Conocí durante aquella época a un niño. Cada noche, antes de irse a dormir, se despedia de su estrella. No era la más grande ni la mas brillante del firmamento, pero siempre habia iluminado su camino. No se preguntaba porqué la queria tanto, no esperaba de ella más que su presencia. Siempre la habia necesitado y no le importaba el porqué. Era solo una estrella más, entre tantas, una estrella que nunca habria pensado en destacar.
El solo era un niño, apenas tenia juguetes ni ropa bonita, no tenia televisor ni videojuegos, y a los otros niños poco impresionaba. Pero cada noche él se despedia de su estrella y ella le dedicaba un parpadeante beso cargado de sueños. Él era feliz porque sabia que, pasara lo que pasara e hicise lo que hiciese, cometiese algun error o no, su estrella la estaria esperando tras el sol para dedicarle una noche más, durante toda su vida.
Ella era feliz porque sabia que, aunque no orbitaran a su alrededor grandes planetas llenos de vida, habia un niño a millones de kilometros que la necesitaba. Las otras estrellas se reían de ella. ¿Que era un solo niño en comparación a lo que ellas tenian? Pero ella sabia que, si dejaba de brillar, él lo notaria, y lloraria. Y ese llanto inundaria su universo. El era su planeta lleno de vida, Ella, su reina en el cielo. Por separado eran mediocres, juntos eclipsaban al más poderoso de los soles, aunque estubieran tan lejos.
Ambos habian encontrado un motivo para seguir brillando.
