldad gratuita. En cierta ocasión vi una foto en el periódico: nuestro presidente le daba la mano a un homólogo africano, tristemente célebre por ser el líder de un país donde se practicaba la ablación de clítoris…con tenedores. Nunca he sido capaz de comprender por qué aquello era permisible, o dónde estaba el límite de la moral humana. Eso generó tal rabia, impotencia elevada a la enésima potencia, y tantos sentimientos encontrados, que desde entonces decidí ser alguien dispuesto a cambiar el mundo, de tal manera que fuera un lugar más apto para vivir como seres humanos, no monstruos carentes de empatía vestidos de Ermenegildo Zegna.
Es curioso como mi hedonismo me acabó convirtiendo en algo parecido.
Con los años también apareció en mí un sentimiento de rechazo profundo no solo a las altas esferas y la corrupción que parecía norma sin excepción en ellas, sino a nivel de la calle. Parecía horrible y algo difícil de creer, pero como ciudadano que había respetado siempre –quizá salvo por algunas multas de tráfico - la ley establecida, no era capaz de asimilar que la justicia pudiera garantizar los derechos de desechos que no dudaban en violar, robar o asesinar a personas de bien. Dostoievski u otro ruso habían comentado en cierta ocasión que las cárceles no son más que un espejo de la sociedad que nos negamos a ver, un caleidoscopio de la verdadera condición humana. En resumen, que en base a lo que un autor experimentado había tenido la agudeza de comentar con el mundo, yo debía asumir que esos actos eran llevados a cabo por personas que nosotros habíamos hecho de esa manera. He cargado con muchas culpas en mi vida, pero los últimos extremos a los que tal reflexión me condujo me hicieron sentir repulsión por la misma idea planteada.
Sigo pensando que es inútil para cualquier civilización considerar a los criminales con los mismos derechos que el resto, demostrando una total indulgencia hacia la impunidad absoluta en base a defender una superioridad moral, que lejos de existir, pervierte a cualquier político u hombre con cargo público. Después de tantos actos deleznables como los que he cometido, en este escrito, que quizá sea mi expiación, dejo testado uno de los pocos sentimientos de orgullo que me quedan: aún siendo culpable, sigo pensando lo mismo. Sé que algún día caerá sobre mí algún castigo…si puedo elegir el momento, como un condenado en el corredor de la muerte, que sea tras una cena de cordero con cerveza, y fumando un cigarrillo mientras suena “Piano man” de Billy Joel. Y ahí estaré dispuesto a soportarlo todo, tras esa última petición.

Alguien, como supe desde niño, debía al mismo tiempo mantenerse en cierto sentido al margen de la ley y asegurar la buena vida de mis semejantes. Alguien debía ser mártir al mismo tiempo que inspiración. Una vez, en mis primeros años en el colegio, recuerdo que nuestra profesora nos preguntó qué queríamos ser de mayores. En contraste con las respuestas de mis compañeros –las acostumbradas profesiones: bombero, veterinario, policía…- yo respondí que quería ser un héroe. Evidentemente, no le hizo gracia mi ocurrencia. Y pensando en ello, me di cuenta de la profunda falta de motivación de la sociedad. Hace un par de años, leí que John Lennon había tenido una experiencia parecida, esta vez sobre el tema de la felicidad. Agradecí la coincidencia, pero nunca consideré la felicidad como uno de mis objetivos principales en la vida. Es decir, ¿qué clase de egoísmo era ese que hacía preferir mirar hacia otro lado antes que atender a los verdaderos problemas del mundo?
Un día, volvía de una colaboración en un acto para regalar juguetes a niños acogidos, escuchando en el coche “Patience” de Guns & Roses. Irónicamente, pues mi estado mental era otro y la búsqueda de actividad en pos de ayudar al prójimo se acrecentaba como una ferviente ideología a la que me veía contento de no renunciar. Varias circunstancias se dieron ese día: fue entonces, al llegar a casa, cuando mis padres, en un gesto que nunca comprendí del todo, decidieron marcharse, para disfrutar y recuperar años perdidos, y me transfirieron total responsabilidad basada en años de confianza a mí. Unas vacaciones duraderas, una jubilación anticipada en el sentido técnico de la palabra…y eso me dejaba con un amplio abanico de posibilidades para hacer lo que me saliera de la punta del ceneque. Pero fue cuando comprendí que pese a llevar varios años en la universidad y gozar de una sustancial cantidad entre becas, pagos por colaboraciones y el dinero de mis padres, no había sido adulto hasta ese momento. Aún llamándome periódicamente, y sabiendo que vivía en un régimen de alquiler-prestación familiar, estaba solo y disfrutaba abiertamente de mi casa.
Ese mismo día invité por fin a mi novia a casa, e hicimos el amor por primera vez desde que nos conocíamos, con delicadeza, sin rabia, sin palabras. Me desvistió y luego se desnudó para mí, mirando al suelo y escenificando un pudor que no sentía, solo para avisarme de lo que se avecinaba. Cada roce de sus labios con mi piel me transmitió más que cualquier embestida de asalto a vestido levantado, que había sido la dinámica que mi vida sexual había tenido hasta ese momento. La pasión estaba solapada a las intenciones que su cuerpo dejaba entrever con cada movimiento: sus manos encendieron fuegos artificiales en mi cabeza, nublándome la vista de puro placer. Se dejó ir en el desenlace, cerrando sus piernas alrededor de mi torso y agarrando con sus manos la almohada mientras no podía contener sus gemidos, sus incitaciones a que siguiera, a fusionarse conmigo bajo el ritmo que yo le marcase. Nos corrimos a la vez, mirándonos a los ojos: supe que la vida en ese momento se había convertido en algo perennemente maravilloso, y la habitación se derrumbó a nuestro alrededor…solo estábamos ella, y yo, y el orgasmo era nuestra religión: así fue su comentario en ese momento. Supe que tenía en mis brazos una auténtica máquina del deseo, una pantera. Así, supuse, era la forma en la que gozaban los hombres libres. Aquel había sido el sexo destinado a los mejores. Y supe que ese había sido el orgasmo de un héroe…su merecida recompensa. Ay, ahí empezó mi desdicha. También fue 365 días antes de la primera visita de Caín…

El problema radicaba en que, aunque tenía clara la ecuación HEROÍSMO  RECOMPENSA (SEXUAL)  SOLEDAD y vuelta a empezar, había muchas variables que distorsionaban el resultado. No era un estratega, aunque destaqué por mi táctica durante todo el proceso en el que Caín se convirtió en mi guardián. Por tanto, aunque ahora, tiempo después, con la experiencia de esta historia bajo mi tutela, que algunos llaman el conocimiento del día después, pueda hablar con más intención que maña sobre el camino recorrido, en su momento fracasé estrepitosamente en ser un héroe, y traicioné todo lo que en un principio quería representar simbólicamente. Por eso, aunque tengo claras las pautas, no pude seguirlas. No quiero insistir más en ello, pues todavía debo escribir acerca del viaje, y no quiero que la infraestructura previa desanime de la intención de seguir leyéndome. No sé por qué más me queda pedir perdón, pero por si acaso, vuelvo a hacerlo.
No estaba acostumbrado a quedar con una única persona, y quizá en una muestra de ese sentimiento de querer agarrarnos a lo que debemos dejar atrás para seguir creciendo como personas, conservaba una extensa lista de contactos. Me hubiera gustado afirmar que se trataba de amigos, o, como mucho, colegas, socios, el asesor fiscal o una señora de la limpieza inexistente del país de Guatepeor. Pero no: el prototipo de individuo que predominaba era la chica con la que acostarme un par de veces, tontear y asegurarme una bala en la recámara para mis horas más bajas en lo que a vida sexual se refería. Recuerdo la última vez que comprobé esa lista antes de la aparición de Caín. Sonaba “They call me the wanderer” de Dion & The Belmonts: cada vez que lo pienso, una sonrisa irónica se asoma a mi rostro. Aquello, visto desde la distancia, parece claramente premonitorio. Entre un sinfín de chicas descatalogadas, vi el nombre de Cecilia, ex-novia de un ex-amigo. El dueto de prefijos que indicaban separación eran ambos culpa mía. Todo había empezado la noche que aproveché una de sus habituales discusiones para meter mano a Cecilia debajo de la mesa del bar en el que estábamos sentados todo el grupo. El vino tinto mezclado con refresco de cola interactuaba con nuestras lascivas sensaciones: ella, el despecho; yo, el oportunismo. Todo era más excitante por estar enfrente de su (todavía, aunque en litigio) novio. Fue una de las mayores cabronadas de mi vida, pues dejé que la tensión sexual resquebrajara en un momento una amistad de años. Claro que aquella noche ni siquiera se me pasaba por la cabeza. Únicamente era consciente de lo básico, lo puramente instintivo: la música, el juego de luces, la algarabía creciente, el ruido de borrachera de mis amigos y la mirada cargada de sospecha de mi amigo. Todo el conjunto hacía aquello cada vez más excitante, y mi mano, por debajo de su falda, podía notar como la entrepierna de Cecilia se humedecía mientras me lanzaba miradas de soslayo y se mordía el labio inferior. Cuando hice un poco más de presión, un gemido se escapó de su boca y llamó la atención de mi amigo Gabi, que estaba sentado a su derecha. Aquel día, tras recibir reproches de todo tipo, estuve a punto de perder a todas mis amistades, no solo a una. Y no me sirvió de escarmiento: horas después de mi magreo, vi como los esfuerzos de un canalla a veces tienen resultado, y como sus ojos se ponían en blanco mientras follábamos en su portal con energía, con firmeza, tal vez queriendo dejar claro que poco nos importaba el resto del mundo y sus cuestiones morales de “no fornicarás con la mujer de un amigo porque un polvo es un polvo y un amigo está por encima de eso”.
No fue solo un polvo, ni me quedé con las ganas de ver cómo ella me devolvía con creces el trabajo de mis dedos en su coño aquella noche. De cualquier manera, perdí más que la vergüenza.

Por eso cuando conocí a mi novia, tras una reflexión que me planteé como un paso ineludible, parecido al que di cuando dejé de fumar, puse en práctica un ejercicio de voluntad y dejé atrás aquel mundo que parecía tan intrínsecamente unido a mí. No fue fácil al principio, pues confundí la soledad del héroe –qué ingenuidad aquella de la que hacía gala- con la soledad vital. Y además, el vicio es cartero de profesión y hacedor de crápulas por vocación, pues siempre llama dos veces y no admite un no por respuesta.
Eventualmente, conseguí apartar aquel jardín de las delicias en forma de agenda de contactos y centrarme en una morena de cuerpo escultural, sonrisa perfecta, ojos almendrados y melena al viento. La describo empezando por el físico porque, aunque no lo parezca, nunca fue lo más importante para mí. Desde luego tuvo muchísimo que ver, pues incluso de verla en persona ya la había visto desnuda en mis sueños húmedos. Pero lo verdaderamente bueno de ella era esa predisposición a los sentimientos más puros, a esa manera de parecer humilde cuando todo el mundo podría rendirse ante su nobleza con solo sugerirlo. Una valentía, una inteligencia y una alegría oculta que parecían sobrenaturales. No sé si a día de hoy sigo enamorado de ella o habla por mí el fantasma de su ausencia, pero sigo pensando que fue la mejor chica con la que he estado. Gran parte de sus reacciones se debieron a la incomprensión de mi propio mundo interior…y no puedo culpar por no entender algo que ni a veces yo mismo entiendo.
Contaba con cierta cantidad de dinero heredada y no por ello vivía de forma menos honrada. Era, y según creo, sigue siendo un ejemplo para sus vecinos. Su lugar de residencia era cercano al mío, en la costa, y uno de mis placeres semanales era visitarla en coche, con canciones de Revólver sonando en la radio y albergando un corazón alegre de latir. Caí rendido tanto por ella como por su mascota, un hermosísimo animal, tan perro viejo como yo. Me gustó especialmente mi capacidad de levantarle la moral a mi novia un día que él estaba enfermo, y yo cuidé de él con la paciencia de un jardinero…por primera vez, no haciendo un acto por sexo u otra recompensa de índole más o menos carnal, sino por el sencillo agradecimiento que ella me destinó con una simple mirada felina. Pablo Neruda presumía de decir todo lo callado con un beso, pero mi novia me contó una verdadera historia con sus ojos.
En aquellos tiempos, mi voluntad era la más poderosa del mundo. Me veía capaz de cualquier cosa. Y sin embargo, nadie hacía nada por combatir las injusticias a nivel de la calle, que había sido el primer paso señalado en mi recorrido por el heroísmo. La idea me reconcomía la cabeza…una noche, tras hacer el amor con ella, desvelado como estaba, con ella durmiendo plácidamente y con media sonrisa en su rostro que confraternizaba en cierto sentido con mi rictus de agotamiento post-orgásmico, fui incapaz de encontrar otra solución. No podía consentir que un mundo como aquel trastocara mi paz, la tranquilidad que había obtenido. Me sentí como el übermensch, el superhombre nietzscheano, que asume el poder de su voluntad y cambia el mundo a su imagen y semejanza. Pero con un matiz: lo haría por el bien de la gente, de las personas. Y si bien el amor que sentía no tomó el rol de mi motivación, largamente recolectada durante años, sí que fue la pequeña piedra que precede a la avalancha. La chispa que necesitaba para que el fuego renaciese.

Los primeros pasos fueron relativamente eficaces. En el nombre de la justicia y de dar lo mejor que pudiera al mundo, aumenté y calibré mi preparación física y mental, y caminé por las noches, alegando insomnio a mi compañera de cama. Traté de aparentar capacidad de concentración, como un verdadero profesional. Pero me hervía la sangre ante lo que pudiera encontrar. Decidí mantener en secreto mi cruzada personal en busca de una felicidad que, idiota de mí, ya poseía y no apreciaba. Y quiso la casualidad que solo tres semanas después del primer paseo, encontré mi primer desafío.
Dos individuos asaltaban el cuerpo inconsciente de un anciano en mi misma calle. Todo indicaba que necesitaría asistencia médica pronto, debido más a mi preocupación por su plausible edad que por lo que en realidad le habían hecho esos dos cabrones. Llamé a la policía antes de intervenir, y me sorprendió, poco después, que llegasen dos unidades patrulla al lugar. Por lo visto, algún vecino había avisado en cuanto escuchó jaleo, pero había prescindido de actuar. Ignorante a lo que aquel anónimo pero hipócrita cobarde había solicitado, y ante la tardanza aparente de los uniformados y contando que el anciano podía peligrar, me abalancé sobre el más corpulento. Me había quitado el cinturón en búsqueda de un arma, y golpeé con la hebilla su pómulo derecho. Tal vez él se hizo más daño que yo, pero mis nudillos crujieron tras repetir el golpe por cuarta vez. Me aseguré que aquel grandullón estaba aturdido y, aunque me giré con rapidez, su compañero, que había tirado al anciano al suelo, en un movimiento me cortó en el brazo izquierdo, a la altura del hombro. El corte fue poco profundo, pero escocía como si me hubieran echado sal en la herida y la hoja de la navaja del ladrón tenía un pequeño hilo de sangre.
Como en una ráfaga, vi a mi novia, a mi familia y amigos alrededor de mi propio lecho, velando mi cuerpo defenestrado por aquel idiota con arma blanca. Me repuse de la momentánea sorpresa, y pese al lacerante dolor, reuniendo valor y mala hostia descargué un puñetazo con mi derecha que alcanzó al navajero en el mentón. No sé si le dolió más a él que a mí, pero, aunque mis nudillos enrojecidos no paraban de quejarse, había conseguido derribar al segundo de los atracadores.
Ayudé al anciano a incorporarse y propiné, con más saña rabiosa que necesidad real, un par de patadas a ambos, que yacían en el suelo. Mi preocupación crecía, pues, aunque les sustraje el dinero que le habían robado a aquel buen hombre –y probablemente más, proveniente de otros atracos- no tenía medios para inmovilizarlos. No me quedé a dar explicaciones cuando, inmediatamente, se personó la policía, campeones en impuntualidad, tras lo que salí corriendo y llegué a mi casa, dando por concluida la noche.
Me sentía al borde un abismo ante el cual, contemplando el horizonte, estaba mi espíritu gritando a los cuatro vientos que la vida era increíblemente evocadora de sensaciones a las que solo los más valientes estarían dispuestos a experimentar. Un acto tan sencillo como ayudar al prójimo, descargando adrenalina en provechosos golpes con los que enseñar la contundencia de mi voluntad, era la solución al peligroso vacío al que me veía abocado. Supongo que todos, en algún momento de nuestras vidas, nos hemos visto superados por el devenir del mundo. Pues aquella noche, yo, armado con mi determinación, me di cuenta que tratar de ayudar a la gente y hacerla feliz en la medida de lo posible era un acto con recompensas garantizadas, y además era lo mejor, la causa más honorable a la que podría dedicarme.
No reparé hasta que me fui a dar una ducha en que en mi hombro había algo que reclamaba mi atención. Pese a la hora que era, con nocturnidad y alevosía ahogué mis quejidos al limpiar la herida con música. Escuché “Iron Man” de Black Sabbath mientras, con el torso desnudo y sintiéndome un tío cojonudo, echaba un vistazo a un tutorial en Internet para saber cómo proceder con los cortes en el hombro habituales en un héroe poco profesional en su lucha contra maleantes. No fui a urgencias a que me cosieran la herida, pues podía imaginarme la sarta de preguntas que acompañarían a cada punto de sutura. Pero, en vista de mi probable torpeza, decidí no resarcirme con mi propia piel: con buenas dosis de desinfectante, cubrí con gasas el punto donde se había clavado la navaja, y me fui a dormir tras dejar acabar a Bob Marley su “Bad Boys” como punto irónico de fin de patrulla.
Antes de cerrar los ojos, me giré hacia mi derecha mientras buscaba una postura cómoda para mi brazo herido. Me sentía como un convaleciente de guerra, un soldado capaz de dar el todo por el todo. No le di mayor importancia entonces, pero vi mi rostro reflejado en el espejo de mi habitación antes de apagar la luz y caer en brazos de Morfeo. Y durante un breve segundo, el más breve pero el más intenso de la noche, vi como en mis ojos había un brillo rojo. Pensé que era un síntoma del cansancio…pero estoy seguro que fue la primera vez que vi a Caín. Y más importante…la primera vez que él me vio a mí.
Durante los diez días siguientes, la herida no me dio ningún problema, quedando como único testimonio de la misma una cicatriz de dos centímetros de largo sobre la cual la piel había regenerado de manera más o menos estética. Lejos de preocuparme por lo que aquello había supuesto para mi integridad física, uno de los problemas de la prepotencia es querer fijarse en tu cuerpo más de lo que lo hacen los demás. Y, como un Jedi del culto al cuerpo, podría decirse de mí entonces que la Fuerza era muy poderosa en mí. Pero mi recién estrenada capacidad real de sacrificio por los demás me había llevado a lucir esa cicatriz con orgullo, y, por qué no decirlo, con cierto aire de superioridad. Revisé por última vez su estado mientras sonaba en mi ordenador “Barón Rojo” del grupo con el mismo nombre y, con una mano acariciando el sitio donde no quedaba ni rastro de la herida, canté enfrente del espejo la letra, con la naturalidad del que sabe que lo que no te mata, te hace más fuerte. “Héroe del tiempo, amo de las nubes, señor del viento”…”Helo aquí, os presentaré al superhombre. Es este relámpago, es esta locura”. Filosofía comúnmente malinterpretada se fusionaba en mi cabeza con una de mis canciones favoritas mientras un sentimiento de ser imparable se apoderaba de cada partícula de mi adorado cuerpo.

Corramos los momentos posteriores con el tupido velo de la masturbación más narcisista hasta el momento. No por nada en especial, sino porque creo que ahí, en ese preciso momento, fue donde terminó el prólogo de esta historia.
Luko179125 de julio de 2014

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