Mi abuelo,
que era minero,
nunca besó a mi abuela.
Así entendía el amor su tiempo.
Serio y desde lejos.
El último día que mi abuelo respiró aire de este mundo viejo
besó a mi abuela en los labios, y marchó caminando a trabajar.
Tal vez se lo esperaba.
A la puerta de la mina, estaba la Dama del Alba,
imperceptible en su paciencia, camuflada de codicia.
Tal vez ambos ya habían concertado esa cita.
Trabajaba mi abuelo, y quiso contar un chiste.
Tal vez sus compañeros necesitaban un poco de humor.
Empezó a toser, los pulmones robándole protagonismo.
Tres intentos, como en la feria.
Jamás acabó el chiste, pero murió buscando
lo más preciado en aquellos días.
La risa.
Mi abuelo era minero de alegría.
Y mi abuela creyó en el destino desde ese día.
Ese día en el que su marido la besó sin más.
No me importaría morir como mi abuelo
siempre y cuando lo haga escribiendo
a alguien que merezca un último beso,
con un alma más profunda que una mina,
y cobrando la sonrisa que mi abuelo merecía.