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Simetría CapÍtulo V

SIMETRÍA CAPÍTULO V



ENCRUCIJADA


Eric se felicitó por no tener guardia esa noche. Dos entrevistas que solo sirvieron para acrecentar el misterio le llevaron cerca del agotamiento. Deseaba como nunca llegar a casa y ver a su hija Lara. Desde el fallecimiento de su esposa dos años atrás, Lara era el eje central de su vida. Y si algo le quitaba el sueño era la idea que algún día, por motivos de su profesión, la dejara huérfana absoluta. Por si llegaba ese día funesto, Moss volcó en Lara mil atenciones porque cada noche podía ser la última. Con la extravagante muerte del profesor Jules procuró suavizar en todo lo posible el trauma que supuso para Lara, aunque con trece años algunas cosas se superan con facilidad según fue constatando Moss.
La costumbre, que se había convertido en un ritual para ambos, era hacer un breve repaso de lo que Lara había aprendido ese día. Eric, conforme la veía crecer temía el paso de papá-lo-sabe-todo a papá-sabe-algunas-cosas. No quería torturarse con la idea de papá-no-sabe-nada. Aún quedaban varios años para eso. El sueño de Moss era ahorrar lo suficiente para pagarle los estudios en una universidad lejana fuera del clima de ciudad decadente que imbuía Lasttown. Atrapada en un submundo urbano en el sentido peyorativo del término, el futuro más prometedor consistía en trabajar de cajera en un supermercado para mantener a dos hijos y un marido borracho. A veces se sentía culpable por permitir que su hija viviera en la jungla de asfalto, donde la vida cotidiana se desarrollaba entre el delito y la marginalidad.

Lara le esperaba especialmente ansiosa. Se había puesto el pijama y cocinado un proyecto de cena que Eric más tarde fingió encontrar deliciosa, aunque la porción entera de roast beff que le correspondía terminó en el cubo de la basura, hábilmente disimulado entre otros residuos. Por fortuna el pedazo de pastel cuidadosamente envuelto por Carlota Snobs tuvo el éxito necesario para que Moss no pasara la noche con el estómago vacío.

-Necesito contarte algo importante- en Lara se atisbaba la impaciencia y la ilusión.

-¿Has terminado el trabajo de literatura?- la interrumpió su padre.

-Justo de eso quería hablarte. He leído la novela de Dickens, “Casa Desolada” para un trabajo de lengua y, es curioso, en el preámbulo se cita el caso de combustión espontánea de una persona. El misterio al que te enfrentas tiene precedentes en la literatura.

-¿Combustión espontánea?, me suena a brujería. Además, ¿quién te ha hablado de combustiones espontáneas? Tu profesor simplemente ardió o le hicieron arder por una causa que no sabemos aún, pero averiguaremos.

-¿Y los otros dos casos?, el taxista y una abuela que vivía en las afueras. ¿También las incendió alguien?- Lara no iba a dejarse convencer fácilmente. Se había empeñado en aportar una pista a la investigación de su padre y quisiera este o no, tendría que atender a su versión.

Las últimas palabras de su hija fueron acogidas por Eric con disgusto. Las instrucciones sobre la conveniencia de silenciar el asunto hasta tener algo en firme habían fracasado. La ciudad entera conocía los sucesos. Maldijo para sus adentros a Lorenz y la panda de gamberros que le reían las gracias. Con las mentes enturbiadas por el alcohol sus lenguas habrían largado toda clase de disparates añadiendo los detalles más morbosos para dárselas de funcionarios importantes que se la juegan contra enemigos temibles. No tardarían en circular los rumores delirantes y las historias más fantásticas por todo Lasttown.

Con el fin de no contrariar a Lara, Eric le prometió documentarse y tenerla al día en las novedades que se dieran. Al terminar la cena, cuando Lara se retiró a dormir, se dispuso a cumplir su palabra. Quiso creer que lo hacía por no contrariar a la niña, pero la realidad era distinta. En el fondo le interesaba el tema. Buscó en Internet con las palabras “combustión espontánea”. De inmediato cientos de resultados saltaron ante sus ojos. Incluso tres libros con títulos diferentes dedicados enteramente al fenómeno. Eric tenía por costumbre dormir unas pocas horas, nunca más de cuatro o cinco. Sin embargo, aquella noche la paso en vela. En ocasiones leía un artículo y tomaba nota de los detalles relevantes. En otras le desesperaba la poca concreción de los casos siempre narrados por personas que no fueron testigos directos, ni los testimonios ofrecían la mínima credibilidad. Pudo distinguir dos tendencias claras, la formada por los escépticos, en su mayor parte científicos, y la que integraban los partidarios de las conspiraciones y el ocultismo en general. Los primeros explicaban las combustiones achacándolas al efecto mecha. El propio cuerpo servía de rápido combustible a un agente externo que iniciaba el fuego. Eso en los casos complicados. En otros no había ningún misterio. Se trababa de incendios que afectaron a todo lo que podían afectar. La réplica venía dada por periodistas dudosos, parapsicólogos e investigadores de sucesos extraños. Su argumentación se limitaba más a exponer supuestas combustiones que a aportar teorías convincentes. Y si las aportaban era peor. Extrañas corrientes eléctricas, actividad poltergeist, castigos divinos…En una página que aludía a uno de los casos más interesantes y, por lo visto real, el de la señora Reeser de Florida, un link le llevó a la explosión de Siberia que el autor asociaba con la combustión espontánea. El 30 de junio de 1908 una devastadora bola de fuego arrasó miles de kilómetros de la taiga siberiana con una fuerza superior a la de varias de bombas nucleares. Aquí si había unanimidad en que, por el momento, era un hecho inexplicable. La comunidad científica se inclinaba, con reparos, por la hipótesis que un pequeño cometa se desintegró antes de impactar con el suelo terrestre. Pero todos coincidían que esa hipótesis contaba con varias lagunas. Según el firmante de la exposición la causa última era la misma. Tanto los seres humanos que ardían inexplicablemente como lo ocurrido en Siberia eran el mismo fenómeno. Manifestaciones diferentes de una supuesta energía universal que la naturaleza distribuía de forma discreta.

Moss terminó la lectura más confundido que antes de iniciarla. De ser un fenómeno sobrenatural no correspondía a un comisario desentrañarlo. Se preguntaba si no tendría razón el inepto de Lorenz y las tres muertes no tenían mayor relación entre ellas que el fuego. Quizás en su precipitación había formulado demasiado pronto la tesis de vincularlos con asesinatos. Por primera vez en su carrera no sabía por donde continuar la investigación. El sentido común le aconsejaba adoptar la misma postura que el forense y cerrar los expedientes atribuyéndolos a simples accidentes. Si la prensa, algún superior o quien fuera realizara preguntas incómodas sólo tenía que encontrar una somera explicación que no pareciera demasiado burda. Eso para un policía de su experiencia no supondría ningún obstáculo. Por el contrario, seguir la pista de un piro-asesino imaginario era perder el tiempo. Esa posibilidad carecía de consistencia. A lo largo de su carrera se sucedieron treinta muertes violentas en su jurisdicción y siempre abundaron las evidencias que señalaban al crimen, al suicidio o a los accidentes. Excepto en los tres últimos casos acaecidos recientemente. Moss para sus adentros sabía que algo en ellos no encajaba, o mejor dicho, nada encajaba. Lo razonable era archivarlos y dejar transcurrir el tiempo. Después de tantos años de manejarse por los sumideros de la sociedad su amor propio estaba preparado para soportar dejar casos sin resolver. Actuar como un buen burócrata y cerrar los ojos. Todo lo que no estaba detallado y predeterminado por un protocolo o un formulario no existía. En última instancia podía dar por cerrados los casos oficialmente y continuar la investigación en secreto. Cuando estas ideas arraigaban en su mente, la visión de una vieja espectral a punto de asesinar a su doble humano las desechaba.
Unos tenues rayos de luz que penetraron en la estancia a través de la persiana le avisaron del amanecer. Apagó el ordenador y tuvo la precaución de guardar la libreta de notas en un cajón que cerró con llave. Encendió un cigarrillo y se dispuso a relajarse unos minutos antes de la ducha. De repente una idea capturó su atención. Una idea tan macabra que su estómago latía más fuerte que el propio corazón.


La comunidad estudiantil de Lasttown olvidó pronto el luctuoso suceso del profesor Jules. La consternación inicial fue breve. En menos de una semana los alumnos competían para ver quién se daba mejor ingenio en parodiar la muerte de Jules, distracción en la que muchos mostraron un talento sorprendente, en contraste con el escaso que se les atisbaba en las asignaturas del curso. A ello contribuyó la ausencia de otro profesor titular de física. Como el presupuesto del instituto no gozaba de una economía saneada la dirección optó por sustituir a Jules con el único suplente disponible, Samuel Pearson, licenciado en sociología, hombre timorato, de carácter débil y cuyos conocimientos de física terminaban en la fórmula de la velocidad. El primer día, ante la visión de una jauría de adolescentes desatada, entendió conveniente refrescar sus conocimientos en la materia, concediendo licencia a la clase bajo el pretexto que debía perfeccionar el último ejercicio encomendado por Jules. Al menos adquirir un mayor nivel de física aumentaría un poco el respeto y la nula autoridad que mantenía frente a los alumnos. En poco tiempo pudo comprobar la falsedad de tal presunción, terminando la corta experiencia en el despacho del director suplicándole que le concediera cualquier trabajo administrativo antes que seguir sufriendo las afrentas de un numeroso hatajo de jóvenes descerebrados.
La laxitud en las obligaciones ofrecida por Samuel fue acogida con alegría por los estudiantes. Prácticamente nadie había trabajado el problema de la simetría con la excepción de Lara Moss y nadie aparte de ella tenía la menor intención de hacerlo. La niña constituía la excepción que confirmaba la regla de que el título de grado medio obtenido en ese instituto era un visado directo a la marginalidad más salvaje. De hecho no se vio involucrada en serios problemas con sus compañeros debido a que era conocido el cargo de su padre. Era el salvoconducto para que la dejaran en paz. Una chica estudiosa, callada y sin teléfono móvil a los trece años incrustada en un conjunto de futuros delincuentes hubiera sido presa fácil. Tampoco el aspecto de empollona algo repelente le hacía ganar popularidad entre sus compañeros. Usaba unas gafas con un grosor de los cristales muy notable, llevaba el pelo recogido en una trenza mal peinada y vestía con prendas situadas en las antípodas de la moda juvenil. El prematuro fallecimiento de su madre la impulsó para adquirir responsabilidades a una edad que no le correspondían. Desde siempre destacó en la escuela y el quedar huérfana no cambió su buen historial académico. Se acercaba bastante a la figura de la hija que todo padre quiere tener, obediente, estudiosa y disciplinada. Lara vivía aquellas jornadas imbuida de impresiones novedosas para ella. Una muerte terrorífica que por poco se produjo delante de su vista, un problema al que por primera vez no encontraba solución fácil y unos deseos irrefrenables de ayudar a su padre en el asunto que intuía le causaba importantes quebraderos de cabeza. A ello se unía una sensación indefinida de preocupación, como si alguna tragedia se avecinara o intuyera un peligro inminente.
Herida en su amor propio, en cuanto terminaba las clases, regresaba veloz a su casa sin detenerse a charlar con los compañeros. No hallaba un momento de paz debido al bloqueo en que estaba sumida por el ejercicio sobre la simetría. Las últimas palabras del profesor resultaban ahora enigmáticas. “Busquen la simetría en estructuras diferentes, en otros órdenes de la Naturaleza”.Y por más tiempo que empleaba en resolverlo no progresó en el problema. Al final el modelo de una figura siempre estaba detrás de la simetría. La imaginación se le agotaba. ¿A qué estructura estaba aludiendo el profesor? Y otra pregunta le quitaba el sueño, ¿Existía alguna conexión entre el problema y el funesto fin de Jules? ¿Intuyó el profesor la suerte que le esperaba y dejó la pista para desentrañar la muerte tan horrible que le sobrevendría? Tampoco descartaba que el ejercicio fuera una invocación, voluntaria o no, a algo maligno, indescriptible y misterioso. En los momentos en que la angustia se apoderaba de su alma, se sumergía en la lectura en busca de una pista que diera sentido a una simetría diferente al orden geométrico. Eso la ayudaba a alejar temores. Después de consultar textos de numerosas materias diferentes, entendió mejor centrarse propiamente en física. Gracias a su memoria esplendorosa vinieron a su mente las continuas referencias encontradas en los últimos textos que había leído a la física cuántica. Si bien aún faltaban varios cursos para tener esa asignatura quiso familiarizarse con ella. En su casa contaba con una biblioteca más que aceptable para su edad y los medios económicos que disponía, sin embargo, no encontró ningún volumen que hablara sobre mecánica cuántica en profundidad. Se encerró en su habitación, conectó el ordenador portátil e inició la búsqueda. Cuanto leyó sobre los átomos y las partículas virtuales le interesó tanto que sólo las continuas llamadas de atención de su padre para que se acostara de inmediato le obligaron a apagar el ordenador bien entrada la madrugada. En los días siguientes adquirió en la librería del barrio El Universo Elegante y El tejido del Cosmos del profesor Brian Greene muy citado como divulgador de las más modernas teorías cosmológicas. En unas pocas semanas había leídos ambos títulos tantas veces que podría recitar de ellos muchos pasajes de memoria.






Parzenon6005 de septiembre de 2015

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