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αγωνί α

Y como hebras oxidadas remitentes a esos entramados de lava que se endurece con el disminuir de la temperatura, las cuerdas tendinosas de mi órgano más importante comenzaron, de improviso, a fallar. Al principio notaba cierta incomodidad, de aquella que uno siente cuando cree que ingirió algo en mal estado, de aquella igualable a cuando la mente propicia sobre el cuerpo una serie de artimañas automáticas, mecánicas, para expulsar lo dañino, lo tóxico. De hecho, tal vez buscara expulsar de mí el alma, la cual de seguro podía auspiciarse como desechable. A esas alturas comencé a perder el habla, a transpirar como en verano cuando era pleno otoño. Sin aviso, sobre mi esternón se paró un elefante, en una sola de sus patas, y comenzó a saltar a un ritmo desacorde con mis inhalaciones, las cuales no se convertían después en su contrariedad. No. Sentía que las paredes del cuarto en dónde yacía serían próximamente repintadas con mi vida. El elefante empezó a saltar con brío y me olvidé. Me olvidé de todo. Dicen que la vida pasa como una película, diapositivas por delante de uno en una suerte de recapitulación histórica. Nada. Mi película no se había filmado, tal vez no podía revelarse. O, en una de esas, no había llegado mi hora. Recuerdo la ausencia de quién podría haber salvado mi aliento de manera presurosa. Pero luego terminó. Sentí paz, un vacío pleno, estable. Y me ví, ahí en el suelo, durmiendo.
Santiagotomas199718 de abril de 2016

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