TusTextos

La Torre de Babel- Capítulo 9

El coche avanzaba con rapidez hacia su destino. Conduciendo, ajeno a la conversación de los dos hombres sentados atrás, se encontraba Dorado. En determinado momento, preguntó:
-¿Debemos parar a recoger al teniente?
-No. Él ya está allí –respondió Gallardo.
-¿Y los demás hombres de Aguilar?
-Déjamelos a mí.
El profesor, que seguía absorto pensando en lo ocurrido en su casa, dejó ver su preocupación en su rostro.
-Parece una locura –dijo. – Solo un grupo de hombres para detener esto.
-¿Te preocupa morir, profe? –preguntó Dorado, sarcasmo y nicotina a partes iguales.
-Sí. Pero aún me preocupa más estar haciendo lo correcto.
-Tu trabajo es dudar. Para eso fui a tu casa –explicó Gallardo.
-Eso y entrar en una fortaleza para introducir un virus en uno de los más útiles descubrimientos del mundo. ¿Cómo quieres que no esté alterado? Lo que me pides es superior a mí.
-Has visto lo que pasará si Aguilar consigue lo que quiere. ¿Qué precio tiene la libertad, Juan? Si entiendes esta pregunta mereces de verdad estar de mi lado.
Dorado soltó una carcajada.
-Aguilar paga bastante mejor que tú, Gallardo.
-No estás aquí por el dinero. Al menos no solo por eso.
-¿Cómo lo reclutaste, Gallardo? – preguntó el profesor.
-Fui de los primeros- comenzó a hablar Dorado. -Yo era transportista. Trabajaba mucho, pero estaba saturado de deudas, gracias a la zorra con la que no debí casarme nunca. Durante un viaje encontré a Gallardo en el margen de una carretera. Me pregunté por qué un hombre con traje de ejecutivo caminaba y actuaba como un mendigo. Me preguntó si le podía llevar a la capital, que tenía cosas que hacer. Entonces le ayudé a subir, y cuando le di la mano, vi en mi cabeza toda esa mierda…
-Tu truco mental, ¿no? –preguntó el profesor. Gallardo solo asintió, sonriendo.
-Lo que sea- siguió Dorado, encendiendo otro cigarro más. –El caso es que le pedí una prueba. Para probar qué era quien decía ser. Apareció días después con un maletín lleno de dinero: era la cantidad exacta que mi mujer se había llevado con el divorcio. Todo gracias a un asunto de influencias. Era lo que más deseaba. Le habría dado esa cantidad para mi hijo, no para ella.
-¿Tienes un hijo?
Dorado no contestó. El profesor miró extrañado a Gallardo, que negó con la cabeza.
-De todas formas –siguió Dorado – no le creí completamente hasta que encontramos al primero de esos cabrones. Descubrimos que Aguilar tenía muchos negocios sucios. Me limité a seguir las órdenes de Roberto, hasta que me di cuenta que una de las empresas de Aguilar no había desarrollado una medicina que hubiera salvado a mi hijo, pese a tener las patentes.
-Ocurre mucho. Es un asunto de rentabilidad.
-No me vengas con esas, profesor. Yo puedo no ser tan inteligente como tú, o tan útil como lo fue la doctora, pero sé lo que es justo, y estoy con Gallardo por ser el único que puede ayudarme.
-¿Conociste a la doctora?
-Sí…-Dorado se mostraba muy airado, pero siguió hablando. –Era una buena mujer. Me comprendía. No merecía lo que le pasó. Yo mismo me encargué de su asesino.
-Creía que ese tal Caspio era su asesino.
-Él estaba al frente –intervino Gallardo. –La organización de Aguilar es vasta, y su jerarquía está muy distribuida. Contentémonos con poder golpearla, pero no destruirla. No es nuestro trabajo.
Juan no preguntó más. El coche avanzaba, tomando desvíos a gran velocidad. Dejó volar la vista en el paisaje que se difuminaba en dirección opuesta, como un proyectil en el aire.
-¿Qué pasará después, Gallardo? – dijo Juan, después de unos minutos.
-¿Después de qué?
-De destruir la red con el virus de la doctora. ¿Por qué no actuamos de otra manera? ¿Por qué nos limitamos a destruirlo? Podríamos usarlo en beneficio de la humanidad.
-Ninguno de mis hombres tiene conocimientos suficientes para hacer eso, Juan. Y quien los tiene, no tiene nuestra integridad.
-Quizá no has buscado bien.
-Aún cuando lo encontrara, estamos hablando de la capacidad de saber que hace en cada momento cada persona de este planeta. Es una herramienta demasiado poderosa como para usarla. Y además mi intención no es ayudar a la gente. Solo voy a liberarla.
-A veces los que disfrutan la libertad no la merecen o no la saben aprovechar. Estás dando por sentado que todo el mundo te apoyaría, cuando hace unas horas asesinaste a un hombre que según tú carecía de salvación.
-Quien prescinde de la libertad en pos de la seguridad no merece ninguna de las dos- recitó Dorado, que había permanecido en silencio. Gallardo continuó:
-No pretendo erigirme en líder de nadie, Juan. Simplemente soy el único que puede hacerlo.
-¿Por qué? Alguien como tú no debería intervenir. No es asunto tuyo. ¿O acaso no sigues una serie de normas?
-Claro que es asunto mío, profesor. Llámalo…celos profesionales. No puedo permitir que nadie me supere. Yo no gobierno vuestros destinos. Simplemente entré en este mundo, y estoy sujeto a sus normas. Puedo hacer cosas que nadie más podría. Pero no es nada comparado con mi poder real. Y me limito a defender mi terreno. El fin justifica los medios, especialmente cuando el fin me favorece.
El profesor escuchó en silencio. Dorado paró el coche. Al parecer, habían llegado.
-Perfecto. Ahora, Juan, necesito que busques en tu equipaje, y tengas a mano cierto sobre – ordenó Gallardo.
El profesor extrajo el sobre.
-¿Qué contiene?-preguntó.
-Las instrucciones del siguiente paso. No lo abras, hasta que te lo pida. Alfonso…
-Sí.
-Dirígete al punto de reunión. Aguarda allí hasta que Lucas llegue. Después sigue el plan establecido.
Dorado abrió el maletero. Extrajo de allí un fusil, y armado, caminó hasta doblar por un desnivel de los que había en aquel terreno. Mientras el profesor miraba alrededor, un olor nauseabundo penetró en sus fosas nasales. Tosiendo, mareado, miró a Gallardo.
-¿Qué es ese olor?
-Pronto lo sabrás.
Comenzaron a caminar. En cierto punto, Juan pudo ver como en el suelo había un sendero por el que transitar. A ambos lados del mismo, vio dos hileras de postes de madera. Juan ahogó un grito. De ellos colgaban cadáveres, en avanzado estado de putrefacción. Se horrorizó al comprobar que algunos de ellos seguían vivos, agonizando, con terribles heridas que mostraban un aspecto repulsivo. Ninguno de ellos se quejaba; su tormento era palpable a simple vista. El profesor miró asustado a Gallardo, que contemplaba impasible el espectáculo.
-Este es el precio de la libertad, profesor. Esta es la tumba de cualquier ideal.
Luko179127 de julio de 2012

Más de Luko1791

Chat