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Dolores Del Pasado

Ahora están en Recoleta. Él, con un impecable traje de fino corte. Su mano sostiene un lujoso portafolios de cuero negro. Y de su hombro cuelga el acariciado sueño eterno de muchos fotógrafos: una Nikon F-4, cuyo valor supera los tres mil dólares.
Ella, Ignacia, camina a su lado, encaramada a zapatos de elevados tacos, con su cincelado cuerpo estallando desde el interior de un ajustado vestido de seda negra, el cual le permite mostrar, a través de tajos laterales, finas lengüetas de sus afiebrados muslos.
Hay miradas allí también. Claro que hay, pero ya no son las mismas. La gente sí es la misma, sin embargo. Pero ellos, no.
Ahora él no es ese cuarentón en jeans y camisa arremangada. Ni ella es ese aceitunado volcán en erupción permanente que besa encastrándolo todo, con una infernal mezcla de saliva y dulce de leche.
Ahora, son otros. Las miradas a su alrededor les dicen que son otros. Y la gente lo dice, de la misma forma que si la TV o las revistas frívolas lo dijeran, entonces.
Son, qué importa qué? Cualquier cosa. Pero eso sí, cualquier cosa importante, que brillan.
Es probable que ellos nunca lleguen a saber que acaban de asesinar a sus padres, abandonándolos –chorreando sangre– dentro del baúl del auto que estacionaron, minutos atrás, en Ayacucho y Quintana.
Jamás, claro, se les ocurriría pensar semejante barbaridad. Porque brillan, desde el lujo de sus apariencias…
Piensan que él puede ser –tal vez– un renombrado fotógrafo, paseando junto a su latinizada modelo; o turistas de clase alta de algún país centroamericano. Suponen, quizá que dentro del portafolios lleva sus mejores fotos-las premiadas- , o un importante y recién firmado contrato de trabajo.
Pero se están equivocando de gran manera.
Porque es que su traje luce nuevo por haberlo usado una sola vez, quince años atrás –en su casamiento-, y que la Nikon no sea de él, sino que se la dejó un cliente, a fín de efectuarle una rutinaria limpieza de mantenimiento. Y que el vestido de Ignacia...en realidad es un regalo de la señora para quién trabaja, porque ya no le entraba, a pesar de vivir a té con limón y kilos de masas.
Y que el lujoso portafolios, junto a una veintena más, exactamente iguales, sea el único pago que logró por su labor fotográfica, de parte del fabricante; antes de que él se fundiera, sepultado –definitivamente– bajo el aluvión de portafolios con lucecitas, importadas de Taiwán vía Aduana Paralela.
Nadie, en realidad, podría imaginar cuanto misterio y horror escondían esas imágenes tan brillantes y por muchos envidiadas…
Nadie, al verlos, podría llegar a imaginar la oscuridad que reinaba en la mente de esos hermanos, lo trágico de su destino, sus infancias reprimidas asociadas a la depresión de la marginalidad silenciosa y la complicidad de ambos en tratar de resguardar ese secreto de haber sido abusados desde pequeños por sus padres; tanto la madre como el padre, (personas respetadas por la vecindad que ignoraba lo que sucedía dentro del hogar) hiciéron de sus cuerpos y sus mentes un verdadero infierno.
Crecieron en ese ambiente de perdición, pero de apariencia común.
Dentro de ellos, fue fecundándose la idea de terminar con esa aberración pero les faltaba valor.
Crecieron y todo pasó. Formaron cada cual una familia normal, donde el amor a sus hijos era lo más importante, pero, cada vez que se encontraban, Ignacia y su hermano, se cruzaban miradas cómplices en las cuales florecía latente la idea que creció junto con ellos y que sería la única que podría liberarlos de ese recuerdo silencioso…
Ese baúl oscuro y salpicado de rojo se quedará con sus negros pasados, nadie sospechará de ellos y al fín libres del dolor avinagrado en sus entrañas y sintiéndose vengadores de ellos mismos, sienten, por primera vez, que sus miradas al cruzarse no se deben nada...al fín el aire se siente puro y el sol brilla para ellos...

Movisi01 de julio de 2009

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