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El Baño Del Escribano

Justo cuanto entré en el baño del Escribano Bermúdez, se cortó la luz. La oscuridad fue total. La última imagen que mis ojos registraron se grabó en mis retinas unos segundos, para luego desvanecerse sin remedio, como esos sueños que en apariencia se recuerdan muy claros y lógicos al despertar pero con cada segundo de vigilia se vuelven más brumosos y confusos. Apenas llegué a ver la disposición de los artículos y comodidades que suelen tener los sanitarios. Por un momento logré dominar el pánico, pensando en que recordaba donde estaba cada cosa, por ejemplo el toallero, a pesar de ser la primera vez que pisaba la casa del Escribano Bermúdez. Sin embargo mi estupor fue total, quede petrificado cuando, creyendo que justo frente mio había una pared, estire la mano, para ayudar a mi diezmado sentido del equilibrio, y no habia nada. El vacío. Quise dar un paso atrás, suponiedo que tenía lugar, y choqué con una inesperada pared. Comprendí que estaba en una deshonesta y humillante situación: estaba completamente desorientado, perdido en un baño desconocido. Un sudor helado empapó mis manos. Mis piernas amenazaron con dejar de sostenerme. Por suerte soy una persona con carácter y logré componer mi ánimo, otro en mi lugar hubiera gritado sin dudas. Respiré profundo y analicé mi situación y mis posibles escapes. Quedaba descartado pedirle ayuda al Escribano Bermúdez. La razón por la que había ido a su casa era para impresionarlo y lograr ser aceptado en la muy elitista Sociedad de Escribanos del Valle de San Genaro. Yo también soy escribano. Bien podría dar por rechazada mi solicitud de ingreso en el momento en que dijese, casi como con un cantito: «Escribano...¿se cortó luz? Estoy encerrado aquí al parecer...» A lo que el Escribano Bermúdez respondería ,«¿Y porque no sale?»«Es que no encuentro la puerta» Y con esa confesión convertirme en la burla permanente y anécdota imperecedera de todos los imbéciles de las Sociedad de Escribanos del Valle de San Genaro. Ya me los imaginaba yo en las fiestas de la Sociedad recordando 20 años después el cuento del tipo que se perdió en el baño del Escribano Bermúdez, atorándose de la risa con los canapés inmundos que -me contaron- sirven en esas reuniones. No señor, eso a mi no me pasaría jamás. Tendría que salir por mis propios medios de este atolladero en que me había metido. De repente me acordé justamente de la causa por la que me había metido al baño, a saber, hacer uso del mismo. Al no registrar en mi organismo ninguna necesidad apremiante, atribuí al miedo el cese de toda urgencia. «Que sabia es la naturaleza» pensé, y me imaginé a hombres de las cavernas escapando a la carrera de depredadores hambrientos, y supuse que la naturaleza habría desarrollado algún mecanismo para desestimar las ganas de hacer uso del baño -es un decir, ya se que en la cavernas no había baños- en situaciones apremiantes. Me congratulé en esos momentos por pertenecer al género humano. Sin embargo, mi mente había divagado y perdí valiosos segundos que podría haber aprovechado. Seguramente el Escribano Bermúdez se iba a empezar a preguntar por mi en algún momento, así que puse manos a la obra. Lo primero: recabar información. Me llamó la atención la completa oscuridad reinante. Ni una ventanilla, ni una rendija aportaban el mínimo fotón. Recordé brevemente y con cariño a mi viejo profesor de física de la secundaria el viejo Marzinno, y lo imaginé sonriendo al saber que tantos años después y en una situación tan complicada, recordaba su lección sobre la luz y sus componentes, los fotones. Sacudí mi cabeza con fuerza, ¡No podía permitirme estos divagues! Retomando: la ausencia total de luz, incluso desde la ventanilla que daba al exterior, sólo podía significar un apagón total. Eso, o que me había quedado ciego repentinamente. Esa revelación me alarmó. Trate de recordar sin éxito casos de ceguera espontánea en mi familia. Y si bien yo usaba lentes, nada indicaba tan rápida degeneración visual. Decidí hacer una prueba. Me apreté fuertemente los ojos con los dedos unos segundos, hasta que empecé a ver las familiares luces y colores causadas por la presión. Eso me tranquilizó. Sin ningún fundamento científico, claro está, visto ahora desde la comodidad de mi habitación me parece un sinsentido la maniobra, pero en su momento me pareció concluyente. Así que descartada la ceguera, asumí el apagón total. Me alegré al darme cuenta que también el Escribano Bermúdez estaría sin luz y tardaría unos minutos en encender alguna vela para alumbrar su casa. Me preocupó saber que quizá el Escribano tuviera a mano su teléfono celular y activase la linterna. Maldije a la tecnología y sus progresos. Luego decidí dejar el pensamiento y pasar a la acción. Con extremo cuidado de no hacer ruido, no sea que el Escribano me oiga, comencé a tantear mis alrededores. Como antenas sensoriales mis manos surcaban la oscuridad. Algo duro y redondo, un poco pegajoso: Una jabonera. Un cilindro a la altura de mi cadera: Un palo para colgar las toallas. Con el pie localice el inodoro. Seguía sin encontrar la puerta, mantuve la calma, todo era cuestión de no tropezar y hacer un escándalo. Seguí explorando. Algo de bordes rectos, será un armario. Una toalla. No se porque, pero me alegré mucho de encontrar una toalla. Una especie de cortina. ¡Claro! la cortina de baño. Corrí la cortina pensando en que quizá estaba obstruyendo algún débil rayo de luz. Nada, seguía oscuro. Seguí con mi registro táctil. Azulejos. Un gancho en la pared. Una mano. ¿Una mano? Me paralice, no comprendía que pasaba. La mano estaba unida a un brazo. Aguce el oído y pude escuchar una levisima y agitada respiración. Sagazmente, comprendí que había alguien. Había estado todo el tiempo conmigo. Me sentí invadido, en los pocos minutos que pase sólo en ese baño, llegué a sentirlo si no como un hogar, sí como un sitio de pertenencia. Y ahora tenía que compartirlo.
-¿Quién es usted? me susurró una voz. Era de mujer. Sentí alivio.
-Un compañero del Escribano Bermúdez susurre yo tambien.
-¿Y usted quien es? le pregunté.
-Soy la mujer del Escribano -me dijo. Ay Dios en la que me metí, pensé.
-Se cortó la luz -le dije.
-No me diga, ¿Ud siempre es tan observador?
-Justamente lo que ahora no puedo hacer es observar -al instante me sentí mal por esa estúpida respuesta irónica. Quise suavizar la incipiente relación. Le pregunte:
-¿Sabe el Escribano que Ud está aquí?
-Al inútil de mi marido no le preocupa si existo
-¡Como! no diga eso -le susurre. Intuí problemas en su relación- Una mujer tan hermosa...
-Y Ud que sabe, si no me conoce.
Era verdad, no la conocía.
-Se que huele bien -le dije y se calló por un momento. Pensé que no estaría acostumbrada a recibir halagos.
-Gracias -me dijo, suavizando el tono. Se quedó en silencio unos segundos. Suspiró.
-Disculpe, es que hacia tiempo que nadie me decía algo bonito.
Lo que suponía. Inmediatamente sentí nacer dentro de mi simpatía por esta dama, a la par que crecia la semilla del odio hacia el Escribano Bermúdez. Aproveché la ventaja.
-Y tambien tiene una linda voz -le dije esperando no haberme excedido. Me tomo de la mano.
-No siga, que soy una mujer casada.
-Y desnuda.
-Si, también.
Confieso que en ese momento me olvidé de mi complicada situación. Sólo sentía la respiración y el cuerpo desnudo y cercano de la mujer del Escribano.
-Señora, no lo tome a mal, pero, o me suelta la mano, o me besa, sino creo que me voy a desmayar.
-Pero es que no se quien es usted -me dijo la mujer del Escribano.
-Que importa, señora.
-¿Como que importa? ¿Y si no le gustó? ¿Y si le resulto insoportable? ¿Y si...
-No importa señora -la interrumpí- no me importa si es rubia o morocha, si le gusta pasear por el parque, si prefiere leer a Goethe o mirar telenovelas, no me importa dónde nació, su número de documento, su ascendente en el zodiaco. Me importa el presente, este momento en que Ud y yo nos cruzamos, y, si me permite decirlo, nos amamos. No se quien fui, no se quien seré, sólo se quien soy ahora, y lo que estoy sintiendo por usted en este mismo instante es tan real como el sonido de su voz. Béseme, se lo ruego -le dije yo en un susurro, agarrado del caño de colgar toallas para no caerme.
Y me besó. Creo que en parte para que no siga hablando. Nos besamos apasionadamente en el más absoluto silencio. A veces no puedo evitar que mi mente divague, y en los momentos más inoportunos pareciera que se burla de mi. Recuerdo que mientras la besaba pensé: "Besa como si fuera del partido Neoliberal". Sin ninguna razón por supuesto ya que no tengo un registro de como besan los neoliberales, ni los socialistas, ni los del partido ecologista. Ni siquiera se en que difieren esos besos, si es que la preferencia política pudiera traducirse inconscientemente al modo en que expresamos nuestra pasión. La cuestión es que yo, que nunca tuve inclinación política alguna, abracé en ese mismo instante todas las medidas que favoreciesen al libre comercio y la autorregulación de los mercados. Cuando terminó el beso con la mujer del escribano, agradecí la total oscuridad para que ella no veo mi cara de incomodidad. Nunca supe que cara poner cuando termina un beso, ni mucho menos que decir. Por suerte ella fue la primera en hablar.
-Que le parece si mejor nos vamos, -me dijo.
En un instante volvieron a mi todas mis preocupaciones, el terror al ridículo frente al Escribano Bermúdez y a toda la Sociedad de Escribanos del Valle de San Genaro, mi imposibilidad de hallar la salida, y el recientemente incorporado temor a que el Escribano descubra mi pequeña pero apasionada relación con su mujer. Por fortuna la mujer del escribano era una mujer muy resuelta, y rápidamente elaboró un plan. Ella naturalmente era capaz de reconocer en la oscuridad todas las instalaciones de su baño, de modo que tomaría mi mano entre las suyas y la guiaria hasta el picaporte de la puerta. Yo saldría primero y aparentando naturalidad intentaría alejar al Escribano Bermúdez de las cercanias del baño. Cuando estuviéramos alejados, yo pronunciaría las palabras "Encantado de conocerlo" a modo de santo y seña para que mi amada pudiera escapar sin peligro. Cuando ella terminó de explicarme su plan -lo que le llevó unos buenos minutos- le pregunté
-Y luego, ¿Qué?
-¿Qué cosa? -me pregunto confundida
-¿Nos volveremos a ver, señora?
-Delo por hecho -afirmó.
-Escapemonos juntos -le dije- Vivamos este amor como se merece.
Por toda respuesta me beso, me tomo de las manos y me guío hasta la puerta. «Suerte, mi amado» me dijo. Juro que fue como una patada al corazón. Me sentí un héroe, me senti Prometeo robandole el fuego a los Dioses, me senti Odiseo regresando Ítaca, invencible y triunfador. Inspire profundamente, y me dispuse a abrir la puerta de lo que fue mi prisión y mi paraíso, donde entre por necesidad, donde sentí pánico y terror, y donde finalmente encontré el amor, todo en la más absoluta oscuridad.

Finalmente, accione el picaporte.
En ese preciso momento, volvió la luz.

De golpe, sin avisar, mis ojos registraron la casa del Escribano Bermúdez. Sus objetos mundanos, su obtusa realidad. Su funcionalidad burguesa. De repente, los sueños heroicos y románticos parecían fuera de lugar. Pase de sentirme invencible y triunfador, a ser el mismo que hoy a la mañana se preparó un café con leche y medialunas. De Prometeo a un anónimo escribano más. De Odiseo, a mi. De todas formas, vi al Escribano Bermúdez, que buscaba agachado unas velas en un cajon, festejar el regreso de la corriente eléctrica como quien da gracias al Cielo por la recuperación de un pariente enfermo. Cabizbajo, y con una excusa que no recuerdo, logré que el Escribano me mostrara el cuarto contiguo. Cuando llegamos, hablando de Que barbaridad como se corta la luz, y cosas por el estilo, logré pronunciar la frase "¡Encantado de conocerlo!". El Escribano Bermúdez me miro extrañado, pero no sospecho nada ilegal. Seguimos hablando unos minutos de negocios, de como esta el país, de a donde íbamos a ir a parar, y de otras Que barbaridades. Me extendió un papel, una especie de diploma, donde decía que fui aceptado finalmente en la Sociedad de Escríbanos del Valle de San Genaro. Agradecí el reconocimiento de manera distraída; mi pensamiento estaba enfocado en la mujer del escribano. En pocos minutos conocería el rostro de mi amada. Cuando ya la conversación decaía, el Escribano se puso de pie para acompañarme a la salida. En ese momento apareció ella: «Le presento a mi mujer» dijo el Escribano. La mire detenidamente durante unos instantes. Busque en sus ojos a mi amada, a la mujer con la que estaba dispuesto a escapar y empezar una nueva vida. No la encontré. Ni rastro de ella. Me pareció que ella también buscaba algo en mi, sin hallarlo. En sus ojos vi confusión. Seguramente yo también estaba perplejo.
-Encantado de conocerla, señora.
-Igualmente -nos dijimos como los extraños que éramos, mirando para otro lado. Ni siquiera olía igual.
Nicokramar03 de diciembre de 2017

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2 Comentarios

  • Remi

    Wowww... me encanta tu relato Nico, se te da muy bien desarrollar una historia, como la imaginación del protagonista juega un papel importante en este escrito. Fabuloso, te felicito.
    Un abrazo.

    06/12/17 03:12

  • Nicokramar

    Muchas gracias! Soy muy nuevo en esto de escribir así que tus palabras ayudan para ver como lo hago. Gracias por leer.

    15/12/17 04:12

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