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De Oruga a Mariposa, Ida y Vuelta.

Primera Parte: El ladrón, de mariposa a oruga.

Hay veces en que uno se encuentra en situaciones que nunca pensó que iba a estar. Tomando decisiones diametralmente opuestas a lo que siempre pensamos que íbamos a elegir. Como un bombero que desde pequeño se convenció que era un héroe, que se preparó, se informó, se imaginó salvando personas, y en el momento de abrir la manguera y ver salir el agua se asustó del fuego; quizá logró apagar el incendio esa vez, pero por dentro supo la verdad, innegable y dolorosa: que toda su vida estuvo alimentando una fantasia, sin ver que no tenia las herramientas para llevarla a la realidad. O que esa fantasía ni siquiera era propia, vaya uno a saber que suceso de su infancia hizo que admire a los bomberos, a los héroes o a la gente que maneja mangueras. En un segundo, con un martillazo, se le rompió la vida.

O como un pacifista, que en un momento dado se ve en la situación de tener que reventar a golpes a alguien.

O como el caso del protagonista de esta historia, un ladrón que toda su vida se supuso deshonesto, pero un buen día se vió a sí mismo, como en sueños, persiguiendo dos cuadras a la señora que iba caminando delante de él, a la que se le cayó un rollito de dinero sin que se diera cuenta, para devolvérselo. -Tome señora que se le cayó, esto es suyo- dijo y por dentro pensó «¡Mierda!» y cuando llegó a su casa y se miro al espejo, sus facciones eran las mismas, pero su mirada estaba distinta, había en ella una sombra de duda, una inquietud, un toque de perplejidad, como si hubiera que reconocerse nuevamente. Como si necesitara una especie de fisioterapia mental, ya que no para aprender nuevamente a caminar con un miembro lesionado, sino a vivir con un nuevo rasgo de nuestra personalidad.

Varios días pasó el ladrón poniendo a prueba su antigua personalidad, es decir, haciendo lo que mejor sabía hacer, que era por supuesto robar. Incluso como un forma de enmascarar su propia inseguridad, intento ser un poco más cruel en sus atracos: repartía golpes sin motivo a víctimas indefensas, por ejemplo. Muchas veces se dice cuando alguien hiere a otra persona «Esto me duele más a mi que a vos» y, en la realidad, no hay forma de comprobarlo. Pero, en esta historia, podemos asegurar, como testigos del interior del alma del ladrón que somos, que en este caso la frase antes utilizada es correcta. A cada golpe administrado, el ladrón en su interior sufría junto con la víctima. Lo heria su conciencia, lo flagelaba el conocimiento recientemente adquirido del mal que estaba causando. Y más se atormentaba porque sabía que tarde o temprano tendría que elegir, entre acallar su verdadera naturaleza, esto es ser una persona sino buena, al menos no tan mala; o seguir siendo el mismo ladrón de siempre. Un tiempo después, luego de una valiente introspección, algo que quizá la mayor parte de nosotros nunca se atreva a hacer por miedo a lo que pondríamos descubrir, por miedo a encontrar a ese dragón dormido, que una vez despertado no hay canción de cuna, soborno o mentira que podamos decirle para que vuelva a su sueño y nos deje vivir como hasta ahora, el ladrón, deciamos, decidió en una noche de borrachera, con alcohol pagado con dinero de su último robo, que mañana sería la última vez. Ya no más robos, hurtos ni atracos. Se prometió a si mismo comenzar a ser una persona distinta, alejarse de sus viejos amigos -por supuesto esta decisión no se la comunicó a ellos-; se prometió vivir de otra manera. Casi que sintió un inmediato alivio al elegir tan incierto camino. Se sintió en paz con si mismo. Y luego se quedó profundamente dormido.



Segunda Parte: La vieja, de mariposa a oruga


A la mañana siguiente, el ladrón se preparó para su última fechoría. Casi que no quería hacerla, pero sentía que era una especie de deuda con la profesión, como si hubiera que rendir un extraño tributo a un dios pagano. Una despedida. Para no extrañar luego, se decía a si mismo. Tomo sus cosas y salió.

Hacia días que sabía de una casa en donde vivía sola una mujer muy mayor. Una mucama amiga le había pasado el dato de que en algún lugar de la casa había una importante suma de dinero. Hacia allí se dirigio y sin vacilar, llamo a la puerta.

-¡Tia soy yo! ¡Abrime! -mintió. Las viejas casi siempre son tías de algún muchacho. Había visto ese truco en una película, y le resultaba increíble la cantidad de veces que funcionaba.

-¡Tía! ¿Estás? -volvió a insistir. Si no contestaba pronto tendría que forzar la puerta.

La puerta se entreabrió un poco. Vió que una vieja se asomaba para ver quien gritaba. Se miraron unos segundos a los ojos. El ladrón evaluó inconscientemente la situacuon con el instinto entrenado durante años, capaz de detectar las debilidades en las personas. Así concluyo que la vieja sería una presa muy fácil, de cuerpo menudo y cerca de los ochenta años. Y tambien, con un parte de sí mismo que no estaba acostumbrado a escuchar, notó para su incomodidad que la anciana tenía unos cansados pero aun brillantes ojos azules, bajo un millón de arrugas que formaban su curtido rostro y unas manos callosas fruto seguramente de años de trabajo duro. El ladrón trago saliva. La vieja preguntó, acomodándose los lentes para ver mejor:

-¿Marcelito sos vos?

-¡Si tía soy yo! ¿Me dejas pasar?

-¡Ay Marcelito! -gritaba la vieja con las manos juntas, como rezando. -¡Marcelito! Pero como venís así... ¡Tantos años! Pase pase mijito, pase, espere que ya le abro, no veo bien a ver cuál, esta será la llave...No espera ah si acá está pase mijito pase ¡Marcelito!

El ladrón quedó sorprendido de que el truco haya salido tan bien. Ingresó a la vivienda sin el menor inconveniente. La vieja lo precedía arrastrando los pies por un largo pasillo. Cada tanto elevaba las manos al cielo y murmuraba «ah... milagro, Marcelito ...». Llegaron por fin a una habitación al fondo. El ladrón ingresó junto con la vieja y le preguntó:

-¿Estás sola tía?

El ladrón sabía que vivía sola pero quería asegurarse. La vieja no lo escuchó. «Está algo sorda». Volvió a repetir la pregunta, casi gritando.

-¡Que si estás sola tía!

-¿Qué cosa mijo?

-Nada tía nada, no importa. -no quería andar a los gritos.

-¿Qué?

-¡Qué nada! -grito bien fuerte el ladrón.

-Estoy sorda mijito esta vieja no escucha nada -dijo golpeando los pies contra el suelo- Nada nada.

La vieja siguió caminando lentamente hacia la cocina.

-Marcelito querido la tía te va a preparar unos sanguchitos para comer algo que vos estas muy flaco querido ¿no comes vos? Donde andarías vos Marcelito ah no donde andarías vos comes sanguchito y me contas después te gusta de bondiola tengo bondiola nomas hoy no salí a comprar ¿sabes? Si queres la tía te va a comprar más ¿vinito tomas? Si tomas si ya sos hombre ay mi Marcelito -decía la vieja mientras cortaba como podía unos panes viejos y le encajaba adentro un poco de queso y bondiola de forma que quedaba más comida en la mesada de la cocina que la que ponía en el plato. Mientras tanto, aprovechando que la vieja estaba distraída, el ladrón miraba para todos lados buscando donde podría estar la plata que le habían dicho. Un poco harto y un poco incómodo con la situación, decidió cortar con la comedia y revelar su verdadera identidad a la vieja. Le gritó mientras ella seguía armando el improvisado tentempié.

-¡Bueno basta señora! Que no soy ningún Marcelito. Vengo a robarle así que mejor me va diciendo donde guarda la guita de la jubilación. -dijo sacando el arma que componía parte de sus herramientas de trabajo.

La vieja no escuchó una sola palabra, a pesar de que el ladrón grito más allá de lo que la prudencia lo aconsejaba. Ni siquiera reparó en el arma que él blandio casi frente a sus ojos. «¡Ciega y sorda! pobre vieja» pensó. Ella le alcanzó el plato con el amasijo de pan y fiambre que ella creía que eran sanguchitos.

-Sentate querido sentate come un poco de los sanguchitos que te preparó la tía ay querido come a ver donde están los vasos acá ahí si toma te sirvo el vino toma ¿tenes sed? sentate sentate.

El ladrón se sintió desconcertado. No tenía muchas opciones en realidad: se sentó, comió los sanguchitos y probó el vino muy a su pesar. «No puedo creerlo, -pensaba- Mi último robo y me siento a almorzar con la que tendría que estar robando. Y para colmo ¡que buenos que estan los sanguchitos de la doña!»

-Ay Marcelito si te viera el tío querido ¡como te quería! Te acordáis del tío ¿no? que tenía la farmacia en la calle Independencia siempre le tocabas todos los frasquitos vos de chico y se enojaba el tío eh ah si si se enojaba y les pegaba el tío era malo si le tocaban los frasquitos de la farmacia el tío pero vos ibas igual y le revolvías todo y después me decía a mi que no te vigilaba y me pegaba a mi también el tío pobre se murió tu tío sabías ¿no? del corazón pobre no aguanto y se murió de un infarto acá mismo en esta cocina ahí cerca de donde estas vos. -decia la vieja mientras miraba comer al ladrón, a su querido Marcelito.

Mientras el ladrón terminaba otro sándwich, la vieja lo acarició en el pelo, diciéndole: -come querido vos come esta rico ¿no?- igual que hacía su propia abuela. Con ese gesto mecánico, inocente, que tienen muchas otras abuelas con sus nietos, se terminaron de aflojar las sogas que ataban al ladrón con su antigua vida delictiva. Se decidió a mitad del robo a abandonarlo completamente. Guardó el arma y se dispuso a terminar la comida y con una excusa cualquiera marcharse de esa casa. Ya vería como haría de ahora en más para vivir. Pero seguro que no lo haría a costa del dinero de una pobre viejecita.

-Gracias, tía gracias -murmuró el ladrón.

-¿Qué cosa mijito? Ah si si déjame que voy a poner a cocinar un tuco así hacemos unos fideos a ver donde deje la cebolla acá está ahí va si si y bueno pobre tío que se murió ¿sabes como se murió? Vos te acordás que tenía unos perros te acordás bueno cuando el tío se murió acá en la cocina yo no estaba me había ido a Uruguay unos días a ver a mi hermana y tu tío se murió y se cayó sobre el plato de comida justo estaba comiendo y los perros sintieron que algo pasaba y lo empezaron a oler al tío y después se comieron la comida y como pasaron varios dias sin comer bueno se lo comieron al tío mijo sabe usted ay no ¡que desgracia! pobres animales días y días sin comer ellos buscaron lo que había.

El ladrón quedó estupefacto; miro con desconfianza unos segundos al sándwich que se estaba comiendo. Sacudió la cabeza, penso «¡pobre tío!» y se rió para sus adentros. Una historia tan horrible saliendo de la boca de una vieja tan amable era algo poco frecuente de escuchar. Quiso cambiar de tema. Miro a su alrededor. Encontró fotos familiares en varios portarretratos sobre una repisa. Vio una foto de la vieja, varios años más joven, con un señor que supuso era el mismo tío que sirvió de almuerzo, merienda y cena a los perros. Entre ellos había un niño rubiecito de unos 6 años. Señaló la foto para que la vieja lo entendiera:

-¿El tío? ¡TIO! -le grito con todas sus fuerzas

-Si si es el tío no me grites tanto Marcelito.

-¡Y el nene ese quien es! -y le hizo señas con la mano como indicando la altura del nene bajito, para que la vieja lo entendiera.

El tono de la vieja cambio drásticamente. Clavo sus ojos azules directamente en los del ladrón. Con voz fría le dijo:

-Ese. Ese SI es Marcelito.

El ladrón quedó sorprendido con el cambio de actitud. Por un momento no supo bien que estaba pasando. La voz de la vieja parecía otra. Hasta su rostro había cambiado. De repente le dio miedo la mirada de la anciana. Quiso apurar el vino, levantarse e irse de allí. Cuando fue a levantar la copa, no pudo sujetarla bien. Se le cayó al suelo y se rompió en pedazos: su mano no le respondía. Quiso ponerse de pie. Tampoco pudo hacerlo.

-Marcelito murió hace 15 años. -siguió diciendo la vieja en el mismo tono cortante- ¿Qué te pasa? Ya no podes hablar seguramente. ¿Estaban ricos los sándwiches? Una no pasa 40 años casada con un farmacéutico sin aprender nada de venenos.

El ladrón apenas podía balbucear. Pensó en el vino y en los sanguchitos. «Vieja de mierda se había dado cuenta de todo y yo cai como un idiota. Va a llamar a la policía y yo no me voy a poder mover de acá» Su cuerpo ya estaba rígido como piedra. Sólo podía mover los ojos para ver como la vieja seguía preparando la salsa para los fideos. Escuchó desde el fondo el ladrido de unos perros.

-¡Cállense la boca che! - le grito la vieja a sus mascotas- ¡Ya van a comer! Y vos... En un segundo me di cuenta que me querías robar, cuando dijiste que eras Marcelito... pobrecito él si que era inocente, pero nosotros... Lejos estamos de serlo. Tengo que confesar que te mentí: Cuando mi marido se murió, yo estaba ahí. Lo vi caerse al piso frente a mi mientras comíamos. Se agarró del mantel. De una patada en la mano hice que lo suelte, casi tira todos los platos. Realmente quería que se muera ese malnacido. Me miraba desde el piso con los ojos muy abiertos y le salia espuma por la boca. Vinieron los perros y lo olieron. Lo empezaron a lamer. Yo sin saber porqué le tire una albóndiga de mi plato y se la emboqué en la boca. Fue muy gracioso ahora que lo pienso.

El ladrón abrió los ojos llenos de terror miéntras sentía el fuerte olor que salía de la olla. Comprendió que la policía no iba a venir. «¿Qué carajo quiere está vieja de mierda?» La vieja siguió su espantoso relato:

- Mi marido se atoraba y los perros empezaron a pelearse por la albóndiga que tenía en la boca. A uno se le fue la mano y le mordió un poco el labio. Sintieron correr sangre y se entusiasmaron. Empezaron a no distinguir que tipo de carne estaban masticando, si la del guiso o a mi marido. Yo le tire otra albóndiga. Y otra. Y todo el plato. Hasta que ya no le quedó cara a mi marido. Y no se había muerto todavía. Respiraba. Y yo no podía dejar de mirarlo. Ese momento me cambió la vida. Descubrí una nueva parte de mi. Nunca pensé que lo iba a disfrutar tanto. Pensé que iba a morir de vieja sin volver a sentir lo mismo. -hizo una larga pausa- Gracias -dijo finalmente con lágrimas en los ojos- Gracias por venir.

El ladrón ya no podía pensar en nada. Su mente estaba paralizada por el pánico, igual que su cuerpo inmóvil e indefenso. Oyó ladrar a los perros, esta vez con más fuerza. La vieja apagó la hornalla de la cocina, y con la olla en las manos se acercó al ladrón. De una patada lo hizo caer de la silla. La preparación todavía burbujeaba. Los ojos del ladrón suplicaban silenciosamente y en vano piedad. La vieja con total tranquilidad volcó toda la salsa hirviendo en la cara del ladrón. Con un grito llamó a los perros.

-¡A comer!
Nicokramar20 de diciembre de 2017

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