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Las de Camila

LAS DE CAMILA

La casona, de planta baja y dos pisos, cuadrada, grande, fuerte como un castillo, de paredes defensivas, espacios muy amplios y altos ventanales herméticamente cerrados, estaba a medio kilómetro de Radical, por la carretera de Oviedo hacia El Crucero. En el humilde pueblo era imponente y señorial pero muda, solitaria, fúnebre, muerta. Enfrente, cruzando el río y subiendo por la alta montaña hacia la Villa de Tineo, por la otra carretera de pedregullo, estaba la casa campesina de los de Liendo, también solitaria, silenciosa y sombría. Ambas casas se veían desde lejos separadas por el río, los caleros y la altura, a un kilómetros de distancia en línea recta, a dos y medio por la carretera de Tineo, y a miles, medidos en kilómetros de odio… Quienes se habían comunicado a lo lejos afectuosamente de ventana a ventana, aún sin verse, se transmitían ahora un odio tan feroz y cortante, que solo podía soportarse cerrándolas herméticamente.


Camila Gancedo, a los 52 años, ya tenía cuatro hijas y un hijo cuando su marido, el ingeniero de minas Manuel Rozas Muñoz, de 61 años, debió dejar su trabajo en Sama de Langreo y se traslado a Tineo para hacerse cargo de la mina de carbón que había heredado. Muerta su hermana menor, soltera, le correspondían por herencia íntegramente. La Rozana, cercana al pueblo de Radical, había sido abierta por su padre –ingeniero de minas como él- y, aunque no tenía la importancia de las que había dirigido en Sama y La Felguera, era una empresa familiar moderadamente rentable, que podía intensificar su veta mediante algunos trabajos de perforación que pensaba emprender. No fue fácil para Camila y sus hijas trasladarse a la casona que su suegro había construido en Radical, cuando esperaba que la veta descubierta por él alcanzara una dimensión mucho mayor. La mina tenía una producción pequeña que no cubrió las expectativas y la casona señorial en esa aldea, era una construcción faraónica al lado de las modestas viviendas campesinas. Pero Don Manuel -cesante en Sama por la edad y el revanchismo político de la derecha, después del Decreto de Febrero de 1934, estaba resuelto a pelear por reactivar su herencia, y la familia de este hombre dictatorial, debía aceptar el sacrificio, aunque Camila tuviera que ejercer nuevamente su condición de maestra, terminando allí la educación de su hijo Abel, de 11. Todas las mujeres de la familia adoraban a este niño, nacido tardíamente, cuando ya Don Manuel desesperaba del varón que tanto había buscado y deseado. Esta adoración era casi enfermiza en sus hermanas mayores: María de 27 años, profesora de piano y de Isabel, de 26, maestra como su madre, que al no haber sido monjas por no contradecir el odio a la iglesia de su irascible padre, amenazaban con quedarse solteronas y volcaban en su hermano menor su maternidad frustrada por la vocación religiosa. Carmen de 23 años, era la más parecida físicamente a su madre y en carácter a su padre: alta, bella, fuerte; perita contable y la mano derecha del ingeniero de minas, salvo en sus ideas políticas. Ella, como su madre y hermanas, profundamente católicas, renegaban de las ideas republicanas a las que culpaban en silencio de todos sus males; entre ellos, de su traslado forzado a la aldea.
Llevaban cinco meses en Radical y la necesidad de dinero para afrontar la nueva perforación en la mina, hizo que Don Manuel se trasladó a Sama de Langreo para intentar cobrar lo que aún le adeudaban, a pesar de la situación política imperante que presagiaba lo peor. El partido socialista se ponía abierta y francamente a preparar la revolución, ante el revanchismo de la derecha, que anulaba todas y cada una de las reformas sociales del anterior gobierno de las izquierdas con un decreto que derogó lo que había legislado la República; en cuanto a jornada laboral, salario y colocación obrera en el campo. Los jornales descendieron allí el 50 por ciento y hubo lugares de España, donde se trabajó por la comida, ante el abuso de los propietarios, exasperados ahora por el espíritu de venganza, al recuperar sus latifundios y el poder disimulado de dueños absolutos. A los campesinos que habían manifestado su izquierdismo, se los despidió, en medio de la pobreza más miserable y humillante -dejando muchas veces la tierra yerma- con la frase despectiva digna de aquella oligarquía: ¡ Comed República!... Indalecio Prieto contestaba así a los esfuerzos conciliadores de Besteiro: “¿Concordia? ¡No!… ¡Guerra de clases! ¡Odio a muerte a la burguesía criminal!... Largo Caballero, por su parte, convocaban a la revolución ante la indigna represalia derechista. (1)
En ese ambiente de incertidumbre y temor, llegó Don Manuel a Sama de Langreo. La ciudad minera ardía como un volcán en erupción, que ya lanzaba su ardiente lava por las calles y, ante la inseguridad que se palpaba, decidió postergar la visita a la empresa y se fue directo a la casa de quien había sido su capataz durante años: Ramonin Sánchez, hombre de su total confianza. Era el 5 de Octubre de 1934; Don Manuel y Ramonin llegaron casi juntos a la casa. Después de saludarse efusivamente, Ramonin, muy exaltado, le contó, que al día siguiente 6 de Octubre, se desencadenaba la revolución en todo el país

-Están preparando las proclamas pidiendo que no haya desmanes, pero los mineros tan como locos y no van poder paralos… Aquí la cabeza ye Belarmino Tomas y está apurando los “bandos” revolucionarios porque tien miedo de lo peor…Nun quier que haya atropellos ni asesinatos…En Mieres, el diputado socialista Gonzalo Peña ye el cabecilla y prendió la macha pa que explote todo… Van a salir a matar y ni los “bandos” ni nada va a paralos… Usted quédese aquí hasta ver que pasa. Mañana vamos ver…
-Pero yo soy de los vuestros. No tiene por que pasarme nada. Además Belarmino Tomas es amigo mío y él me conoce bien.
-No ye eso… Belarmino mismo sabe que no va poder paralos y va haber muertes que nun quier…Pero en Mieres ye peor y aquí van contagiase… La revancha de la derecha ye terrible; quitaron nos los derechos que nos dio la República y aquí va reventar todo; Usté tranquilo, quédese y espere…

El día 6 de Octubre fue como vaticinó Ramonin y hubo desmanes y asesinatos de sacerdotes, guardias civiles, ingenieros y obreros católicos, repitiendo lo que sucedía en Mieres. .Ese mismo día los mineros se apoderaron de la fábrica de armas de Trubia y empezaron a cañonear la ciudad de Oviedo desde el Naranco, mientras alternaban el combate con el pillaje, incendios y atentados. El 7 se multiplicó la desesperación y los desmanes suicidas al saber que la revolución fracasaba en Barcelona y Asturias se quedaba sola. El 8 Ramonin le trajo temprano la proclama revolucionaria que salía al día siguiente:
“Hacemos saber: Que el comité revolucionario como interprete de la voluntad popular y velando por los intereses de la Revolución, se dispone a tomar con la energía necesaria todas las medidas conducentes a encauzar el curso del movimiento. A tal efecto disponemos:
“1.”El cese radical de todo acto de pillaje, previniendo que todo individuo que sea cogido en actos de esta naturaleza, será pasado por las armas.
2.”Todo individuo que posea armas debe presentarse inmediatamente ante el Comité a identificar su personalidad. A quien se coja con armas en su domicilio, o en la calle, sin la correspondiente declaración, será juzgado severísimamente.
3”Todo el que tenga en su domicilio artículos producto del pillaje, se les conmina a hacer entrega de ellos inmediatamente. El que así no lo haga, se atendrá a las consecuencias naturales como enemigo de la Revolución.
4.”Todos los víveres existentes, así como artículos de vestir, quedan confiscados.
5.”Se ruega la presentación inmediata ante este Comité de todos los miembros pertenecientes a los Comités directivos de las organizaciones obreras de la localidad para normalizar la distribución de víveres y artículos de vestir.
6.”Los miembros de los partidos y las Juventudes obreras de la localidad deben de presentarse inmediatamente, con su correspondiente carnet para constituir la Guardia Roja, que ha de velar por el orden y la buena marcha de la Revolución”.
“En Oviedo a 9 de Octubre de 1934. “El Comité Revolucionario.” (2).

Don Manuel no aguantó más; después de saber que los dueños de la empresa minera ya no estaban y habían matado a dos de los ingenieros y varios empleados administrativos, no quiso quedarse y decidió intentar ver a Belarmino Tomas para que le diera un pase y marchar para Rodical. La línea de teléfono estaba cortada; podía ser que allí pasara algo malo y el no estaba. No habían caminado casi nada cuando los paró una patrulla de mineros armados. Don Manuel reconoció en el jefe al Ximelgo, uno de los dos hermanos, picador pendenciero y conflictivo, al que varias veces había tenido que sancionar por retrasar el trabajo.
-¡Alto!, gritó el Ximelgo, palpando la funda de la pistola…
-Ye de los nuestros Ximelgo -contestó Ramonin adelantándose un paso -Ye amigo de Belarmino; votó por la Republica y echáronlo…
-¡Esti vigilábanos! y tu también cabrón… ¡Matailos a los dos, coño!... Son de Besteiro…
Un segundo después, Don Manuel Rozas Muñoz, con su moderada y severa proclama revolucionaria en el bolsillo, caía muerto sobre el cadáver del capataz Ramonin.


* * *


Doña Camila tardó más de tres semanas en saber de la muerte de su marido. Fueron días de sufrimiento, incertidumbre y espera que terminaron en una visita drástica de la Guardia Civil que sumió a las cuatro mujeres en la desolación. Las mujeres vistieron de negro a partir de entonces y ese color nunca más saldría de la casona. Las de Camila –y ese fue el nombre que les quedó para siempre en la aldea- vivían encerradas en su dolor desde ese día y solamente salía Carmen, que afrontaba la responsabilidad de la mina y el pequeño Abel, que no entendía la muerte de su lejano padre y escapaba incontenible a lo de su amigo Joaquín Liendo, en la casa campesina que se veía desde la ventana, allá arriba en la carretera pedregosa de Tineo. Abel y Joaquín Liendo, de 13 años, iban juntos a la escuela de Rodical y se habían hecho inseparables en los pocos meses que la familia llevaba en la aldea. Abel era notablemente inteligente y además tenía dos maestras en casa, así que Joaquín, más atrasado porque debía compartir la escuela con las tareas del campo y el cuidado de las vacas, solía venir a la casona para hacer sus deberes, contando con la ayuda inestimable de Abel y sus dos maestras. La muerte de Don Manuel cambió aquello por un tiempo, pero seis meses después se incentivó, al no tener como freno su presencia absorbente y severa; solo las dos monjas virtuales permanecían encerradas y escondidas en su frustración definitivamente, aunque Abel seguía siendo su ángel guardián
La vitalidad de su hijo para Camila; la responsabilidad de la mina para Carmen y su propia juventud para Aguedita, hicieron que, por impulso de Abel y su entrañable Joaquín, las celosías volvieran a abrirse y, durante las noches tranquilas, los dos chicos se hicieran señales con las luces desde las ventanas y el resplandor de las linternas perforara tímidamente la oscuridad y la distancia. Era una transmisión de cariño; de amor y amistad luminosa, juguetona y alegre, como solo en dos adolescentes del mismo sexo, que no han despertado aún al instinto esclavizante, y se necesitan y buscan continuamente, es posible.

Joaquín tenía un hermano: Jacinto, que hacía el servicio militar en Galicia y estaba de licencia brevemente por la Navidad. Jacinto (que cocinaba muy bien) solía compartir con su padre la escopeta de caza cuando regresaba en esas pequeñas y escasas licencias, porque el huraño Antón –que no prestaría su reluciente escopeta a nadie- no podía negársela ahora a su hijo mayor, ascendido a cabo en su regimiento por su puntería excepcional. Ese día Jacinto había preparado y cargado anticipadamente el arma para salir de cacería por el monte, cuando su padre lo llamó para que lo ayudara a limpiar la cuadra. Antón, que hacía todo solo, no podía prescindir de su hijo mayor cuando estaba, porque su obsesión era que todos en casa debían de trabajar, y era esa obsesión y el imitar a su hermano en la cocina, lo que atrasaba en el estudio a Joaquín. Los dos chicos llegaron ese día de la escuela y Abel lo acompañaba para tener después el placer de bajar por las empinadas y resbaladizas peñas, entre los caleros, para pasar el tembloroso puente de madera hasta su casa. Tenia la escuela más cerca de la casa que Joaquín, pero el placer de acompañarlo y bajar después, saltando entre las peñas, era un gozo que no podía sustituirse con nada; además siempre había algo rico, cocinado por Jacinto o por Joaquín, para llevarse. Cuando entraron en el comedor, estaba allí la escopeta, reluciente –siempre descargada- y la mochila de Jacinto preparada para la cacería. Fue un instante tan solo en el que Joaquín, iluminado de amistad y alegría, tomó la escopeta y apuntó –como había hecho tantas veces jugando- apretando el gatillo sonriendo desde el alma…El estruendo fue ensordecedor y el cuerpo de Abel, tomado a dos metros en el pecho, cayó muerto en el instante, dejando en su rostro de niño inocente la expresión aterradora infinita y muda del asombro imposible…


Doña Camila, destrozada, se dejó morir a los dos meses de una neumonía fulminante. Nunca las hermanas perdonaron y nunca los Liendo se perdonaron a si mismos. El odio entre las dos ventanas, que se habían amado tanto a través de los dos adolescentes, jamás se extinguió y fue como el alimento con el que las dos casas se nutrieron, para no poder perdonar, ni al otro, ni a si mismos…En una y en la otra las ventanas permanecieron cerradas siempre a partir de esa tragedia. Las de Camila se enclaustraron adentro y, después de mal vender la mina, el pueblo nunca supo como se alimentaban, porque era imposible saber que existían. Jacinto Liendo murió en la guerra; Joaquín Liendo, desapareció sin rastro a los 14 años; los padres vendieron las tierras y quedaron solos, sin que el pueblo tan cercano los volviera a ver, porque la casa, cerrada y muda, era siempre un páramo sin vida. Todo el amor adolescente que sobraba para dar luz a las dos ventanas aún después de la muerte, se quemó en si mismo porque unas y otros buscaron el culpable, en lugar de unirse y aceptar, como un bálsamo de la propia tragedia, lo bello y milagroso que de ese amor y esa amistad transparente quedaba.

* * *

El 18 de Julio de 1936 estalló la guerra. Nunca en los años que duró se abrieron las ventanas en la casona de las de Camila, pero las mujeres estaban adentro y, cuando en repetidas ocasiones la Guardia Civil fue a investigar, ante la duda de algo oculto, las cuatro mujeres vestidas de negro y rodeadas de cristos vírgenes y cirios, estaban allí, solas, renovándose el dolor unas a otras y vigilando cada una que la otra no dejara de sufrir.

Terminada la sangrienta guerra civil, los camiones Chevrolet que el régimen de Franco poseía en gran escala, pasaban por le carretera de Oviedo en columnas muy largas. Aguedita, con 22 años de rezos y encierro, espiaba abriendo levemente la celosía -empujada por la curiosidad de su juventud perdida- cuando sus hermanas no la veían. Poco a poco fue tomando confianza y salía al balcón, cerrando las celosías tras de si, para que sus hermanas no supieran que estaba allí. De la tímida sonrisa a los soldados que la saludaban alborozados, pasó al saludo entusiasta, alagada por la euforia que despertaba. Previamente, a escondidas, se arreglaba con todo el cuidado posible, que no era mucho porque no tenía con qué hacerlo, ni podía cambiar su ropa negra por algo más alegre, porque ninguna de las hermanas tenía nada que no fuera de ese color.

Alfredo Fortan, alférez provisional que airosamente había sobrevivido a la guerra, le había tomado el gusto al uniforme y aprovechó la oportunidad de continuar en el ejército, contradiciendo la voluntad de su padre, que lo esperaba con urgencia en la empresa familiar de Castellón. Desde hacía dos meses estaba a cargo de una tropa de camiones que trasladaba el reemplazo de soldados y armamento de la zona de Cangas del Narcea a Valladolid. Al pasar el pequeño pueblo de Rodical, la caravana debía reducir la velocidad para cruzar el puente al final de una curva de 90 grados; cuando reanudaba su velocidad por la recta, de poco más de un kilómetro, veía siempre, en una fuerte casona señorial, una mujer muy joven, alta y bella, vestida de negro, saludándolo sonriente en el balcón… Una y otra vez se repitió el afectuoso saludo y, un poco por la misteriosa sonrisa vestida de negro y otro poco por el significado de la señorial casona solitaria, empezó a elaborar la idea de parar con un pretexto. No podía hacerlo estando en servicio, salvo simulando una avería, y eso fue lo que tramó. Alfredo era el niño mal criado de una familia con una gran planta envasadora de fruta en Castellón. Ni la guerra y sus duros combates lo corrigieron, porque se las había arreglado siempre para estar en la retaguardia y, además de irresponsable y vividor, era audaz y valiente, cuando se hacía imprescindible serlo. De su pudiente familia recibía de todo -cosa que compartía con sus superiores- permitiéndose una situación de privilegio. Gustaba lo mejor, se las ingeniaba para tenerlo y lo regalaba generosamente, lo que lo colocaba lejos de ser un oficial provisional más.
Ese día arregló con el sargento que lo sustituiría al frente de la tropa de camiones mientras él paraba en la puerta de la casona para revisar la supuesta falla mecánica, esperando a la grúa y al mecánico que siempre acompañaban la larga caravana. Vio a la joven de negro en la recta y paró el motor en la puerta de la casa, diciéndole al chofer que levantara rápido el capot buscando una supuesta falla mecánica. El mismo sacó rápidamente la tapa del distribuidor alterándola. Solo entonces miró para el balcón donde una bella sonrisa y dos bellos ojos negros lo contemplaban expectantes.
-¡ Hola! Tenemos un problema -le dijo desde abajo- ¿tendría Vd. un teléfono y un poco de agua?
-Ya bajo –contestó Aguedita ruborizada, al tiempo que entraba rápidamente en la casa.
-Saca la tapa del radiador –dijo presuroso al chofer cuando ella no escuchaba
Mientras esto sucedía la larga caravana de Chevrolet idénticos pasaba a su lado sin detenerse, porque todos sabían que la grúa, que llegaría última, lo haría.
Un segundo más tarde Aguedita habría la puerta y el apuesto valenciano, en su atractivo uniforme de alférez y la virgen asturiana de 22 años, que no había tenido jamás un simple noviazgo, prisionera del irascible y castrador padre primero y de la tragedia, el luto y las frustradas monjas después, quedaron frente a frente. Aguedita necesitó solo ese instante para que el amor romántico imaginativo y toda la sensualidad sepultada por los rezos diarios, se despertaran violentamente y el valenciano no hubiera necesitado decir una sola palabra, pero la dijo:
-¡ Por fin la conozco de cerca! ¡Es mucho más hermosa vista así!
-Aguedita, roja y temblorosa por la emoción, no podía decir una sola palabra…
En ese instante se detuvo la grúa y simultáneamente Carmen, alarmada, bajaba presurosa la escalera.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Alfredo miró con aplomo a la mujer severa, alta y bella, vestida de negro totalmente, y con el mayor encanto posible de su personalidad, experta en la seducción, la saludó militarmente, dándole la explicación respetuosa y cordial de su presencia.
No necesitó más. En los breves minutos que duró arrancar el camión y poner el agua que Aguedita trajo en una nube de excitación para el nada sediento radiador, las dos mujeres estaban seducidas totalmente. Aguedita, despidió con su corazón desbocado, ardiendo de pasión, al príncipe guerrero, que prometió volver en una visita gentil de agradecimiento y cortesía.
A partir de ese día Alfredo se las arregló para venir desde la cercana Cangas del Narcea no menos de tres veces por semana y, antes de que le anunciaran el traslado de su regimiento, las cuatro hermanas estaban totalmente rendidas a los pies de su excitante uniforme.

Aguedita era alta, como todas las hermanas, de hermosos ojos negros y ondulado cabello también negro; además vestía de negro, igual que todas ellas, y su atractivo tenía más de misterio que de excitación. Cuando Alfredo Fortan tuvo que despedirse apresuradamente y viajar con su regimiento para Valladolid, no estaba enamorado de la mujer, estaba seducido por la situación. Las cuatro hermanas parecían trasplantadas de “La Casa de Bernarda Alba” y Alfredo se veía a si mismo como Pepe el Romano, en un teatro apretado de admiradores fervorosos. Así que al despedirse prometiendo escribir, ese era su propósito, como lo era la idea de regresar lo antes posible.
Las cartas llegaron pronto, bellas, amables, corteses -puesto que entre los dos solo habían hablado las miradas- para Aguedita, pero igual que lo habían sido las apresuradas entrevistas, con y para todas las hermanas. Alfredo quería seguir la obra en la que era el apuesto galán y rematar la seducción personalmente, despertando el admirado aplauso. Además, se preguntaba que había detrás de la casona señorial y las fotografías de minas de carbón que había visto en la sala. La situación de su familia era sólida, pero la dependencia y las críticas severas de su padre le hacían soñar con una independencia floreciente y triunfadora, que las convirtiera en admirada aprobación Aguedita mientras tanto, se desesperaba y ardía de impaciencia y ansiedad ante la falta de la palabra amor.
Pasaron tres meses de cartas cada vez más espaciadas; el último de un silencio casi total. Aquél día Aguedita, presintiendo lo peor, desesperaba su impotencia manifestando en gritos de histéricos reproches todas lo que sentía, cuando sonó el timbre de la puerta con insistencia. Bajó la propia Aguedita y al abrir, tardo varios minutos en reconocer en Alfredo Fortan al joven rubio, vestido de chaqueta azul y pantalón blanco, con un pañuelo de vistosos dibujos anudado al cuello, debajo da la camisa celeste. Aguedita nunca había visto al príncipe sin su uniforme heroico de imaginario guerrero y hubo una muy breve decepción, pero un instante después, la tensión, el temor y la angustia de la desesperante espera, explotaron… Aguedita, sin importarle de nada, ni de nadie, se lanzaba en los sorprendidos brazos de Alfredo besándolo apasionadamente.
A partir de ese momento Aguedita fue incontenible, cambiando todo el acto que Afredo había escrito en su imaginación. Los años reprimidos, y los dos meses de incertidumbre y un tercero de angustia, se desataron de golpe, y fue ella misma la que acosó al valenciano, cambiándole totalmente el libreto, sin que las críticas alarmadas y avergonzadas de sus hermanas pudieran contenerla. Actuando sorpresivamente como una amante desprejuiciada, vanidosa, exhibicionista y enamorada, se paseó por Tineo y Radical colgada del apuesto valenciano que -en aquellos tiempos de “cartilla de racionamiento” limitada para el tabaco- hacía alarde de fumar Cámel y Chesterfield, lo que era entonces una marca indiscutible de triunfador…En aquellos paseos de exhibición vengativa, rebelde y exitista, Alfredo preguntó, como al pasar, de las fotografías en la sala de estar de minas de carbón… Aguedita, intentando asegurar su trofeo y para impresionarlo, dijo que eran de su abuelo paterno y en consecuencia su herencia, sin mencionar que las habían mal vendido y sus reservas económicas se terminaban.
El tercer día de la estancia en Tineo de Alfredo Fortan en una pensión -no había ningún hotel entonces- Aguedita, pasando por arriba del cristiano recato de las dos monjas virtuales y la conservadora moral de Carmen, viajo a Oviedo con Alfredo y al volver, un día después, con su inútil virginidad perdida y el luto sepultado con ella, el drama en la casona de las de Camila fue tal, que Aguedita y Alfredo se fueron impulsivamente para Madrid, escapando de los llantos y el escándalo familiar de la vergüenza que gritaba la degradación y el pecado mortal de la perdida Aguedita.

Las de Camila tenían un anciano tío en Gijon, hermano mayor de su madre, con el que se habían carteado con alguna frecuencia. El tío Rafael era médico, vinculado política y laboralmente al “Auxilio Social” y a su vez a la falange, puesto que la Dirección General la ejercía Pilar Primo de Rivera, hermana del asesinado José Antonio. En conocimiento del drama de Aguedita; la ya precaria situación económica de sus sobrinas y la imposibilidad de seguir sosteniéndose en la casona de Radical, las llamó para Gijón, a donde =dada su cristiana respetabilidad y capacidad educativa- trabajarían a sus ordenes. Un mes después de la silenciosa ausencia de Aguedita y Alfredo, las de Camila dejaban cerrada definitivamente la casona de Radical y se iban, con su vergüenza integrada al eterno luto, a vivir en las propias dependencias del “Auxilio Social”, donde su tío evaluaría las posibilidades de su futuro trabajo.

Aguedita y Alfredo habían viajado a Castellón para que el severo padre y sus hermanas conocieran a la heredera de una importante mina de carbón asturiana, y futura esposa de su exitoso hijo y hermano. Pero Aguedita no fue bien recibida por la familia de Alfredo, que no veía de buen grado el viaje de la soltera heredera =sola con su novio- en una sociedad donde exteriormente todo era pecaminoso y prohibido Por unos días Alfredo ignoró el rechazo y se mantuvo firme, amparado en el futuro éxito económico que lo haría ser considerado y respetado por los suyos; el drama se desató cuando Aguedita tuvo que confesar su verdadera situación económica, y las minas de carbón y el futuro de Alfredo se esfumaron. Aguedita fue abandonada en un hotel de Madrid, en el que terminó trabajando de empleada, gracias a su bella presencia y a que el dueño, viudo y disponible, se dispuso a seducirla. Para entonces ya estaba embarazada de Alfredo, aunque eso lo supo tres meses después.

Solo diez días estuvieron las de Camila residiendo en las dependencias del “Auxilio Social”. Vivir en el lugar del trabajo era muy sacrificado y una vez designadas las tareas de cada una de las hermanas, el propio tío Rafael les gestionó el alquiler de un pequeño piso a pocas calles de allí. Así empezaron las hermanas sus respectivas tareas: Maria, que siempre llevaba consigo su piano en las mudanzas, lo instaló -por sugerencia del tío- en el “Auxilio Social”, donde empezó de inmediato con lecciones de música y la formación de un coro. Isabel, con su título de maestra bajo el brazo, pasó de inmediato a la enseñanza y Carmen -de más carácter y personalidad- a la administración y dirección de la sala-comedor de los indigentes, vagos y alcohólicos adultos, que el “Auxilio Social” atendía y pretendía corregir diariamente. Varios meses después, con gran satisfacción del tío Rafael, las tres hermanas –que habían tenido que cambiar el luto por el uniforme de la falange del “Auxilio Social”- se habían adaptado perfectamente, sobre todo Carmen, que ya formaba parte de la dirección. No les había sido difícil a las hermanas la adaptación a un lugar regido por el crucifijo, las fotos de Franco y José Antonio y la presencia continua de curas y monjas. Los pensamientos republicanos de su padre, siempre habían sido motivo de sus plegarias y el que ese hombre agnóstico y su católica madre se amaran, considerado como un milagro de Dios…

Casi un año llevaban en el “Auxilio Social”. Nada habían sabido de Aguedita y esa noche, después de la cena, Carmen dio antes de retirarse una última mirada a la sala en la que estaban los indigentes y borrachos de siempre, que en algunos casos se quedarían a dormir. En un rincón al fondo vio a un hombre joven, sentado en una silla, con la mirada extraviada en el destino. Carmen sintió que el corazón se le paraba al creer reconocerlo. Despacio y vacilante, se acercó. El joven, de cabello castaño ondulado y ojos llamativamente verdes, barbudo y sucio, miraba sin mirar a la pared en evidente estado de ebriedad. Le temblaban las piernas cuando se acercó más:
-¡Joaquín Liendo! ¿Eres tú?

Carmen se había cambiado para irse –siempre lo hacía- y tenía puesta la ropa negra que era una parte de si misma; a los 30 años mantenía su austera belleza distante y su serena personalidad. Al reconocer a Joaquín, a quien había amado como una parte indivisible de su hermano Abel y odiado ferozmente con su culposa muerte, luchaba con los dos sentimientos encontrados.
Joaquín, con la mirada extraviada aún por el alcohol, reconoció de inmediato la figura alta, de grandes ojos negros como su envoltura, que siempre le había echo sentir de un modo distinto a las otras -inquietantemente y sofocado- los besos que en los días de gloria todas las hermanas le prodigaban, como a una prolongación del hermoso y amado Abel. Se levantó vacilante y temeroso mirándola fijamente, asustado de lo que vendría, mientras los labios balbuceaban algo que no podía articular y los bellos ojos verdes se llenaban de lágrimas que corrían a raudales por la cara, deteniéndose a empapar la descuidada barba… La boca suplicaba en silencio, en un esfuerzo supremo por manifestarse, hasta que empezó a sollozar sacudiendo todo el pecho en dolorosos espasmos…Toda la figura, en la que los restos del alcohol desaparecieron repentinamente, trasmitía un dolor desgarrador…
La feroz lucha que Carmen mantenía con su rencoroso y alimentado luto de siete años, que la impulsaba a rechazarlo vengativa, cedió ante la dolorosa figura de Joaquín… Su instinto maternal se ablando ante el sincero dolor y el niño Joaquín -ídolo del querido Abel- apareció de nuevo y estaba allí, sufriendo desolado, a la espera de un abrazo protector, como ella lo había estado tantas veces a solas consigo miasma, sin encontrarlo… Un segundo después, Carmen y Joaquín, así como habían estado al borde de rechazarse y agredirse ferozmente, se abrazaban buscando cada uno en el otro su salvación.

Estuvieron abrazados llorando largo rato, sin que ninguno de los dos aflojara el abrazo, por temor inconsciente a que la paz, que repentinamente ambos sentían, se esfumara al mirarse nuevamente a los ojos. La encargada de noche y algunos de los extraños personajes de la sala miraban expectantes y Carmen, que fue la primera en reaccionar, le dijo, al tiempo que limpiaba sus lagrimosos ojos:
-Es el querido amigo de mi hermano muerto…

Joaquín sonreía tímidamente, con la cara arrasada de lágrimas, y tomando la mano de Carmen la besaba, agradeciendo incontenible el perdón que tanto lo había atormentado…
-Vamos… Tienes que bañarte y cambiar ese aspecto. ¿Dónde vives? ¿Estás solo?
Joaquín contó, como pudo, que estaba en una pensión en Cima de Villa y vivía en una habitación con tres más. Trabajaba de camarero y a veces de cocinero sustituto, en el restauran El Molinón. Esa noche y el día siguiente, era su descanso semanal. Se habían emborrachado y la guardia civil, al verlo ebrio, lo trajo al “Auxilio Social”, como hacían con los borrachos de la calle. Mientras hablaba sacó por dos veces el inhalador del bolsillo y se alivió la garganta…
-¡Perdón! El asma me empezó a partir de aquél día…
Carmen sintió mucha ternura ente la confesión y un poco de vergüenza ante el odio que había alimentado tantos años.
-¡Ven! Puedes bañarte aquí. Te conseguiré ropa interior y una camisa mientras te lavan esa.
Muy excitada aún, pero con una extraña paz en el alma, Carmen, con la camisa para Joaquín, tuvo que detenerse en el pasillo para llorar nuevamente. Había sufrido tanto con ese dolor rencoroso en el alma. ¡Siete años de odio y tortura infinita en los que mil veces le había deseado la muerte, sin que los rezos ni las súplicas pudieran aliviarlo y ahora la paz y el deseo infinito de vivir! ¡Había estado muerta durante tantos años!

Joaquín, con una camisa azul del “Auxilio Social”, sin restos de alcohol, bañado y tímidamente sonriente, era un joven de 20 años hermoso -como podía haberlo sido Abel- que parecía un poco mayor a esa edad por la barba de dos o tres días. Carmen lo veía así y la memoria de Abel volvía con él, pero sin odio, ni rencor, como si de aquella tragedia terrible hubiera recuperado milagrosamente la mitad de lo que había perdido.
-Vamos a mi casa. Isabel y Maria estarán durmiendo y ojalá puedan sentir al verte lo que yo siento…
-Me da mucho miedo Carmen volver a verlas… Me parece mejor que yo no vaya… De verdad ¡tengo miedo!
-¡No! En algún momento tiene que ser y después de tantos años de dolor, ellas también deben de recuperar la alegría de vivir. Además el tiempo que llevan aquí y todo lo que han visto, las ha cambiado. Yo creo que es mejor que te vean cuanto antes…
Las cuatro calles que separaban el “Auxilio Socia” de domicilio de Carmen las hicieron en silencio y Carmen, al verlo tan nervioso, lo tomó de la mano.
-¡No tengas miedo! Ahora no te verán porque están durmiendo. Tendrás que dormir en mi misma habitación; hay dos camas. Solamente hay dos habitaciones: en una duermen ellas y en la otra yo. Pero no te preocupes por eso; hoy nos arreglaremos así.
Entraron en el piso de puntillas para no despertar a las hermanas que dormían en la primera habitación. Carmen llevó silenciosa y rápidamente a Joaquín a la suya y él se quedó allí en el medio, muy nervioso, sin saber que hacer.
La habitación amplia, pintada en dos tonos de verde, tenía dos camas de una plaza y medía con una mesita de luz y un ingenioso velador cada una, cuya luz alumbraba prendida una foto ampliada de Abel a los ocho o nueve años en la de la derecha, y otra de Doña Camila sonriente, en la de la izquierda. Al costado de cada cama una pequeña alfombra persa y entre las dos una amplia ventana a la calle, con sus gruesas celosías cerradas En la cabecera de la cama de la derecha un crucifijo y en la otra un bello dibujo con flores violetas, rojas y amarillas. Sobre las dos paredes laterales, dos cuadros de regular tamaño con bellas marinas de Monet y debajo de cada uno de ellos un retrato a lápiz de Aguedita en uno, y de Abel en el otro, firmados por la propia Carmen. En la pared que daba al pasillo un amplio armario junto a la puerta de entrada a la izquierda y un pequeño escritorio con una silla del otro lado, en el que había una fotografía ampliada de toda la familia en Sama de Langreo, antes de Rodical. Puertas y ventanas estaban pintadas de blanco y toda la habitación, en la que sobresalían las colchas con figuras geométricas en amarillo suave y verde claro, era agradable y cálida.
-Acuéstate en la cama de la izquierda y apaga la luz. Duérmete y no te preocupes; mañana conversaremos y todo estará bien. Yo me levantaré temprano y cuando tu te levantes ellas sabrán que estás aquí…Solo habrá que superar ese breve momento…Yo voy a bañarme y me acostaré sin hacer ruido.

Cuando Carmen entró en la habitación en camisón, cubierto por una larga bata negra, la tenue luz del velador de la izquierda estaba prendida y Joaquín, sentado en el borde de la cama, lloraba en silencio.
-¡No te acostaste! ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? No seas niño, Joaquín, serénate y acuéstate…Verás que mañana todo estará bien…
Carmen hablaba en voz muy baja y mientras decía esto cerró cuidadosamente la puerta con llave. No quería que alguna de sus hermanas viniera a la habitación por cualquier motivo y encontrara a Joaquín, antes de que ella les anunciara que estaba allí…
-Carmen, tengo que irme…Me da miedo lo que puede pasar cuando tus hermanas me vean. Tú siempre fuiste distinta para mí, ¡yo te amaba! Ellas no son igual… Tengo miedo de encontrarlas… Es mejor que me vaya…
Saber que el niño que Joaquín había sido la amaba especialmente; ¡a ella! tan necesitada de amor, la sorprendió, y al ver que Joaquín intentaba levantarse para irse, lo retuvo, y se sentó en la cama a su lado.
-¡No intentes irte! ¡Por favor quédate! No quiero perderte ahora que te encontré y he liberado de mi tanta amargura…Tampoco tener que esconderme para verte… ¡Por favor quédate! Y mientras decía esto tomó la cara de Joaquín entre sus manos y empezó a besarlo tiernamente secándole las lágrimas con la boca húmeda…
Carmen, la más alta y bella de las cuatro hermanas, tan solo había tenido un incipiente noviazgo a la edad de 21 años en Sama, antes de que toda la familia se mudara a Radical. El joven ingeniero de minas –que su padre rechazó desde el primer momento por sus ideas políticas de derecha- fue asesinado en la revolución de Asturias del 34 por la misma exaltación revanchista que asesinó a su padre de ideas opuestas. Todo lo que había conocido del amor y del sexo no pasaba de algún beso furtivo y los libros prohibidos que había leído a escondidas en su casa de entonces, en el breve tiempo que duró la república. Después de Radical y en la soledad y la tristeza en que habían vivido, nada, ni nadie…Con su alta y bella figura imponía un respeto excesivo a los pocos hombres con los que ahora había tratado y, a los 30 años, la hermosa y sobria Carmen, mantenía su virginidad y una enorme necesidad de dar y recibir amor.
Joaquín recibía las caricias y los besos consoladores y tiernos de Carmen en medio de la niebla de sus dolidas lágrimas, casi sin darse cuenta, pero, poco a poco, todo su cuerpo reaccionó ante las manos y la boca de la mujer que ya de niño lo alteraba con sus caricias, produciéndole un extraño calor y un acelerón del corazón que siempre había callado sintiéndose culpable. De todas las hermanas de su querido Abel, ella lo conmovía y lo excitaba ¡era tan alta y ten hermosa! Joaquín no había tenido novias porque la amargura de la tragedia y el asma que lo atormentaba lo inhibían, aislándolo voluntariamente, pero en la pensión de Cima de Villa vivían varias prostitutas; una de ellas, africana de Ceuta, de excitante sexualidad y hermoso cuerpo, se había enamorado de sus ojos verdes y Joaquín aprendió todo cuanto alguien así, ardiente desprejuiciada y pasional, podía enseñar. Ahora ante la ternura de Carmen, por quien sentía temor y respeto, contenía su alteración avergonzado de lo que solo debería ser agradecimiento, pero en un momento de las tiernas caricias de consuelo de Carmen, las dos bocas al pasar se tocaron, y al sentir sobre sus labios la sensual boca de Carmen la apretó apasionadamente, sin poderse contener. Por un momento los dos se quedaron quietos, asustados de lo que habían hecho… Se separaron mirándose a los ojos tratando de recomponer el respeto perdido, pero fue solo un segundo... Carmen, a los 30 años, vivía las caricias por primera vez en su vida y aunque la intención inicial había sido otra, la boca del hermoso Joaquín sobre su boca, fue como la sacudida de una corriente eléctrica y un deseo de amor infinito y desconocido la excitó hasta perder por primera vez en su vida el dominio de si misma. Se había bañado y su cuerpo desnudo estaba en camisón de seda debajo de la bata, lo que repentinamente enardeció un deseo en el que su cuerpo ardía entero así por primera vez y se desataba de sus inhibiciones, liberándola de su larga y dolorosa prisión. Era consciente de la locura, pero en el estado de alteración y deseo no podía ni quería detenerse. Se abrazó sin más a Joaquín y lo besó en la boca apasionadamente sin reparar en nada, ni en nadie.
Por largos minutos, sin decirse una sola palabra, se besaron y acariciaron acostándose sobre la cama y sacándose poco a poco todo lo que estorbaba. Joaquín, tras el impulso de Carmen y vencido su respeto y timidez para con ella, llevó la iniciativa y en su apresuramiento, sin quitarle la bata abierta le subió el camisón dejándola desnuda con las dos prendas puestas. Carmen, sin la menos experiencia lo dejaba hacer, y cerraba los ojos para contener la vergüenza y las lágrimas. Sentía por toda su escondida intimidad las manos cálidas, expertas, y cuando el ansioso Joaquín, sin acabar de desvestirse, la penetró suavemente para no lastimarla, se abrazó a él con toda la dificultad que le permitía la larga bata abierta que aún llevaba puesta, sobre la que cayó la abundante muestra de su virginidad.
Estuvieron abrazados y acariciándose mucho tiempo sin que saliera de la boca de los dos nada más que una sola palabra:
-¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!
Solamente este murmullo se escuchaba en la boca de los dos.
Carmen se sentía mojada y le pidió:
-¡Estoy mojada y sucia! Por favor no me mires que voy a levantarme…Tengo que ir al baño muy despacio y lavarme. No me mires, se bueno. Estoy vieja y fea…
Joaquín se dio la vuelta mirando para la pared, pero cuando ella se levantó volvió a mirarla faltando a la promesa pedida. Carmen miraba en el velador la bata, que había manchado también la sábana al levantarse. Se había quitado el camisón con intención de lavarlo y estaba hermosa. Cuando vio que Joaquín la miraba desnuda, se tapó inútilmente con las manos manchadas de sangre.
-Mira como estoy... ¡Que vergüenza! ¿Que pensaras de mí?
Joaquín, que después de todo lo que había sufrido y el terror a encontrarla, no podía creer lo que le sucedía y estaba ya locamente enamorado, alcanzó a decir, en medio de su incontenible emoción:
-¡Me parece un sueño que tu y yo estemos así! ¡Jamás lo hubiera creído ni en mi sueño más delirante y loco! ¡Carmen!… ¡Carmen!… ¿Qué puedo hacer para retenerte siempre así? ¡Te amo tanto!
-Date vuelta por favor, no me hagas sentir mal… Voy a tratar de ir al baño para lavar esto…
Joaquín se dio vuelta contra la pared para complacerla y Carmen se acerco a la puerta abriendo la llave cuidadosamente para no hacer ruido… Apenas la entreabrió la voz de su hermana María sonó desde el comedor:
-Carmen… ¿Estas bien? ¿Necesitas algo?
Carmen, que apenas había asomado la cabeza, se quedó quieta, aterrada, y contestó rápidamente para salvar la embarazosa situación:
-¡No! ¡Estoy bien! Sucedió algo en el trabajo que me dejó alterada y me cuesta dormir…Mañana te cuento… ¡Buenas noches!
Y cerró nuevamente, apretando la desnuda espalda contra la madera para calmar su agitada respiración… Un minuto después se volvió cerrando con llave muy despacio para no hacer ruido.
Joaquín, entre tanto, que había sentido la voz de Maria, se había sentado en la cama y empezaba muy callado a vestirse. Estaba asustado y la miraba muy nervioso cuando Carmen, recuperando su aplomo y olvidando su desnudez, se acercó a calmarlo. Hablaron en un susurro:
-¿Adonde vas? Salir ahora sería peor…Quédate tranquilo y confía en mi; por la mañana yo les explicare y, sin que sepan lo que ha pasado entre nosotros, todo se arreglará. Pásate a la otra cama que esta está mojada y sucia… ¡Vamos! No seas niño, cálmate…
Hablaba en un susurro besándolo mientras lo hacía, disimulando su oculto nerviosismo para no alterarlo más. Se limpio como pudo con una toalla de baño que sacó del placard y después, silenciosos, se acostaron los dos en la otra cama.
Carmen estaba totalmente desnuda; la presencia de su hermana levantada hizo que se olvidara de todo perdiendo inconsciente su timidez. A pesar de la tensión y el silencio obligado, cuando Joaquín la abrazó nuevamente y sintió su piel contra la suya tuvo de inmediato una nueva erección. Terminó de desvestirse y sin una sola palabra volcó en ella todo el sexo que había aprendido de la sensual africana, agregando a los lentos movimientos -a los que obligaba el silencio- todo el amor que ya era en él incontenible…
Carmen, en un éxtasis total, lo dejaba hacer apretando los labios para no gritar el lento gozo que la llenaba entera. Conoció por si misma todo lo que hacía tantos años había leído, y cuando la desesperante lentitud trajo un orgasmo tras otro, se mordió los labios hasta sangrar y creyó que moriría al no poder gritar de amor y de placer… Cuando aquella media hora de contenido silencio terminó, sabía que amaría y desearía volverlo a vivir todo en Joaquín el resto de su vida.
Tras el éxtasis se durmieron, pero Carmen se despertó enseguida. Cuando persuadió a Joaquín a venir a la casa, estaba segura de que sabría enfrentar la situación con sus hermanas y lograr que ellas terminaran aceptándolo. No había entre ellos dos nada más que el pasado y el recuerdo. Estaba segura de si misma porque no sentía culpa ni deseo prohibido alguno. No importaba que él durmiera en la cama de al lado. Ella sabría explicar eso porque no tendría de nada de que avergonzarse con quién había sido alguna vez casi como el propio Abel; pero ahora… ¿Como enfrentar a sus hermanas, con lo que había pasado? Carmen no tenía hasta esa noche la menor experiencia en el amor ni el sexo; con Joaquín, 10 años más joven, había despertado en unas horas a todo…Pero, ¿qué sucedería si llegaba a saberse? Conocía bien, porque formaba parte de esa moral hipócrita, que en aquella sociedad santurrona de los años 40, que vengaba en los demás ferozmente sus ocultos deseos y vicios, no existía la compasión. Eso si lo conocía porque ella misma era parte. de esa forma de pensar y de esa crueldad escondida detrás de los rezos y los crucifijos… El amor y el placer que había sentido le daba fuerzas para enfrentarlo todo, pero eso era solo su deseo y su ilusión… Tenía miedo, mucho miedo, mientras apretaba la cabeza del dormido Joaquín contra sus pechos desnudos
La claridad se filtraba por las cerradas celosías cuando miró el reloj: eran las 6 y medía de la mañana. Cuando intentó levantarse para arreglar todo el desorden, Joaquín se despertó. Carmen puso e inmediato un dedo en su boca para recordarle el silencio y después le murmuró al oído:
-Vamos a vestirnos despacio y arreglar todo en silencio. Tengo miedo que vengan a tocarme la puerta para ver si estoy bien. Prefiero enfrentar la situación en cuanto se levanten, pero tu me esperas aquí vestido, aunque yo diré que duermes… ¡No temas y recuerda que te amo! Eso lo arreglará todo…
Sonreía para darle confianza, pero ella estaba lejos de sentirla, cuando empezó a intentar arreglar las dos camas, mientras Joaquín, muy preocupado, se vestía. Carmen guardó la bata manchada de sangre y las dos toallas con las que la había limpiado debajo de la cama, contra la pared. La sábana inferior de la cama en la que se habían acostado primero, estaba también manchada, pero era muy poco y estiró y arregló las dos camas sin cambiarlas. Después, totalmente vestida, abrió la puerta silenciosa para ir al baño entre las dos habitaciones; aún no se habían levantado. Volvió a desvestirse toda y se duchó. Mientras lo hacía sintió moverse el picaporte y cuando salió del baño Isabel esperaba en el pasillo con la toalla en la mano para entrar.
Las dos hermanas desayunaban cuando Carmen, con toda su secreta tensión agobiándola, llegó al comedor. Se sentó a la mesa sin besarlas ni servirse el café y empezó:
-Voy a deciros algo y pido a Dios que lo podáis comprender y perdonar, como yo lo hice, para encontrar la paz que hace tantos años perdimos… ¿Sabéis quien está en mi habitación?
-¿ En tu habitación? Dijeron a la vez Isabel y María, dejando la taza de café con leche y mirándola con los ojos muy abiertos
-¡Sí! Joaquín Liendo…
Las dos hermanas se pusieron de pié como si las hubiera impulsado un resorte y exclamaron a dúo con la incredulidad reflejada en el semblante:
-¡Joaquín Liendo!
-Sentaros por favor y dejarme que os explique…
Pero las dos hermanas permanecían de pie sin poder creer aún lo que escuchaban.
-¡Joaquín Liendo! No puede ser verdad…¿Cómo puedes tener en tu habitación al asesino de tu hermano? Dijo Maria levantando la voz: -¡ Joaquín Liendo! ¡El asesino de Abel! -Y salió corriendo para la habitación de Carmen seguida de Isabel…
Carmen solo alcanzó a sujetar a Isabel y ya María abría la puerta de la habitación donde Joaquín de pié, escuchaba aterrado los gritos en el pasillo.
-¡Joaquín Liendo! ¡¿Este barbudo sucio manchado con la sangre de mi hermano muerto en mi casa ?! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!...
Maria gritaba a todo pulmón fuera de si en un ataque de histeria feroz:
-¡Fuera! ¡Fuera!... ¡Y tu también, degenerada!… ¿Cómo puedes haber dormido en la misma habitación con el asesino de tu hermano?...
Isabel gritaba siguiendo a su hermana y Carmen, impotente y desesperada, tuvo que soltarla para atender a Joaquín -pálido como un muerto- preso de un ataque de asma que le impedía respirar... Con los nervios no acertaba a colocarse el inhalador y se ahogaba… Carmen lo atendió sentándolo en la cama…
Las dos hermanas gritaban a viva voz por el pasillo y como una avalancha de barro en una tormenta de verano, a partir de ese momento -sin que Carmen tuviera la menor oportunidad de decir una palabra más- todo quedó sepultado por el odio, propio de una sociedad clerical que escondía en si misma todo lo que juzgaba pecaminoso, vengativa y cruel; que hablaba de amor a Dios pero no conocía el perdón más que para sus propias culpas…
Carmen y Joaquín salieron rápidamente escapando del escándalo que ya convocaba a los vecinos en la escalera y las dos hermanas, en un ataque de furia incontenible, fueron a la habitación de Carmen para destruir lo que Joaquín había tocado y al tirar de las sábanas y correr el colchón, quedaron al descubierto las toallas y la bata manchadas de sangre que Carmen había escondido para lavar después.
Las dos hermanas, ante lo que para ellas era una muestra de pecado criminal y degeneración moral, llamaron a su tío Rafael, que había salido y, sin contenerse, como enviadas de Dios para descubrir el crimen y castigar a los monstruos, fueron directo al cuartes de la Guardia Civil con las toallas y la bata, prueba de la degeneración satánica cometida en su casa, haciendo la denuncia, siete años después, de la muerde de su hermano y acusando a Joaquín del horrendo crimen. Esa misma mañana, con gran escándalo y conmoción en el “Auxilio Social” y la intervención escandalizada y acusadora del Padre Ruperez, Carmen y Joaquín fueron detenidos y encerrados por separado. Por la noche, Joaquín, en un calabozo en el que chorreaba el agua de humedad por las paredes, sin el inhalador que le habían quitado con todas sus pertenencias en la guardia, presionado por la tensión y el escándalo, tuvo un ataque de asma que le impidió pedir auxilio por los espasmos que le cerraban la irritada garganta y murió de un paro cardiaco, totalmente solo.

En aquella sociedad vengativa posterior a la guerra civil, santurrona, mojigata, de doble moral, prejuiciosa y cruel, que una mujer de 30 años, que desempañaba un puesto en una sociedad de caridad como el “Auxilio Social” y debiera ser ejemplo de moral, tuviera una relación sexual, en su propia casa, con un chico de 20 años, detenido por ebriedad y causante de la muerte de su hermano, era un crimen que merecía el peor castigo. Carmen, en 24 horas, con la acusación lapidaría de sus hermanas y la comprobación horrorizada del propio Padre Ruperez, asesor espiritual del “Auxilio Social”, fue enviada a la cárcel de mujeres de Carabanchel en Madrid, sin defensa alguna y sin ser informada de la muerte de Joaquín. La soberbia sociedad vencedora de la guerra, a la que el clero protector bendecía y justificaba, no necesitaba de más para hacer su justicia.
El tío Rafael intervino lo indispensable porque al tener a las dos hermanas y al Padre Ruperez en su contra, corría el riesgo de perder su cómodo puesto en “Auxilio Social” si intentaba algo más. Por otra parte él mismo la juzgaba así, siendo como era parte de esa sociedad clerical que se consideraba a si misma justiciera y moral asistiendo a misa los domingos. Las dos monjas virtuales quedaron en una situación incómoda en el “Auxilio Social”, así que, convencidas de que habían sido las enviadas de Dios para hacer su divina y providencial justicia -sin el menor remordimiento- entraron al fin en un convento de la orden de Las Carmelitas con la recomendación invalorable del Padre Ruperez..

Dos semanas después del escándalo que salió en las páginas interiores de “La Nueva España” como un ejemplo del mal y el pecado que aún se escondía en la cristiana sociedad vencedora, abusando de su generosidad, el tío Rafael recibió una carta de Aguedita desde Madrid diciéndole que había escrito por dos veces a sus hermanas en Radical y las cartas le habían llegado de vuelta. Era madre de un niño y su marido dueño de un pequeño hotel en la calle Fuencarral cercana a la Gran Vía, y le daba la dirección de su casa y el teléfono. Rafael la llamó esa misma noche contándole parte de lo que había sucedido; incluida la muerte de Joaquín Liendo.. Sintiéndose culpable por lo poco que había echo por ayudar a Carmen, le pedía que fuera a verla.

Aguedita tenía un hijo de Alfredo Fortan y al quedarse sola se había casado con el dueño del hotel, donde el valenciano la había abandonado, que reconoció al niño. Su marido, Antonio Ardura, quince años mayor, era asturiano de Belmonte y de ahí el nombre del hotel. Ardura,que había sufrido la falta de hijos con su anterior mujer, amaba a Aguedita y al niño a su manera, que era darles todo lo mejor y gozar a la bella paisana, luciéndose con ella y el bello niño como un triunfador. Por lo demás era simple, alegre, vulgar, con muy poca escuela, pero un lince para los negocios, lo que hacía que, aparte del hotel en propiedad, tuviera la mitad en dos cafeterías y una parte pequeña en otro hotel. Fueron a Carabanchel pero no pudieron ver a Carmen y les recomendaron poner un abogado que gestionara la visita cuando correspondía; sin llevar al niño que Aguedita tenía consigo para mostrárselo a su hermana. Rápido y astuto a la media hora Ardura ya tenía el abogado y en marcha la gestión para visitar a Carmen el próximo domingo, día de visita.

Carmen, sin saber de la muerte de Joaquín, vivía pensando en él y solo la esperanza de salir de ese infierno, encontrarse nuevamente y viajar a otro país, con otra moral, para amarse libremente, la alentaba. Pero ¿Qué país? Francia, una de las fronteras más cercanas estaba en guerra, y Portugal era amiga de la España franquista y no aceptaba exilados que la comprometían. Carmen sabía eso y ¡América! ¿Cómo conseguir un permiso para viajar a América? ¡América! Allí estaba la salvación… La celda compartida con una prostituta ladrona y todo lo que la envolvía era un infierno de lesbianas, prostitutas y ladronas, donde era difícil hacerse respetar y un mundo que la moralista Carmen jamás había imaginado. Las carceleras brutales de una crueldad sádica, un infierno y, mantenerse distante entre unas y otras, solo lo lograba la alta Carmen gracias a su aspecto fuerte, severo, y su muestra de valor y carácter cuando era necesario. Cuando le anunciaron una visita, a Carmen le dio un vuelco el corazón pensando en Joaquín… Quizás había logrado salvar la situación; tal vez con el apoyo del tío Rafael y venia a buscarla. Cuando vio desde lejos a Aguedita le pareció un milagro que llegaba a rescatarla. Se abrazaron llorando sin poder hablarse. Al fin, Aguedita, que no le reprochó su relación con Joaquín, le contó como lo había sabido; de su pequeño hijo que no había podido traer porque no le permitían entrar con él y su marido, que la esperaba afuera para permitirles hablar a solas. Que ya habían puesto un abogado y Antonio, que era muy bueno con ella, tenía medios la ayudaría. No se animaba a decirle que Joaquín había muerto al darse cuenta que Carmen no lo sabía, y solo cuando llegaba el momento de irse se decidió:
-Tengo que decirte algo… No se como hacerlo porque se que va a dolerte, pero tienes que saberlo. Joaquín murió de un ataque de asma y paro cardiaco en el calabozo de la Guardia Civil el mismo día que os detuvieron a los dos… Perdóname que sea yo quien te lo diga…Por favor: ¡perdóname!...
Carmen se quedó quieta, dura, como una estatua de mármol… Por un momento parecía ausente mientras las lágrimas caían silenciosas por su cara. No podía ver y cuando Aguedita la abrazó llorando no podía devolverle el abrazo… Se dejaba abrazar y en ese instante empezaba a morir…Solo cuando llamaron porque la hora de visitas terminaba, Carmen -que parecía haber envejecido en esos pocos minutos- recuperó su aparente serenidad, secándose las lagrimas que aún brotaban incontenibles de los irritados ojos… Cuando Aguedita se fue, todo su ser era una parte viviente del deseo infinito de Teresa de Avila:

Vivo sin vivir en mí
y tan corta vida espero
que vivo porque no muero…


Carmen no supo hasta tres meses después de estar en la prisión que estaba embarazada. A partir de ahí su carácter cambió y la mujer abandonada a su suerte, huraña y retraída, se volvió luchadora y un deseo impensado de vivir se manifestaba en todo lo que hacia. Estaba alegre y cuando Aguedita le mostró una nueva fotografía de su hermoso niño y le dijo que el abogado esperaba que su juicio tendría lugar muy pronto, parecía otra. Miraba la foto del niño de Aguedita con deleite y su alegría por el niño que llevaba en su vientre era un gozo de vivir anticipado. Joaquín había muerto pero estaba ahí. ¡Le había dejado el maravilloso regalo de una sola noche que era muy poco y era toda una vida de ilusión y esperanza!
Carmen tenía 31 años cuando llegó el momento esperado de dar a luz. Aguedita y su marido habían hecho lo imposible para que su absurdo juicio se realizara, puesto que su conducta podía ser repudiada pero no existía delito legal alguno; pero, según el abogado, era precisamente esa falta de dudosa condena legal lo que lo demoraba, de forma tal, que cuando la absolución judicial llegara, la condena moral, que la iglesia necesitaba dar para escarmiento social -impulsada por el Padre Ruperez- ya estaría cumplida…
El parto se presentó un domingo por la tarde, mientras el Real Madrid y el Atlético de Aviación jugaban su rivalidad madrileña. El médico, fanático del Madrid, no se iba a perder ese partido y, cuando una voluntaria se presentó para atenderla, la niña había nacido y la falta de coagulación había producido un derrame sanguíneo fulminante, que se llevó a la madre bañada en sangre sin poder ser atendida, hasta que era demasiado tarde. La niña sobrevivió y Carmen aún podo verla, tocarla, escucharla y sonreírle, sin saber que todo ese amor sería lo primero y lo último que le daría... Aguedita fue llamada de inmediato como familia más cercana y directa…


* * *


Los mineros tiznados de carbón, con la pica y el candil de carburo colgado a la cintura, de la mina La Rozana, y los transpirados obreros de los hornos de cal, que regresaban fatigados a Rodical aquella calurosa tarde de Agosto de 1962, se asombraron al ver un pequeño Fiat delante de la puerta de entrada de la solitaria casona de las de Camila y, en el balcón del segundo piso, una joven muy bella, alta y delgada, de llamativos y hermosos ojos verdes, vestida de blanco, que empecinadamente miraba con sus prismáticos la abandonada casa de los Liendo..



Manuelnain03 de diciembre de 2008

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