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Rosa Negra

Isabel… una joven bonita, inteligente y sensata. Poseía una gracia natural a la que ni las más bellas flores podían aspirar y una sencillez envidiada por la mismísima luna. Sus ojos de color azul intenso parecían querer imitar la infinidad del mar y su cabello cobrizo dibujaba el baile de las llamas cuando el viento se entretenía en ondearlo a su antojo.

Defecto para unos, virtud para otros, ella era una chica soñadora. Pasaba horas en su mundo, abstraída, perdida en sus pensamientos.

Isabel leía. Leía tanto que podía contar sus libros por cientos, estaba muy orgullosa de su pequeña biblioteca. Ésta era una habitación en donde se refugiaba cuando lo necesitaba. Y cuando no también. Casi vivía allí.

Entraba luz a raudales durante el día y por la noche, la luna iluminaba la estancia de una forma casi fantasmal. Adoraba sentarse al lado del gran ventanal, bajo el sol. Siempre tan sonriente con sus queridos libros en la mano. Siempre pasando páginas, volviendo a las letras una y otra vez. Incansable, curiosa y a la vez tan misteriosa.

Nadie sabía qué se le pasaba a aquella chica por la cabeza. Sólo unos pocos tenían el privilegio de poder hablar con ella. Isabel no decía más de lo imprescindible. Quizás por timidez, o porque creyera innecesario contar los detalles de su día a día. A veces hacía cosas sin sentido, aunque para ella sí que lo tenían. Nunca le importó lo que pudieran pensar de ella.

Estaba enamorada. Para su desgracia, de un chico inaccesible. O eso pensaba ella.

Un día por fin se decidió a decírselo, pero antes de que pudiera hacerlo sucedió una desgracia.

Salió de su casa sin arreglar, como de costumbre. No le gustaba el maquillaje ni seguir las modas por las que las chicas de su edad se volvían locas. Fue caminando, tampoco quería ir metida en algún transporte. Tardaría más de media hora en llegar pero no le importaba, así podría pensar bien lo que le iba a decir.

De camino tenía que pasar por un puente de madera que estaba sobre un río que adoraba. Muchas fueron las tardes que pasó allí entre risas y baños con sus amigas, a las que no volvió a ver después de terminar el instituto. Cada una siguió su camino y a ella parecieron dejarla olvidada.

Hacía unos años que habían prohibido seguir bañándose en el río por unas corrientes que aparecían de vez en cuando. Tenían mucha fuerza y pasó a ser demasiado peligroso. El puente era tan viejo que la madera estaba podrida en muchos sitios por la humedad. Tanto que de vez en cuando cedía al pisar.

Isabel subió y justo cuando estaba en el medio las tablas que tenía bajo sus pies desaparecieron, cayendo con ella al agua. La corriente se la llevó y por mucho que la buscaron no consiguieron saber nada de ella. Su cadáver no apareció por ningún lado.

Su ataúd, ya bajo tierra, quedó lleno de sus pertenencias más preciadas. Entre ellas, sus libros preferidos. Eran muy extraños. Estaban en una lengua que ni el mayor experto supo descifrar. Terminaron por darlos por imposible e inútiles y los enterraron junto con otros.



Pablo suspira. Hoy hace cinco años desde aquel día horrible en el que le comunicaron la muerte de su mejor amiga. Y más que amiga, de la chica de la que estaba enamorado.

Pero ella nunca lo supo.

Se ha arrepentido mil veces de no haberle dicho nada antes de que todo aquello sucediera. Hay algo que aún no consigue entender, y es la razón de que estuviera cerca del río cuando hacía tantísimo tiempo que no volvía por allí. Quizás le entró nostalgia, recuerda que una vez le contó sobre esas amigas que no volvió a ver.

Una mirada de impotencia se cruza por su rostro. La quiere. Aún después de muerta, su corazón no ha conseguido olvidarla. No hablaba mucho, pero su carácter romántico y soñador fue lo que consiguió enamorarlo de aquella forma. Sus ojos, la forma de mirar, su sonrisa fugaz, su voz, sus manos. Sus libros…

Mira alrededor. Hoy no ha podido evitar meterse en aquella habitación a la que ella denominaba con tanto orgullo como “su biblioteca”. Su mundo, su razón de ser y su forma de vida estaba entre todos aquellos papeles encuadernados.

Se sienta bajo la ventana, como tantas veces lo hizo ella. Aunque esta vez bajo la luz de una luna redonda y brillante. Blanca, inmaculada y majestuosa como ninguna. La corona de la noche, la guía de las estrellas. La voz del infinito.

Cierra los ojos y apoya la cabeza sobre el cristal. De fondo, suena la que fue la canción favorita de Isabel. Tan bonita como ella.

Hablaba de mundos lejanos, distantes, pero a la vez al alcance de la mano. Hablaba de volar con los sueños y de un sitio donde reinara la imaginación.

Abre los ojos de nuevo.

Se da cuenta de que hay algo anormal en el ambiente. La luz de la lámpara ha bajado en intensidad y la temperatura se ha vuelto ligeramente más fría. Nota una pequeña brisa que le revuelve el pelo. No sabe de dónde viene.

Sus ojos se agrandan, las pupilas se dilatan, su respiración comienza a acelerarse. Su cuerpo empieza a temblar y en su cara se dibuja una expresión extraña. Tiene miedo.

Se levanta y se dirige hacia la puerta, pero se cierra de golpe antes de que pueda alcanzarla. No sabe qué hacer. ¿Se da la vuelta? Opta por hacerlo, prefiere afrontar lo que sea antes que arriesgarse a un ataque por la espalda.

La música para de repente y la luz termina de irse. Descubre petrificado que al contraluz de la ventana comienza a tomar cuerpo una figura de mujer. Aún es etérea, pero ha sabido reconocerla. Es inconfundible.

Es ella.

No… no es posible, ella no. Está muerta, los muertos no pueden volver. ¿O sí? Su mente está bloqueada, es incapaz de pensar algo coherente.

Isabel se acerca, Pablo se aleja. El rostro de ella refleja confusión. Pablo se da cuenta de que sus ojos han cambiado, su mirada no es la misma. No brilla, es fría, distante.

-No me tengas miedo, no puedo hacerte daño-. Su voz suena vacía.

-Pero…

Isabel sonríe.

-¿No confías en mí?

-¡Estas muerta!

-Te quiero.

Dos palabras que consiguen desarmarlo. Esas dos palabras que ya creyó imposible poder escuchar de sus labios. Su corazón consigue sobreponerse al miedo que lo tiene bloqueado y deja que ella se acerque.

Se para a pocos centímetros de él y al ver que no reacciona decide continuar, cautelosa. Lo rodea con sus brazos a la altura de la cintura y se pega a su cuerpo para escuchar los latidos de su corazón. Un corazón joven, fuerte. Aún late. El suyo lo perdió hace tiempo. Suspira.

Pablo siente como un escalofrío le recorre la espalda cuando lo mira a los ojos. Por un instante, vuelven a ser tal y como los recordaba. Se acerca más y lo besa. Pablo siente la frialdad de sus labios, de todo su cuerpo, pero no le importa. Se entrega a ella, sabe que es la única vez que podrá sentirla así de cerca. Su corazón late por los dos.

Cuando se separan, Isabel se agacha para recoger algo que antes dejó caer. Cuando se levanta, descubre entre sus manos una rosa negra. Temblorosa, se la entrega y se acerca a él de nuevo para susurrarle unas palabras al oído. Después se desvanece en el aire, entre sus brazos, y todo vuelve a la normalidad.

Esas tres palabras hacen eco en su mente, sabe que será imposible olvidarlas.

“Soy tu ángel…”
Salamanderyal01 de agosto de 2011

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