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Todos Los Hombres Matan Aquello que Aman

Todos los hombres matan aquello que aman













Todos los hombres matan aquello que aman








Simples son los prójimos los que aniquilan aquello que conquistan,
que esto yazga escuchado por cualesquiera que el odio atrape,
Los restantes con lo hacen con vocablo halagador;
El cobarde asesina con un beso,
El bizarro por atrás.


Son jóvenes unos cuando envenenan su amor,
Los viejos matan con veneno por falta de fuerzas,
Los reyes del bajo consumo ahogan con las destrezas de la concupiscencia,
El oro es la daga de los poderosos;
Aquellos inmaculados, los rechazados son piadosos matando a navaja,
Todo es igual, las almas se van de los cuerpos que yacen fríos.


Los seres enamoran exiguamente, los sin sangre son inmoderados,
Venden unos, compran otros;
Los hay con alma y riegan el suelo vertido de sangre con lágrimas,
Aquellos que carecen de alma no exhalan un sólo suspiro;
Todos los hombres matan aquello que aman,
Todos estamos en pecado y hemos de morir por ello.

En nosotros no hay un vientre que contenga vida,
Ni albergamos un pecho que la proteja,
Sólo somos pequeñas manadas de hordas;
Todos morimos crucificados por nuestros pensamientos impuros.


El Universo lo sabe, y el Olimpo de las verdades también.

Al ver a la madre muerta, somos conscientes,
Que fuimos concebidos, unos fruto del amor, otros como bastardos,
Cuando el corazón que oíamos en el vientre muere, nace nuestra miseria.









Todos Los Hombres Matan Aquello que Aman


El entierro.


En el año de 17..., después de haber meditado algún tiempo sobre la posibilidad de viajar por tierras ignoradas por los viajeros, partí en compañía de un amigo, a quien me referiré como Augustina.

Era unos años mayor que yo, una mujer de fortuna considerable y de familia aristocrática. Ventajas que ella ni devaluaba ni estimaba gracias a su gran capacidad. Algunas circunstancias singulares en su historia personal lo habían convertido para mí en objeto de atención, interés y hasta de estimación, que no disminuían ni sus modales reservados ni los ocasionales atisbos de angustia que a veces le acercaban a la enajenación.

Yo era todavía un joven y había empezado a vivir temprano; pero mi intimidad con ella era reciente: asistimos a las mismas escuelas y universidad; más su paso por ellas me había precedido, y ella ya se había iniciado a fondo en lo que se ha llamado el mundo, mientras yo todavía permanecía en el noviciado. Durante ese tiempo, escuché abundantes detalles, tanto de su vida pasada como de la presente y, aunque en estas narraciones había muchas e irreconciliables contradicciones, podía yo inferir que ella no era un ser común, sino alguien que, aun cuando se esforzara por no ser prosaica, seguía siendo notable.

Había trabado conocimiento con ella e intenté conquistar posteriormente su amistad, pero parecía que ésta era inalcanzable; los afectos que pudiera haber sentido aparentaban para entonces o haberse extinto o concentrarse en ella. Tuve suficientes oportunidades para observar que sus sentimientos eran intensos; pues aún cuando los podía controlar, le era imposible esconderlos por completo; sin embargo, tenía la facultad de dar a una pasión la apariencia de otra, de modo que resultaba difícil definir la naturaleza de lo que sucedía en su interior; y las expresiones de su rostro podían variar con tal rapidez, aunque ligeramente, que resultaba inútil tratar de escrutar su origen.

Era manifiesto cómo le dominaba una angustia incurable; pero nunca pude descubrir si era a causa de la ambición, el amor, el remordimiento o la pena, de uno sólo o de todos estos, o sencillamente por un temperamento mórbido, semejante a una enfermedad. Existían circunstancias supuestas que habrían podido justificar su atribución a cualquiera de estas causas; pero como antes dije, éstas eran tan contrarias y contradictorias que ninguna podía considerarse definitiva.

Se supone, generalmente, que donde hay misterio existe también la perversidad: no sé cómo pueda ser esto, pero es un hecho que en ella existía el primero aunque no podría atestiguar los alcances de la segunda (y estaba poco dispuesto, en lo que a ella se refería, a creer en su existencia). Recibía mi proximidad con bastante reserva; más yo era joven y difícil para el desaliento; y, con el tiempo, tuve éxito al entablar, hasta cierto punto, ese vínculo común y esa confianza moderada de los intereses mutuos y cotidianos que crean la comunión de empeños, y la frecuencia de encuentros que se llama intimidad o amistad según las ideas de quienes utilizan esas palabras para su expresión.

Agustina había viajado ampliamente; me dirigí a ella para que me aconsejara respecto al viaje que pretendía realizar. Era mi deseo secreto que se dejara persuadir para acompañarme; además, era una perspectiva improbable; basada en la vaga inquietud que había observado en ella y a la cual daban renovada fuerza el entusiasmo que parecía sentir hacia tales temas y su aparente indiferencia por todo lo que lo rodeaba muy de cerca.

Al principio insinué mi deseo y después lo expresé abiertamente: su respuesta, aun cuando yo la esperaba en alguna medida, me dio todo el placer de una sorpresa: aceptó; y, al término de los preparativos necesarios, comenzamos nuestra jornada.

Después de viajar por varios países del sur de Europa, volvimos la atención hacia el Este, de acuerdo con nuestro destino original; y fue en nuestro recorrido a través de estas regiones que ocurrió el incidente que da ocasión a mi relato.

La complexión de Agustina, que, dada su apariencia, debía haber sido en su juventud más robusta de lo normal, estaba decayendo gradualmente desde algún tiempo atrás, sin que mediara ninguna enfermedad manifiesta: no tenía tos ni tísis; sin embargo, cada día se debilitaba más; sus hábitos eran moderados, no admitía ni se quejaba de fatiga; no obstante, era evidente que se estaba consumiendo: se volvía cada vez más y más taciturno e insomne y, por fin, se alteró de tan notable manera que mi preocupación aumentó de manera proporcional al peligro que yo consideré le amenazaba.

A nuestra llegada a Esmirna, nos habíamos propuesto ir a una excursión a las ruinas de Éfeso y Sardis, de la cual intenté disuadirla debido a su indisposición; pero en vano: parecía existir una opresión en su mente, y una solemnidad en sus modales que no correspondían con su ansiedad para seguir con lo que yo consideraba un simple viaje de placer, totalmente inadecuado para una persona delicada; pero no me opuse más, y unos días después partimos en compañía únicamente de un guía y un cargador.

Habíamos recorrido la mitad del camino hacia los vestigios de Éfeso, dejando atrás los contornos mas fértiles de Esmirna y nos adentrábamos en esa región inhóspita y deshabitada a través de los pantanos y desfiladeros que llevan a las pocas chozas que aún subsisten sobre las destrozadas columnas de Diana (las paredes sin techo de la cristiandad expulsada y la aún más reciente pero total desolación de las mezquitas abandonadas) cuando la súbita y vertiginosa enfermedad de mi camarada nos obligó a detenernos en un cementerio turco, cuyas lápidas coronadas de turbantes eran el sólo indicio de que la vida humana había morado alguna vez en ese yermo. La única caravana que vimos había quedado unas horas atrás; no se podía ver ni esperar vestigio alguno de pueblo o cabaña siquiera, y esta "ciudad de los muertos" parecía ser el único refugio para mi desafortunado amiga, quien se veía próximo a convertirse en su siguiente morador.

En esta situación, busqué por los alrededores un lugar en el que pudiera reposar con más comodidad: al contrario del aspecto usual de los cementerios orientales, los cipreses de éste eran escasos, esparcidos sobre toda la superficie; la mayoría de las tumbas estaban derruidas y desgastadas por los años: sobre una de las más grandes y bajo de uno de los árboles más frondosos, Agustina se apoyó, inclinándose con gran dificultad. Pidió agua. Yo dudaba que pudiéramos encontrarla, aunque me dispuse ir a buscarla a pesar de mi desaliento: pero ella deseaba permaneciéramos juntos; y volviéndose hacia Suleiman, nuestro cargador, que fumaba con gran tranquilidad, le dijo:

Suleimán, verbena su.Es decir, trae un poco de agua, y continuó describiéndole con gran detalle el punto donde podría encontrarla. Era un pequeño pozo para camellos, algunos cientos de yardas a la derecha. El jenízaro obedeció.

Dije a Agustina:

¿Cómo supo esto?

Por nuestra posición repuso. Usted debe notar que el lugar estuvo habitado alguna vez y no podría haberlo estado sin manantiales. Además, ya he estado aquí antes.

¡Usted ya ha estado aquí! ¿Cómo nunca me lo mencionó? Y ¿qué hacía usted en lugar semejante donde nadie puede permanecer un momento más sin pedir ayuda?

A esta pregunta no recibí respuesta alguna. Mientras tanto, Suleimán regresó con el agua y dejó al guía y a los caballos en la fuente. Parecía que al mitigar su sed Agustina revivió por un momento; y albergué la esperanza de que pudiese continuar, o por lo menos regresar, y lo exhorté a intentarlo.

Ella guardó silencio. Parecía poner orden en sus pensamientos antes de esforzarse al hablar.

Éste es el fin de mi jornada comenzó y de mi vida; vine hasta aquí para morir; pero tengo una súplica que hacer: una orden que dar, pues tales deben ser mis últimas palabras. ¿La cumpliras?

Desde luego; pero tengo mejores intenciones.

Yo no tengo esperanzas, ni deseos, sino éste: oculte mi muerte a todo ser humano.

Espero que no se presente la ocasión; usted se recuperará y...

¡Silencio!, así debe ser: prométalo.

Sí.

Júrelo por lo más.Aquí pronunció un juramento de gran solemnidad.

No hay razón para ello, yo cumpliré con su petición; y dudar de mí es...

No puedo evitarlo, debe usted jurar.

Pronuncié el juramento y eso pareció aliviarlo. Se quitó del dedo un anillo de sello, que tenía grabados algunos caracteres arábigos, y me lo dio.

En el noveno día del mes continuó, precisamente al mediodía (el mes que usted guste, pero el día debe ser ése) usted deberá arrojar este anillo a la fuentes de agua salada que alimentan la bahía de Eleusis. Al día siguiente, a la misma hora, deberá dirigirse a las ruinas del templo de Ceres y esperar una hora...

¿Para qué?

Ya lo verá

¿Dice usted que el noveno día del mes?

El noveno.

Cuando hice la observación de que el presente era el noveno día del mes, su semblante cambió e hizo pausa. Mientras estaba sentado, debilitándose visiblemente, una cigüeña con una serpiente en el pico se posó sobre una tumba cercana a nosotros; y, sin devorar su presa, daba la impresión de observarnos fijamente. No sé lo que me impulsó a espantarla, pero el intento fue inútil; hizo algunos círculos en el aire y regresó exactamente al mismo lugar. Agustina la señaló y sonrió. Habló (no sé si para sí mismo o para mí) pero las palabras sólo fueron:

Está bien.

¿Qué es lo que está bien? ¿Qué quiere decir?

No importa; usted deberá enterrarme aquí esta noche, y en el punto exacto en que está parada esa ave. Ya conoce usted el resto de mis mandatos.

Entonces procedió a darme algunas instrucciones sobre cómo podría ocultar mejor su muerte. Cuando terminó, dijo:

¿Ve usted esa ave?

Desde luego.

¿Y la serpiente que se estremece en su pico?

Sin duda: no hay nada raro en ello; es su presa natural. Pero resulta extraño que no la devore.

Se rió de una manera espectral y dijo lánguidamente:

Todavía no es el momento.

Mientras hablaba, la cigüeña emprendió el vuelo. La seguí con los ojos un instante: no pude haber tardado más que en contar diez. Sentí aumentar el peso de Agustina, por poco que fuese, sobre mi hombro y, al volver a verlo a la cara, vi que había muerto.

Me impresionó la repentina certeza inconfundible: en pocos minutos su semblante se tornó casi negro. Hubiera podido atribuir ese cambio tan rápido a la acción de algún veneno, si no hubiera estado consciente de que no tuvo oportunidad alguna de tomarlo sin que yo me diera cuenta. El día se acercaba a su final, el cuerpo se descomponía con rapidez. No quedaba nada más que cumplir su petición. Con ayuda del yatagán de Suleimán y de mi propio sable, excavamos una tumba poco profunda en el sitio que Agustina había indicado: la tierra cedió con facilidad: tiempo atrás había recibido un ocupante ignoto.

Cavamos lo más profundo que el tiempo permitió y, arrojando la tierra seca sobre todo lo que quedaba del ser tan singular que acababa de partir, cortamos algunos bloques del césped más verde que crecía en la tierra menos desgastada que nos rodeaba y lo pusimos sobre su sepulcro.

Entre el asombro y la pena, no podía derramar una lágrima...





Polaris19 de enero de 2019

7 Recomendaciones

9 Comentarios

  • Iringo

    Admiro tu capacidad de trabajo creando y relatando
    siempre acertado,tu forma de plasmar los sentimientos,
    en toda su crudeza.

    Saludos

    20/01/19 01:01

  • Mujerdistinguida

    Un día Luia te escribió un comentario preguntándose si Dios te conocía, yo no creo que exista Dios, pero si creo que estas crucificado en una cruz y que sangras por todos los clavos que te han clavado a ella, sufres tanto que haces que quien te leemos tengamos esperanza, no puede ser que tu dolor no sirva para nada, Pol nos conmueve tu dolor, nos gustaría no leerlo pero eso es imposible, el dolor es parte de tu vida y nadie nos lo transmite como tú. Yo creo en ti Pol, me gustaría hacer algo para que no hubiera más clavos, ni más sangre ni más poemas así. Nada te puedo decir, si te sirve de consuelo, creo que estoy cerca de ti cuando te leo, a mi me sirve con consuelo pero sé que a ti no. Pol la vida te ha regalado cosas hermosas, aferrarte a ellas. Mi marido y yo nos gustaría darte un abrazo y decirte que sigas adelante, eres un buen hombre Pol, tal vez esa sensibilidad tuya te haga ser especial para escribir, pero no nos gusta cuando con ella sufres. Nuestros pensamientos están contigo, nos gustaría poder consolarte, sigue adelante Pol, mira la vida por ese prisma hermoso que tienes, aparta a un lado el telescopio de tu sensibilidad, deja al menos por un instante de mirar por él.
    Te queremos Pol, nosotros perdimos a un hijo y no queremos perderte a ti, el mundo es egoísta sí, nosotros no somos una excepción, no mires atrás y sigue adelante.
    Elisa.

    20/01/19 05:01

  • Chay

    "....Y dejarás una estela,un rastro en el camino....y todos te seguirán."
    Te quiero.
    CHAY.

    22/01/19 02:01

  • Polaris

    Gracias por vuestros comentarios, gracias amor.


    Pol.

    26/01/19 06:01

  • Antigona_argentina

    Que bárbaro el gallego.

    04/02/19 11:02

  • Polaris

    Gracias desde el otro lado del charco.

    Pol.

    05/02/19 10:02

  • Yffunappony-2469

    No sé si eres Gallego, pero no me cabe duda que eres excepcional expresándote.
    Antonio.

    11/02/19 06:02

  • Jarraddavab-8040

    Impresionante, prosa, verso, me invade siempre que te leo la inteligencia que debes poseer. Victor Hugo dijo que las inteligencias poco capaces se interesan en lo extraordinario; las inteligencias poderosas, en las cosas ordinarias, lo que más me gusta de ti es que sabiendo lo poderoso que puedes llegar a ser, te muestras como un pájaro caído del nido, atemorizado, lleno de dudas, sólo los seres inteligente se examinan a sí mismo. Lo que más me gusta de leerte Pol es que sé a ciencia cierta que el próximo texto o poema que escribas será sorprendente, admiro la inteligencia porqué yo no la tengo, yo soy normalita, tengo que sacar las cosas a base de constancia, estoy seguro que de que tú no, eso Pol te convierte en un genio, no te conozco, pero estoy segura de ello, eres un genio que no quieres ser descubierto, eso te honra porqué quiere decir que también eres humilde.
    Davinia.

    11/02/19 08:02

  • Polaris

    Gracias.

    10/03/19 03:03

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