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Simetría

SIMETRÍA


Si hay suficientes lectores iré publicando los capítulos siguientes

CAPÍTULO I



EL PROFESOR




Jules Filkin comenzó a encontrarse francamente mal. Por fortuna la clase de Introducción a la Física que impartía en horario vespertino en el instituto de enseñanza secundaria de la localidad de Lasttown tocaba a su fin. Sentía en su interior un calor asfixiante, y aunque se despojó de su chaqueta, colgándola en el respaldo de una silla, no encontró la menor mejoría. Al contrario, como si la chaqueta le aislara de la temperatura, el desprenderse de ella tuvo un efecto rebote que le hizo sufrir más y más calor interior. Las palabras emergían de su boca entrecortadas por un dolor similar al causado por cientos de alfileres clavados en la garganta. En doce años de docencia era la primera vez que se veía obligado a cortar bruscamente una lección por motivos que no fueran la expulsión en masa de la clase entera. Era joven, alto, delgado, practicaba varios deportes y gozaba de una salud envidiable. Al menos hasta ese día. Siempre se preocupó por mantener la imagen de intelectual algo despistado, aunque un análisis de su vestimenta denotaba un exquisito trato de los detalles. Solía combinar pantalones tejanos con chaqueta de tonos claros y nunca utilizó corbata. La barba de cinco días cuidadosamente desordenada le otorgaba una apariencia de joven de edad indefinida en contraste con un bigote denso y amplío que se extendía hasta las mejillas. Lucía una media melena en clara retirada ante la aparición de los primeros signos de alopecia. Para cerrar el aspecto de profesor informal circulaba en bicicleta los domingos por la mañana con un bolso colgando en forma de bandolera, lugar en el que nunca faltaban un par de libros que o bien le entusiasmaban y repetía su lectura una y otra vez, o le aburrían lo suficiente para no terminarlos nunca de leer pues siempre eran los mismos. Los días laborales, acudía a trabajar en automóvil, olvidando la saludable costumbre de los domingos. En definitiva, respondía al cliché de académico moderno y comprometido con causas solidarias. Lo que desconocía la mayor parte de las personas de su entorno era que, años atrás, suspendió las oposiciones para titular de la universidad y esa frustración le convirtió en un ególatra resentido que dedicaba mas horas a mejorar su aspecto físico que a intentar de nuevo aprobarlas.
La poca frecuencia con la que le atacaron las dolencias en su vida hacía de él un pésimo paciente, rayano en la hipocondría. Temeroso de que los estudiantes advirtieran los síntomas y le convirtiesen en objeto de burlas o se ganara fama de pusilánime entre sus colegas de profesión, consideró conveniente ocultar la enfermedad hasta haber desaparecido de la vista de unos y otros. Si en los próximos días continuaba convaleciente aportaría al jefe de estudios una baja médica, pero de ninguna manera quería dar un espectáculo de debilidad ante treinta quinceañeros de crueldad infinita. Conocía bien la psicología colectiva de un grupo nutrido de adolescentes y la pérdida del respecto equivalía a quedar sin la mínima autoridad de cara al futuro. Decidió anticipar la salida unos minutos, que en su estado semejaban horas, planteando a sus alumnos una cuestión a modo de deberes. Antes de que la fiebre galopante le consumiera las pocas fuerzas que le quedaban, entendió que dejar un problema por resolver era una buena forma de dar por concluida la clase. Por si acaso la enfermedad le mantenía ausente más tiempo del previsto, estimó mejor imponer una cuestión superior al nivel de sus alumnos, bajo la creencia firme de que nadie iba a resolverla, aunque entretendría varios días a los pocos que dedicaran algunas horas a estudiarla.
-Consideren-exclamó tratando de disimular su malestar- una esfera perfecta. Sin muescas, dibujos, o cualquier otra forma distintiva. Una bola de billar sin marcar sería un buen ejemplo. Roten dicha esfera alrededor de cualquier eje imaginario y obtendrán la misma figura. A ello le llamamos simetría. Las manipulaciones o alteraciones a las que podamos someterla no influirán para que sigamos advirtiendo la misma forma. Un dado sería otra muestra de simetría, pero mantendrá la figura sólo en ciertos casos, si la hacemos girar siempre sobre un eje de noventa grados. Habría pues menos simetría en este supuesto. Con estas pistas deberán preparar un trabajo en el cual se aprecie simetría. Sin embargo, no podrán recurrir a figuras geométricas, deben buscarla en otros órdenes de la naturaleza, en estructuras diferentes. En cualquier caso valoraré tanto la originalidad como el desarrollo matemático que sean ustedes capaces de aplicar a sus observaciones- Cerró rápidamente el cuaderno donde apuntaba el resumen del tema que cada día desarrollaba y se dirigió hacia la puerta. En la precipitación dejó abandonados sobre el pupitre varios objetos personales que llevaba siempre consigo y la pequeña barra de tiza utilizada durante la clase la guardó en el bolsillo de la camisa sin darse cuenta.
Apenas pudo distinguir el murmullo que los estudiantes dejaban a sus espaldas. Si la atención por parte de los alumnos tendía a cero durante las explicaciones, el último cuarto de hora lo centraban en manipular compulsivamente los teléfonos móviles, así que no encontró ningún obstáculo a su plan. Por una vez agradeció la falta de interés de la que era objeto por parte de sus pupilos. Un momento más en el estrado no hubiera sido capaz de soportarlo. Sin dar opción a preguntas disparatadas que le retrasaran la salida, abandonó el aula con premura en busca de su viejo Volvo. Quería evitar a toda costa toparse con sus colegas, que también estaban a punto de terminar las clases, y escuchar las mil y una quejas sobre el infinito salvajismo de los alumnos, la falta de disciplina que imperaba en el colegio más las alusiones a la nula educación que los jóvenes recibían de sus familias. Todos los días el mismo sermón de Willy Strauss el misógino maestro de literatura que lo más poético que contaba haber corregido entre todos los cursos era la rima de intestino con asesino; o la misteriosa Ofelia Brahms titular de la asignatura de filosofía griega, siempre indagando en torno a posibles noticias llegadas del Ministerio de Educación sobre las solicitudes de traslado de centro escolar. Y las posteriores imprecaciones cuando el director le comunicaba la negativa por ausencia de vacantes. No tenía ni el cuerpo ni el ánimo para atender a tantas lamentaciones. O la posibilidad más peligrosa por inexcusable, que el Jefe de Estudios le emplazara para una reunión de urgencia en la que tratar asuntos burocráticos relativos calendario escolar o las insufribles charlas con las asociaciones de padres de alumnos.

Casi a la carrera atravesó los sucios pasillos pintarrajeados con mil colorines y dibujos groseros, esquivando como podía el tapiz de colillas, papeles y latas de cerveza que abundaban por el suelo. Tampoco quiso reprender por la falta de asistencia a un grupito de chicos que discutían animadamente, apoyados en las paredes, sobre el lugar más idóneo para celebrar la fiesta semanal de los viernes por la noche. Empujó hacia fuera la destartalada puerta de salida, que tenía la cerradura permanentemente rota, evitó detenerse a conversar con los dos bedeles que fumaban ajenos al mundo en general y respiró aliviado al llegar al Volvo sin contratiempos. Jules se proclamaba ateo militante, pero en ese momento se aclamó a Dios para que el motor arrancara a la primera y no repitiera los problemas de encendido de los últimos días. Dios o la mecánica estuvieron de su parte.
El trayecto del instituto hasta su apartamento no era demasiado largo, aunque en aquellas condiciones podría ser un suplicio. Le asaltó la duda de cambiar el itinerario y presentarse en la puerta de urgencias del hospital más cercano. Al final, temiendo permanecer varias horas a la espera de ser atendido, optó por la idea inicial de regresar a casa, llenar la bañera con agua fría y sumergirse en ella hasta enfriar su cuerpo o ver cómo hervía el agua al introducirse en ella.
-Necesito dos días de cama y toneladas de paracetamol-se dijo- Debo estar incubando un proceso infeccioso. Mañana tendré la garganta tan irritada que no podré ni tragar saliva. ¡Dios mi temperatura debe estar por encima de cuarenta!, irradio calor como una bombilla humana.-
Arrancó su vehículo y a los trescientos metros de recorrido se cumplieron los peores presagios. Un atasco del que no se vislumbraba la causa le detuvo. Por la enorme cantidad de coches parados dedujo que la caravana no tenía trazas de solventarse pronto. Al contrario, signo inequívoco de su duración lo constituía ver a muchos conductores impacientes que se habían apeado de los automóviles buscando con la mirada el principio de la cola. Por los gestos de desánimo se evidenciaba que la cosa iba para largo.
Lasttown era una ciudad media industrial de doscientos mil habitantes, los suficientes para que cuatro veces al día se colapsara el tráfico en las vías principales. Jules renegó por no haber previsto esa contingencia. En un instante le asaltó la tentación de acercar el automóvil cuando pudiera a la derecha y continuar andando. De súbito se veía inmovilizado y sin opción a tomar un itinerario alternativo que le permitiera adelantar unos minutos. El malestar era insoportable para quedarse sentado a la espera que fluyera de nuevo el tráfico. Curiosamente ningún órgano de su cuerpo daba señales de enfermedad, al menos por el momento. Se extrañó de no sufrir escalofríos ni convulsiones. Tampoco el típico dolor de huesos asociado a la gripe. Jamás sintió nada similar. Incluso habían desaparecido las insidiosas punzadas en la garganta. Pero la temperatura subía. Era como si llevara un volcán a punto de entrar en erupción dentro de si. En los pocos minutos que se hallaba sentado frente al volante debía haber superado los cuarenta y un grados. Miró por el retrovisor y se vio a si mismo en un estado lamentable. El aspecto de su rostro pálido y oscuro le asustó. Más si cabe al advertir que el reflejo de su persona llevaba puestas las gafas progresivas que Jules, en su precipitada salida, dejó olvidadas en el cajón de su pupitre. Instintivamente se llevo la mano derecha a la cara. Palpó su frente y los ojos para confirmar que, en efecto, su rostro estaba desnudo. Varias miradas de soslayo al espejito interior le convencieron de que la primera impresión era cierta. En el cristal se veía a Jules de otra manera. No tuvo valor para fijarse en los detalles. Sin pensar en las consecuencias y llevado por el instinto de supervivencia o un pánico insuperable, abrió la puerta y saltó al asfalto sin preocuparse del Volvo al que abandonó con el motor en marcha y las llaves puestas. Quizás el aire fresco del atardecer le bajara la temperatura y le aclarara las ideas porque la fiebre ya estaba en la fase de provocarle alucinaciones. En cuatro o cinco largas zancadas alcanzó la acera. Volvió la vista hacia el Volvo y allí seguía su figura ensombrecida que se disponía a bajar del vehículo. Pero las cosas empeoraron tanto que no pudo ni sufrir el terror de esa visión. Ante su asombro, el de los escasos viandantes que transitaban de aquí para allá y los pacientes conductores que continuaban en el atasco, la pierna izquierda empezó a arderle. Eran los músculos y los huesos los que se quemaban porque los tejanos no parecían afectarse del fuego, si bien la llama, entre anaranjada y azul, se había extendido por los vaqueros sin dañarlos. No pensó en el extraño origen del fuego. Como hombre de ciencias entendió al momento que la mejor manera de apagarlo era cortar el oxígeno para evitar que la combustión progresara. Con presteza se despojó de la chaqueta para aplicarla con fuerza sobre las llamas. Pero era tarde. En el corto lapso de tiempo que empleo en la operación, sintió como se carbonizaban el brazo derecho y su tórax. Nunca llegó a saber si el fuego avanzó de una extremidad a otra o si surgió espontáneamente. La última actividad cerebral que tuvo le hizo comprender que jamás volvería a corregir más exámenes. Debido a que la situación no era la más idónea para fijarse en el entorno, Jules no pudo ver que su doble ya no estaba allí. En pocos segundos quedaron un montón de cenizas atrapadas entre unas ropas impolutas que ni siquiera estaban tiznadas. El espectáculo que se ofreció a los consternados e involuntarios espectadores fue atroz. Una sucesión de alaridos inhumanos que fueron disminuyendo hasta silenciarse al mismo ritmo que el fuego decreció hasta extinguirse por si solo. Cuando algunos peatones reaccionaron y fueron en su ayuda, se encontraron con que el profesor Jules había pasado a mejor vida. De nada sirvió que rociaran las cenizas con la espuma de un extintor que uno de los conductores del atasco aportó desde su coche.






Parzenon6024 de agosto de 2015

1 Recomendaciones

3 Comentarios

  • Sandor

    Me he quedado con ganas del siguiente, de modo que ni se te ocurra dejarme a medias..
    Un abrazo
    Carlos

    25/08/15 08:08

  • Voltereta

    Digo lo mismo que Sandor, pero además me he quedado con esta parte del relato:

    " lugar en el que nunca faltaban un par de libros que o bien le entusiasmaban y repetía su lectura una y otra vez, o le aburrían lo suficiente para no terminarlos nunca de leer pues siempre eran los mismos"

    es difícil hacer cómico lo que parece dramático, sin embargo tú lo sabes hacer muy bien.

    Un saludo, seguiré leyéndote.

    28/08/15 10:08

  • Parzenon60


    Muchas gracias a ambos por vuestros comentarios. Me animan a seguir y más teniendo en cuenta que vienen por parte de personas que escriben tan bien como vosotros.

    29/08/15 10:08

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