Llegaba ya el final de dos mil quince, y todavía vivíamos en aquel viejo piso. El primero que compartimos. A ella le disgustaba vivir allí, aspiraba a algo más bonito. Un piso nuevo, decía, y decorarlo a su gusto. Muebles nuevos, que no desentonasen los unos con los otros.
Yo no estaba de acuerdo. Era feliz así. Para mí era un hogar. Confortable y desordenado. Podía soltar las llaves en cualquier rincón, a sabiendas de que después me volvería loco buscándolas.
Ella quería mudarse.
Yo no.
Me encantaba ese sitio.
Los vecinos de abajo gritaban mucho por las noches. No pegábamos ojo. Tampoco había ascensor. A veces, se producían peleas por la calle, o en algún bar cercano, y corríamos a asomarnos a las ventanas para no perdernos detalle. Hasta que llegaba la policía y ponía orden.
Era un barrio muy humilde. Hacía calor en verano y frío en invierno, como cabía esperar.
Siempre pensé que podía ser feliz en cualquier agujero, si ella estaba conmigo. Nunca tuve ninguna duda en eso. Una chabola, un puente, una caja de cartón. Daba lo mismo.
Aquí, por ejemplo, en el barrio de Loreto.
Los mejores años de nuestras vidas.
Quizá algún día, ella vuelva la vista atrás y descubra que, en realidad, siempre estuvimos de acuerdo en eso.
