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Paradojas de la Vida

Era viernes de un mes de febrero. El aire gélido me cortaba la cara cuando entré en aquel pintoresco restaurante italiano al que ya habíamos ido otras veces. Había quedado a comer allí con mi mujer. Ella no sabía nada pero iba a anunciarle que había decidido divorciarme de ella.
Era curioso. Fue en aquel mismo restaurante donde me había dado cuenta por primera vez que ya no estaba en absoluto enamorado.
En estos momentos yo estaba viviendo una maravillosa aventura con una azafata de vuelo a la que iba a convertir en mi novia oficial en cuanto acabara el día.
Por la ventana, andando despacio calle abajo, ví aparecer el abrigo rojo de mi mujer que yo aborrecía por ser tan suyo, tan característico de ella y por utilizarlo desde hacía tantos años. El mismo abrigo rojo, las mismas camisas blancas, la misma canción que tatareaba cada vez que hacía croquetas... todas aquellas pequeñas cosas que un día me gustaron ahora me sacaban de quicio, de mis casillas. No la soportaba más.
Entró, me besó en los labios en un gesto rutinario, ensimismada y se sentó frente a mi sonriendo de mala gana.
El camarero se acercó a la mesa para tomar nota del aperitivo pero mi mujer declinó el ofrecimiento. Esa era otra de sus costumbres que detestaba. Nunca quería aperitivo pero siempre acababa comiendo de mi plato, así que en cada comida yo pedía lo que sabía que le gustaba. Ya no me acordaba si me gustaban los profiteroles o las natillas, o cualquiera de los platos que le encantaban y que acababa pidiendo por ella.
De repente se echó a llorar desconsolada como jamás lo había hecho. -Ya está- pensé -Lo sabe. Sabe que tengo una aventura. Sabe que voy a dejarla-.
Pero me alargó un fatal diagnóstico médico que hacía media hora que había recogido del hospital. Tenía leucemia en fase terminal.
El mundo se paró. Me volví sordo y ciego y respiré profundamente porque sabía perfectamente qué era lo que tenía que hacer. La abracé, la besé, le mandé un mensaje a mi amante pidiendo que me olvidara, pedí dos raciones de profiteroles y me la llevé a casa para cuidarla y mimarla el poco tiempo que nos quedaba juntos.
Le dediqué todas mis horas e hice todas aquellas cosas que ella siempre me demandaba y con las que nunca la había satisfecho sintiendo que sería la última vez que las hacía para ella.
Le di de comer; fuimos al cine a ver películas románticas y ñoñas para luego comentarlas; le colgué un par de cuadros que siempre estaban por en medio; le masajeé los pies; me fui de compras con ella; le leía en voz alta Rimbault; dábamos largos paseos por las calles del centro y ahora, cuando la escuchaba tatarear aquella canción mientras hacía croquetas en la cocina, no podía evitar pensar que sería la última vez que la oiría.
Al final sin saber cómo ni por qué volví a enamorarme , reavivamos los rescoldos del amor que un día hubo hasta quemarnos...
Cuando murió yo también sentí que había muerto con ella.
Y ahora cada vez que paseo aletargado por los recuerdos sonrío cuando veo a lo lejos un abrigo rojo, un abrigo que odié y que amé y al que ahora echo tanto de menos.

Marlango8206 de enero de 2009

4 Comentarios

  • Diesel

    Muy bueno Marlango. Y de contenido realista muy profundo. Eso pasa de continuo pero t? lo has expuesto de manera literaria magistral. Un beso.

    06/01/09 10:01

  • Marlango82

    Hola Diesel!! gracias!! es otra forma de decir que " no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos". Por cierto, cu?nto tiempo!! ?ltimamente ando muy liada y apenas tengo tiempo para escribir. Un beso y feliz a?o!!!

    06/01/09 10:01

  • Diesel

    Yo tambi?n te hecho en falta. Buenas noches y que este a?o nos "veamos" m?s a menudo...

    06/01/09 10:01

  • Rotter

    Muy buena Paradoja...
    Cierta la vida...cierto lo narrado en tu historia
    a veces... te juega...
    a veces crees jugarla
    y terminas compartiendo juego...
    uN sALUDO



    06/01/09 10:01

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