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Mi Alegre Valentina





MI ALEGRE VALENTINA.












Tendido en la cama, rozando apenas el umbral de la percepción visual gracias a una sospecha de luz carmesí proveniente de los dígitos del reloj despertador, podía verse a sí mismo, indeliberadamente, sólo por un capricho de su fantasía, flotando en la oscuridad, tal como estaba, en la posición decúbito supino que utiliza para reflexionar, no para dormir, como un leve indicio de presencia fantasmal, una vaga aparición que pretende emerger de la tiniebla adoptando formas identificables, presunción de hechuras rusientes y encobradas, reconociendo a duras penas un atisbo de sus facciones en medio del tenue halo rojizo. Para dormir solía ponerse boca abajo, pero en esa ocasión era inútil e improcedente, ambas cosas. Esa noche, el insomnio se presentaba bajo efectos distintos a los habituales. No rebullía, enredado entre las sábanas, cual cola de lagartija recién cercenada, sintiendo en cada nueva postura, apenas adoptada, la propia desazón de la antigua y sabiendo que va a ocurrir lo mismo con la siguiente ad nauseam, sino que permanecía tendido en la colocación indicada, contemplando mentalmente su presencia inmóvil, asombrosamente envarada como si fuera un desportillado galeón reposando medio enterrado en el fondo caliginoso del océano, distinguiendo con esfuerzo sus ojos muy abiertos, considerando el vacío cuajado de tiniebla con la fijeza del idiota. Camisa de once varas. Camisa de once varas y pico que no te llega al cuerpo. Y un montón de dudas. Y una tonelada de remordimientos. Ven, nos daremos un garbeo por tu existencia, contaremos los cachivaches por los que aún siente afección tu alma, considera que el dolor es lo contrario de la muerte y reflexiona, pero no pienses. Casa con dos puertas y una sola llama como la única luz de tus ojos. Castillo encantado poblado de espectros y de quimeras y de espejismos, jardín umbrío donde sólo acecha el infortunio, campo desolado serás y cubierto de ceniza y de escarcha y de niebla, si Dios no lo remedia. Ven y nos daremos un garbeo por el parque para distraernos un poco, contaremos a los búhos el viejo cuento de nunca acabar por decir algo, el de la infinita resurrección de lo improbable, por ejemplo. Pero ya ni las jaculatorias aportan alivio a tu lacerada aunque todavía viva carne, ni los ensalmos logran desceñir la contradicción, tan bien trabada, que la tironea como si fuera una raíz implantada en tus entrañas. Por los periódicos tirados en el asfalto, agitados por violentas rachas de viento, te enteras de que las autoridades civiles y militares de tu conciencia han declarado el estado de sitio; pero tú no puedes hacer nada, por el momento, sino pasear por estas calles oscuras y procurar alcanzar el día, limitando en lo posible los estragos de una noche nefasta, cargada de efluvios ponzoñosos.


La primera vez que la viste, durante el cóctel, de eso hace ya dos años, mientras el alcalde pronunciaba su discurso, una caprichosa araña urdió una redecilla de hilos finísimos entre los dos, que no llegaban a romperse pues nunca os alejabais lo suficiente el uno del otro y si alguno se rompía, la araña lo tejía de nuevo con presteza. Y a pesar de la sutileza de los hilitos de esa tela, una sensación indefinible te venía desde ese ser que se hallaba, palpitante, a tu lado. Siempre a tu lado. El aplazamiento del proyecto de circunvalación obedece evidentemente a razones políticas, ¿quién podría afirmar lo contrario, sin prevaricar con sofismas? Ven, acerquémonos a las tapas. Está usted pero que muy equivocado, señor mío, obedece al curso natural de los acontecimientos, no se ganó Zamora en una hora; hay que insertar ese proyecto en el comarcal de la diputación, hay que ponerse de acuerdo sobre el trazado definitivo de la carretera con la que debe enlazar. No sé si vamos a conseguir atravesar toda esa barrera tan humana. Sí, claro, argucias de mal pagante, pamplinas, a otro perro con ese hueso, lo que pasa es que su partido quiere recoger todos los beneficios frente a la opinión pública de esta ciudadanía…. Vaya, señor edil, continúa siendo usted tan intratable como solía. Sígueme, vamos a forzar un poco la situación, aunque sea poco cortés, pero lo cortés no quita lo valiente. Estos canapés están realmente suculentos, en estas cosas sí que no escatiman los miembros de nuestro ilustrísimo consistorio, así como en remodelación y embellecimiento de la red vial. Sí deben estar suculentos, puesto que no les dejan a los demás la posibilidad de alcanzarlos…. Y que lo diga usted, la circulación está imposible dentro del casco urbano. Eso si no le han cortado la calle y tiene todavía acceso al garaje de su casa…. Espera, te pillo uno, ¿Valentina, no? Esa era tu gracia, si no recuerdo mal…. Caótico, una verdadera vergüenza ….. ¿Quieres que tomemos un vino? Bueno, vale. Pero ¿acaso no han oído ustedes que quien quiera peces ha de mojarse el culo? En este pueblo no se aguanta una avispa en un ojo… Te la acababan de presentar, pero enseguida fuiste tú su introductor en el ámbito postizo de los funcionarios locales, la guiaste a través del decorado teatral de la sala y le presentaste algunos muñecos de cartón piedra, sabihondos y discutidores sin excepción, todos conociendo al dedillo dónde les aprieta el zapato y con un nutrido repertorio de convicciones inquebrantables. Después se fue, para volver todos los días, claro. Casi todos los días. Oficialmente para trabajar como auxiliar en un negociado, si bien ello era sólo una tapadera. Su verdadero cometido sería otro, uno que sólo ciertos seres especiales pueden llevar a cabo, iluminar con su sonrisa el edificio entero y la totalidad de sus dependencias, la casa consistorial y sus anexos más distantes, la rutina diaria y el quehacer surgido en el último instante, así como las entradas y salidas y todas las pausas y todos los encuentros fortuitos o arreglados. Valentina, nunca te he hablado de tu sonrisa. Todos los días, mi vida. Tu sonrisa dibuja el primer signo del alfabeto de la simpatía; tu sonrisa es la luna cuando quiere segar las plantaciones de estrellas, cuando comienza a levantar las fuerzas dormidas de la tierra, cuando se hace cuenco de plata donde se recoge el agua resplandeciente de la alborada; tu sonrisa, amor, está amasada con espuma de mar y sortilegios de magia blanca, es una ola cuando alcanza la playa, es una vela henchida bajo el sol de los mares que ciegan; tu sonrisa es mi sed de náufrago en esta isla candente. Es algo muy serio, tu sonrisa. Algún día te hablaré de ella. Vale. Como quieras. Es lo que más echaré de menos, tu sonrisa.


No habría podido afirmarse que su actividad cerebral estuviera elaborando pensamiento propiamente dicho, más bien era como si la conciencia se hallara empantanada en el estupor de la incomprensión absoluta, dejándole ver retales pero no la hechura, relampagueos de imágenes, palabras e impresiones inconexas, atropelladas, contradictorias. Únicamente aguardaba a que el momento llegara, pero sin haber concluido la forma de su inducción, lo cual acordaba, tensándolo, una inquietante levedad a su cuerpo, conformado ya por una materia distinta, porosa y acartonada, inerte, que percibía desde fuera como una partícula en suspensión, una mota de polvo levitando a la deriva. No podía ver la hora tal como estaba, si bien le hubiera bastado con dar orden a los músculos implicados en la rotación de la cara para conocer el minuto exacto en que su ansiedad había quedado encallada, aunque sabía vagamente que era algo pronto para actuar. Adela dormía profundamente a su lado. Si ella decidiera realizar un pequeño esfuerzo de concentración, si se propusiera una somera tabla de ejercicios de lucidez, la unión de ambos podría llegar a ser soportable. Mas no vale la pena fatigarse con esa ilusión, ella es incapaz de la menor disciplina, con la más absoluta incuria intelectual se deja llevar hasta un embrutecimiento psicológico rayano en la deficiencia mental y a eso no tenía ningún derecho.


¿Vas a llevarme al matadero? Aquí esfuerzo heroico, sobrehumano, para articular el adverbio de negación apropiado. ¿Me oyes? Sí. ¿Me has oído? Te estoy hablando…Por supuesto que te oigo, me encuentro justo ante ti y no tengo ningún problema auditivo, luego te oigo. Es que no me escuchas cuando te hablo. Dime. El mundo está podrido….un animal es mil veces mejor que un hombre…tan sólo existe autenticidad en los animales, mira los ojos del gato, ¿habrá algo más bonito? Observa el color de la fresa, ¿quién habrá hecho tanta belleza? Te estoy hablando y es como si hablara a la pared. ¿Quién habrá hecho los ojos del gato? ¿Sabrás tú acaso quién los ha hecho? ¿Y la fresa?¿Quién habrá podido imaginar algo tan bonito como el color de la fresa? Únicamente los animales son auténticos, no como el hombre, que está podrido. ¿Me voy a morir? ¿Van a llevarme al matadero? ¿Me estás escuchando? Para Adela, ¡por Dios! Te lo ruego. Si tú quisieras….pero no quieres. Está visto que no quieres. No es que no puedas, sino que no te da la real gana. Te dejas llevar porque es lo más fácil, por no dignarte realizar el sostenido esfuerzo que requiere vivir en compañía.


La oscuridad completa, tras los postigos cerrados a cal y canto, no se hallaba esa noche poblada de quimeras como solía acontecer, ni de figuraciones dolorosas, ni de premoniciones aciagas, sino de una oquedad negra tapetada. Y dentro de poco todo habrá terminado. Se acabará esta tensión, esta angustia que sobreviene sin motivo, las más de las veces. En efecto, todo iba a volver al estado anterior, previo a este largo patinazo de su existencia, a esa paz profunda, verdadera, que había adquirido con la madurez, o sea, con la renuncia. La decisión estaba tomada, tan sólo había que esperar un poco más, un ratito. Sería la última noche de insomnio. En fin, aproximadamente. Quizá tuviera que afrontar un par de ellas aún, atenazado por la inquietud, los remordimientos tal vez. Pero pronto comenzaría a hacer efecto el sedativo infalible de los hechos consumados. La literatura mostraría seguidamente su radical eficacia culminando el trabajo, como de costumbre, al igual que otras veces, tan lejanas ya. Cuán preciado es el consuelo de la filosofía, cuando uno ha dejado de vivir o se ha cansado de ello. Vivir, una pérdida de tiempo. Es mejor existir. Él volvería al ejercicio físico suave, a esa dulce melopea de la decadencia secreta, aceptada con inconfesable alivio.


Un espléndido sol abrileño había engendrado en Julia la veleidad de recibir a sus invitados en el fondo de su jardín. Allá nos fuimos todos para sentarnos alrededor de una mesa repleta de aperitivos, bebidas, vasos, platos, palillos, en fin, toda la parafernalia. Vicente estaba vestido de mafioso, lo que quería decir que ibais a beber bastante. Pero ojo…., él aguanta la bebida como un mascarón de proa que podría beberse todo el mar salado y tú, a las tres de cambio, pareces ya un pollito mojado y luego debes tomar el volante, con el pasavolante. Así que ojo al parche. Ojito al Cristo, que es de plata, y tú ya eres conocido por los servicios de policía, a causa de un asunto fuera de propósito, aquí…. Agustín, con la mano izquierda medio metida en el bolsillo posterior del vaquero, la palma hacia fuera, adoptaba la postura, tan bien aprendida, de antihéroe, de rigor en todas las películas recientes que tanto frecuenta y que tan bien le van a su calvicie y a su estrechez de hombros, para hacerle los ojos lánguidos a Natalia. Pero Natalia, que tiene un tipazo de la hostia, se reía y guardaba las distancias. Natalia había venido con su moto, una Yamaha de 750 centímetros cúbicos, había dejado su cazadora de cuero en la habitación de Julia y con sus dos ojos maliciosos, achinados, estaba probablemente viendo a Agustín agarrado a su melena, volando como una cinta de cometa y perdiendo sus últimos cabellos en el lance improbable de correr con ella montado en la máquina. Agustín no se daba cuenta, o no hacía caso, y seguía actuando como el antihéroe de su película. Vicente, aunque es muy moderno, acercó sus labios florentinos hasta tu oído. ¿Es gilipollas de verdad el tío éste, o se lo hace? No contestaste, porque en aquel entonces te importaba un pimiento que lo fuera o no. Y ahora te repatea el hígado que, sin haber zanjado del todo la cuestión, tengas que verte obsesionado por la presencia de ese individuo, por mucho que sepas que esa obsesión tuya lo valoriza mucho más de lo que se merece. No te gusta que te impongan las cosas y algo tendrás que hacer. Julia tomó enteramente a su cargo la tarea de atender a los invitados. Amparo, con el humo del cigarrillo entre los ojos, le daba conversación. Bueno, Fátima, la hija de Julia, secundaba a su madre acatando religiosamente sus órdenes. Vicente y tú comenzasteis a hacerle los honores a un excelente tequila con hielo y limón. Marina y Valentina llegaron algo tarde, pero con la voz de Valentina era como si le hubieran puesto música al jardín y comenzara en ese mismo instante la verbena. Sentías que el tequila daba una flexibilidad inusitada a los músculos de tu lengua. Las chicas lo notaron enseguida y quisieron que la desataras, para ver cuántos pliegues tenía, tu lengua. Tu lengua luenga, aunque luego andes en lenguas, tu mala lengua cuando te buscan la lengua, aunque sea con la lengua de oil, que no es tu lengua materna y “vos no sabéis, señoritas, cómo trema Venecia con la música y arden las islas y las cúpulas…” No obstante, la inocente Marina, hablando español en atención a Vicente y Amparo, te dejó cortado durante un momento, sólo un momento. Parecía extrañada de que cultivaras tu huerto. ¿Tú plantas? Te volteaste hacia Vicente y, en efecto, encontraste esa misma pregunta, ribeteada de ironía, en sus ojos de mafioso siciliano, elegidos expresamente para el día. Acto seguido miraste a Amparo, que desplegaba una sonrisa de oreja a oreja, aunque muda. ¡Ah, sí, planto! Te limitaste a responder, con la llana modestia que requiere el caso.
La cima del tejado imprimía una pirámide de hierro sobre el césped, que iba avanzando hacia los alegres invitados, descuidados, como una leona que ventea la caza, hasta acabar dándoles una dentellada fría en los pies y entonces se pusieron a desembarazar la mesa a toda prisa. Julia tuvo que encender la chimenea para que pudierais entrar rápidamente en calor. Valentina se sentó a tu lado ante la mesa. Era reconfortante la presencia de Valentina justo a tu lado izquierdo. Asistir con Adela a una cena era como jugar a la ruleta rusa, pero con Valentina justo a tu lado, sintiendo casi la tibieza de su cuerpo al rebullir, su voz traviesa contrapunteando la tuya, llegaba a ser un ejercicio excitante. Notabas una suerte de compensación en tu fuero interno, eras lo que no habías sido nunca, sin perder nada de tu substancia íntima. Valentina empezaba ya a hacerle mucho bien a tu fuero interno. Decretó la paz en el interior de tus fronteras, antes de desatar la más cruenta guerra civil que has conocido en los adentros de tu carne. Mas aquellos días fueron días alciónicos. Julia te ofreció a ti, como hombre de confianza, el privilegio masculino de descorchar la botella de vino. Serviste a cada invitado una copa entera, ras con ras. Valentina consumió únicamente la mitad de su contenido y te ofreció el resto en su mismo continente. Aplicaste a él los labios y tu sangre absorbió enseguida la influencia de la poderosísima filocaptio que obraba en su saliva. De repente te encontraste a ti mismo ebrio de vino y de deseo, exultante de verbo y de invención. Ya te disponías a hincarle la cucharilla a la crema catalana, cuando Julia te la quitó de delante con un movimiento rápido, vista y no vista. Voy a dorarla un poco más. Y con las mismas se fue hacia la cocina seguida por la fiel Fátima. Sin decir palabra, levantaste los brazos al cielo y los fuiste bajando en actitud de adoración. La hilaridad fue en aumento a medida que cada comensal iba comprendiendo el sentido de la momería. Valentina estaba muerta de risa justo a tu lado izquierdo, en cada ojo suyo brillaba una estrella sólo para ti.


En la oscuridad de la habitación flotaba la imagen rígida de un cadáver, cuyo rostro hierático se percibía cada vez con mayor nitidez, iluminado por el halo rojizo de los dígitos del reloj despertador. Sus labios estaban sujetos a esa tensión característica que precede la toma de la palabra, el sonido de su voz parecía inminente. Su boca era como la trompeta del ángel del Apocalipsis. Tras él, las vigas del armazón que sujeta la casa parecían inyectadas de sangre caliente y en las paredes blancas comenzaba a afirmarse una alborada falsa, pues los postigos daban la impresión de ir cediendo poco a poco ante el empuje de la esplendente mirada lunar. Desvió la vista hasta el rincón más oscuro, último reducto de tinieblas, para tratar de evitar aquella alucinación infausta; mas pronto volvió a ella, pues le pareció en mayor grado insoportable el vacío. Seres hipocondríacos somos, nos duele el mero paso de las ideas a través de los tubos de la conciencia. El diálogo con tal aparición debe ser por fuerza desigual, abocado a la incomprensión mutua, sus palabras participarán de la levedad de la piedra pómez, sus razonamientos de la consistencia del cartón piedra, aunque tal vez sólo ella alcance a transmitir la verdad escueta, sin la escoria de la emoción. Otra cosa es que semejante evidencia nos sea de alguna utilidad cuando estamos vivos, cuando todavía sentimos el pálpito de unas entrañas calientes. Sin embargo, el cadáver flotante permanecía en su lugar, acaso lo hubiera estado siempre, persistiendo en su intención de entablar una conversación absurda, necesariamente abocada a la incongruencia, por mucho que ese cadáver sea el propio, el íntimo cadáver muerto de nuestra particular e intransferible muerte, acechando cada uno de nuestros gestos para echárnoslos en cara a su debido momento.


Cuando instalaste Internet y efectuaste la primera búsqueda de datos, te encontraste con un billón de respuestas, todas ellas tangenciales, pasaste horas abriendo y cerrando páginas inútiles, al cabo de las cuales te dijiste bien, no está mal. Donde haya un buen libro, sacado de una bibliografía de solera, que se quite todo Internet. La mensajería, por su parte, te traía el trabajo a casa y, eso sí, te repateaba el hígado. Pero llegó Valentina al Ayuntamiento y cada mensaje suyo era un guiño. Tomaste enseguida la costumbre de consultar tu correo cotidianamente. Al principio todos sus envíos eran colectivos. Tú le respondías sólo a ella. Luego, poco a poco, os fuisteis enzarzando en una correspondencia personal, cada vez más reveladora de interioridades. Esos mensajes los disfrutaste como un verdadero enano. Los tuyos eran como hincar el diente a una materia deliciosísima, pasta de almendras o fruta tropical; los suyos, la subsecuente explosión de sabor sobre tus ávidas papilas gustativas. ¿Hace mucho tiempo que no haces deporte? Yo diría que desde que terminé la mili. Durante el transcurso de la cual hice tanto que, tras licenciarme, no corría ni siquiera para coger el autobús. Prefería perderlo…. ¿Y ahora, sigues perdiendo el autobús? Sin pensarlo dos veces, le enviaste una foto tuya, vestido de militar, que databa de más de veinte años atrás. Entonces era tiempo de coger autobuses. ¿Nos vamos a correr juntos? Nos vamos a correr donde y cuando quieras, encanto de colega. Hay un lugar que se llama la línea verde. La seguiremos hasta el final. Tiene cuarenta kilómetros. No importa, los haremos todos ellos. ¿Te burlas? Apenas.
Toma, instala esto en tu ordenador. Nunca te las habías visto tan gordas. Te costó Dios y ayuda encontrar el camino, pues tu lógica no estaba adaptada a semejante proceso. Tuviste además que cargar otros programas, sin los cuales el que te envió no podía funcionar. Se exasperó. Tienes una hora para instalarlo, el tiempo que voy a emplear en ir y volver del supermercado. A su regreso, la estabas esperando con la ventana del Messenger abierta, afortunadamente. In omnia paratus.
Jorge dice:
Pero era sólo una broma inocente. ¿Podrás perdonarme?
Valentina dice:
No sé…
Jorge dice:
Venga, dime ¿qué quieres que haga para que me perdones?¿quieres una caja de mangos?
Valentina dice:
No….. no sé todavía, déjame reflexionar….
Jorge dice:
Reflexiona, hija. Pero no te lo pienses.
Valentina dice:
Para que te perdone tendrías que… dejarme ganar la carrera por la línea verde.
Jorge dice:
Sabes que es mucho lo que me pides…. ¿No se te ocurre algo más?
Valentina dice:
¿Qué te parecería a ti lo peor?
Jorge dice:
Yo sólo puedo imaginar lo mejor. Pero no te voy a ayudar encima a encontrar lo peor….
Valentina dice:
Para que te perdone tendrás que llevarme al mejor restaurante de Etretat.
Jorge dice:
Pide otra cosa porque esto ya estaba previsto.
Valentina dice:
¡Jorge!¡Era una broma!
Jorge dice:
Para una vez que salgo con una chica de bandera…. Comeremos por todo lo alto y beberemos por todo lo alto…
Valentina dice:
¡Cuidado!¡No quiero que bebas si conduces!
Jorge dice:
Por todo lo alto quería decir por todo lo alto de los acantilados de Etretat, un bocadillo y una lata de cerveza….
Valentina dice:
¡Muerta de risa! MDR.
Jorge dice:
No te rías, que tendrás que ponerte elegante para ir al mejor restaurante de Etretat.
Valentina dice:
No.
Jorge dice:
Sí. Pero todavía no me has dicho qué quieres que haga para que puedas perdonarme.
Valentina dice:
¡Qué risa! La verdad es que no sé…
Jorge dice:
¿Y la imaginación, Valentina?
Valentina dice:
Bueno, improvisaré.
Jorge dice:
Vale. Así lo espero.
Valentina dice:
¿Ahora?
Jorge dice:
O cuando tú quieras.
Valentina dice:
Por el momento mándame un beso. Veremos luego…
Guiño enviado por Jorge:

Valentina dice:
Gracias.
Jorge dice:
¿Lo has recibido bien?
Valentina dice:
Perfectamente.
Jorge dice:
¿Y dónde lo has recibido, si se puede saber?
Valentina dice:
¡En el ojo!
Jorge dice:
Vaya. No, pues hay que corregir inmediatamente el tiro. ¿Pruebo otra vez?
Valentina dice:
A ver…
Guiño enviado por Jorge:

Valentina dice:
Mejor, mucho mejor.
Jorge dice:
¿Dónde?
Valentina dice:
En el blanco.
Jorge dice:
¿De tus ojos?
Valentina dice:
Muy gracioso….
Jorge dice:
¿De tu sonrisa?
Valentina dice:
Sí.
Jorge dice:
Entonces está perfecto esta vez.
(Conversación del 16 de junio.)


Venga, vamos allá, tampoco es necesario esperar tanto. Levantó suavemente las cobijas y se deslizó fuera de la cama, la cual bordeó, luego tocó el rebajo de una jamba, el acumulador de calor, levantó un pestillo y cerró cuidadosamente la puerta tras de sí. Al darse la vuelta, se encontró con los objetos familiares desvelados, iluminados por la claridad implacable de la luna. Encendió el ordenador y se conectó a Internet. El teclado tenía una resonancia agorera, como de formalidad de entierro. Fue abriendo ventanas como un autómata, como una máquina articulada dotada de un programa donde se han inscrito una serie de órdenes que no se pueden contravenir, por muchas ganas que se tenga de hacerlo, hasta que llegó a la página fatídica en la que él mismo iba a trazarse un destino adverso. Apenas dudó un instante, pues la decisión estaba tomada, por él en otro momento cualquiera de su pasado, cercano o lejano, por otro dentro de él, por otro fuera de él, por las circunstancias que lo abarcan y lo oprimen todo, como una ley de la gravedad que actúa en el ámbito de lo espiritual tanto como en el de lo material, por otro superior a él, por su propia cobardía, por su propio instinto de supervivencia, porque tal vez debía ser así y no había vuelta de hoja, por su mala suerte, por su mala cabeza, por su mala sombra, por necesidad, por exceso de amor, por lo que sea…. El corazón, sin embargo, batía con fuerza, el murmullo que producía ocultaba casi el del teclado. No obstante, escribió de corrido, con los diez dedos, sin que el menor temblor traicionara la perfecta ejecución técnica del acto, para algo había culminado con aprovechamiento, en su mocedad, un año entero de mecanografía. Cuando hubo concluido, su mano derecha asió el ratón, puso el cursor sobre la palabra “enviar” que aparecía en lo alto de la pantalla, hacia la parte izquierda de la página. Levantó el índice unos centímetros y cuando ya lo iba a dejar caer como Abraham el cuchillo sobre la nuca de su hijo, su único, no pudo, vino el ángel de Dios y con una fuerza invencible le impidió bajarlo. Tómate un tiempo para reflexionar, le dijo, en la montaña de Jehová, Dios proveerá. Desplazó el cursor hasta la aplicación que rezaba “guardar como borrador”, bajó esta vez el índice sobre el botón izquierdo y luego se dejó caer, exhausto, sobre una butaca, contemplando a través de la ventana la claridad pálida que cubría el cielo, donde lucían unas pocas estrellas engastadas.


Aquel 21 de junio le ofreciste unas rosas tan rojas que parecían teñidas con zumo de cereza madura, un bouquet granado, casi negro, que se bebía la mirada. Nunca habías visto nada parecido. Estabas maravillado de haber encontrado la rosa perfecta para la palabra precisa, incluso esperaste con ansiedad, lo recordabas muy bien, a que saliera la dependienta por temor a que estuvieran reservadas. El ramo era suntuoso y lo sacaste del maletero en plena calle. Fuiste y llamaste por primera vez a aquel timbre, ante las atónitas mujeres de la limpieza, de hecho el encuentro tuvo que producirse delante de ellas, aumentando un poco la confusión inicial. La belleza es una fuerza y ninguno de los dos sabíais muy bien qué hacer con toda esa espléndida potencia lumínica entre las manos. Valentina, con su habitual risa parlera, aunque un tanto mal afirmada en esa ocasión, fue en busca de un búcaro, lo llenó de agua, leyó la cartulina con las instrucciones que venía en el ramo, cortó los tallos y fue componiendo aquel foco irradiante de un fulgor de sangre recién vertida, fresca, llamativa como una banderola encarnada, tan fascinante que no parecía posible incluirla en la realidad de ese día, sino en un sueño de los que irrumpen con el agotamiento físico. Tú habías imaginado las cosas de otro modo. Sorprendentemente, no habías pensado siquiera en la posibilidad de que hubiera testigos en toda la calle, menos aún en el recibidor del edificio, cual si la escena de la entrega fuera a producirse en una ciudad de fantasmas, donde sólo latieran dos corazones inquietos y deseosos del oleaje magnético que los envolvía, los hacía estremecerse con los pormenores y la premura de un acercamiento decisivo. En esa ilusión que te había servido tu mente, ella abría la puerta y se quedaba inmóvil en el umbral, sin decir palabra pero mirándote fijamente a los ojos mientras recibía el ramo. Tú le sostuviste la mirada durante los instantes precisos; pasados los cuales, la tomaste del talle y la besaste largamente en los labios. No fue así, pero tampoco estuvo mal que no lo fuera. Se trataba del día cabal en que cae el solsticio, Valentina, y la campiña, la tierra entera, se abría gozosa al sol fecundador. Probablemente no quieras admitir esto, pero la vida está llena de símbolos premonitorios. Éste lo era de un sentimiento intenso, profundo como la oscuridad tibia de la que se dispone a brotar la cosecha, el fruto sazonado del verano que se acerca, para mí a destiempo, lo sé. Valentina, si conociera el secreto por el que Zeus hizo inmortales a los dioses… El pasado 21 de junio, vosotros no os cruzabais, como de casualidad, en algún negociado, ni a lo largo de un pasillo, ni estabais comiendo en la cafetería junto a los demás colegas, sino que ese día, por milagro o por industria, os hallabais en tu coche, camino del mar, zigzagueando al compás de la carretera, a derecha y a izquierda, arriba y abajo, cabalgando un ritmo que os complacía en lo más íntimo, navegando ya sobre la verde mies y el brazaje hondo de la colza, iluminado desde abajo por un sol que surgía de las profundidades, reventado de amarillo limón en una distancia inconcebible que se rizaba hasta el horizonte, de manera tan afortunada que hacía arrancar allí el cielo del mejor modo posible y bajo los mejores auspicios. Así estabas tú, un poco perplejo por lo bien que rodaban las cosas, un mucho maravillado por la facilidad con que os acercabais cada vez más el uno al otro, por la corriente de simpatía que se instalaba alrededor de vosotros, en el reducido habitáculo del automóvil, mareado por su voz cantarina, atiplada, traviesa, por su presencia inequívocamente femenina. Hasta que con las mismas llegasteis al mar de verdad, a esa masa inestable de azul que truena al lamer las piedras de la playa con su lengua blanca. Y ese inmenso, rotundo, rumor del océano te recordó que todo estaba escrito aquel 21 de junio. Únicamente restaba encontrar el momento más adecuado, el lugar idóneo en algún punto de ese ámbito radiante. Vuestra inteligencia trabajaba en ello. Con la excusa de que tus zapatos resbalaban, subisteis ya enlazados los peldaños que conducían al borde del acantilado. En lo alto, ensordecía el aullido incesante de las gaviotas tan afanadas en la tarea de cortejarse y hacerse el amor frenéticamente que apenas si hacían caso de los visitantes. Bajo aquel torbellino de luz, los cristales de sus gafas parecían de azabache. ¡Qué bien te sientan esas gafas de sol –le dijiste por decir algo antes de hundir, sin pensarlo siquiera, todo tu ser en la paz húmeda y lábil de su boca, que te recibió ansiosa, diligente, eficaz. Comisteis en un restaurante cuya terraza se asomaba a la playa. Hablasteis de amor, claro, soslayando todavía el vuestro en la medida de lo posible. Conversasteis como inclinados sobre un mapa en el que se hallara representada una geografía desconocida, buscando cada uno por su lado el atajo que pasara entre tu matrimonio y vuestra acusada diferencia de edad. La tarde os la pasasteis besándoos al borde del precipicio, cediendo al impulso paroxístico que amarraba vuestros cuerpos con brutal juego de poleas y maromas, obstinándote tú en ignorar que palo viejo tal vez no aguante vela nueva. Pero detrás de vosotros navegaban raudos los veleros, impulsados por un viento favorable, bajo un sol doloroso, cegador, cuando encontraba la espuma del mar y se fundía en ella. Meses más tarde, en un mensaje dirigido a todos sus amigos que incluía una especie de test al que fue sometida, confesaba enigmáticamente: lugar preferido, Etretat; fecha, 21 de junio. Tú hubieras dicho lo mismo.


Si acercas la cara al espejo y te miras al fondo de los ojos, sólo ves a un tipo a quien haces preguntas y cuyas respuestas temes. Si te vas alejando del azogue, puedes percibir ese rostro lívido que te sigue a todas partes, del que se te ocurren multitud de anécdotas. Esa cara inevitable que se te aparece en todos los rincones, que ves incluso con los ojos cerrados. Una figura que parece hecha sólo de cera y que sólo sirve para suscitar el recuerdo. Te preocupan, sin embargo, sus reacciones, porque sabes que no las mueve ya la razón pues su voluntad navega ahora a la deriva. Si hubiera un modo de recuperar el timón de esa voluntad antes de que sea demasiado tarde, antes de que cometa un acto irreparable. Si tratas de meter casi el rostro dentro del marco que sujeta el cristal, más allá de la capa de mercurio, más allá incluso del muro, únicamente alcanzas a ver tu iris azul oscuro, tu pupila negra y la piel tropieza con una superficie lisa y fría que pone límite a la observación, que rechaza, que te devuelve al ámbito pronominal de la segunda persona. Pero tú sabes que, antes, tras ese iris azul, tras esa pupila negra, habitaba un yo que no aflora ya, que no responde cuando le llamas, que tal vez te haya dejado para siempre y se haya ido a pasear por ahí, por la oscuridad del mundo y de la noche. Y te desesperas, porque sin tu yo no eres nadie y tus preguntas quedan siempre sin respuesta, e ignoras cuáles son los designios de ese individuo que te considera con una mirada glacial, que te hace retroceder para verle a él, agonista de los tiempos pretéritos pero sin visión de futuro, navegando a la deriva con todas las puertas de su voluntad abiertas a la mala fe de cualquiera, a las temibles corrientes de aire portadoras de efluvios malignos. Vuelves a examinar detenidamente la precisa línea de demarcación entre el azul y el blanco, tratas en vano de evitar la caída en el fondo oscuro de esa pupila que te aspira como una vorágine negra y dentro de ella te anuncian la triste nueva, un oficial rebelde acaba de perpetrar un motín, tras echar por la borda al capitán del barco.


Tres días más tarde, cayó al fin vuestra ansiada cita de la línea verde que te quiero verde. Querías demostrarle que aún conservabas una buena forma física, a pesar del impresionante paquete de velas que necesitas últimamente para celebrar un cumpleaños que maldita la falta que hace celebrar un cumpleaños, para ello te habías estado entrenando desde el mes de abril, desde el preciso día en que te planteó la difícil disyuntiva entre coger o no coger esos autobuses que sólo se presentan una vez en la vida, si bien nunca creíste demasiado en esa salida de la línea verde, al menos por lo que se refiere a ese día. En efecto, tardasteis más de un año en ponerla por obra. El único paso que en esa ocasión diste en pos de ella fue ponerte el chándal y las zapatillas de deporte en su habitación, todavía con la puerta cerrada púdicamente. Así equipado, te invitó a sentarte en la silla giratoria, frente a su ordenador, pues quería mostrarte algo. Visto lo cual, la atrajiste con precavida suavidad hacia ti; ella no opuso resistencia, se sentó en tu regazo abrazándote la cintura con sus piernas. Alzaste los ojos para contemplar unas anchas y bien torneadas espaldas de mujer sobrevolando tu cuerpo, una figura que se iba estrechando a medida que bajaba para expandirse de nuevo en unas poderosas caderas a las que se aferraron tus manos para luego atraerlas violentamente hacia ti. Empezaron a buscarse las lenguas más allá de los labios, pero esta vez entre cuatro paredes. La fuiste pues desnudando con parsimonia. Ella te ayudaba con los movimientos adecuados. Pero entonces oíste que te decía aquella frase tan sorprendente, tan inesperada, que tu cerebro tardó varios segundos en registrarla. Será la primera vez. Te quedaste estupefacto, como una estatua de arena mojada. El sentimiento que te fue sacando poco a poco de ese pasmo y devolviéndote a la realidad fue el de una inmensa e incontrolable ternura hacia esa mujer que te estaba entregando, precisamente a ti, ese primer abandono ante el placer fuerte que ya nunca se olvida, ante el ariete masculino que abre la carne a ese deseo ardiente del que hablan las leyendas, el que ya en la infancia provocaba la risa nerviosa de las niñas más precoces, el que las mujeres de la familia procuraban silenciar a pesar de llevarlo grabado en los ojos. Quedaste aplastado por la responsabilidad y desorientado por la impresión pues, corrígeme si me equivoco, en el somero repertorio de tus citas amorosas, todavía no figuraba el capítulo referente a la desfloración de doncella. El resultado de tal sobresalto fue la debacle completa. Tu falo se vino abajo como las murallas de Jericó. Y aquella era vuestra última cita antes del largo paréntesis veraniego. Durante esa verdadera travesía del desierto, te obsesionó, te apretó literalmente el pecho, a cada segundo del día y durante los numerosos paréntesis de insomnio nocturno, la idea de haber perdido de un solo golpe la virilidad y con ella su interés por ti. Tan sólo unos meses atrás, habrías vivido esa circunstancia como una liberación largamente esperada; hubieras sentido contento al ver saltar por los aires esos grilletes que encadenan el espíritu a semejante obsesión que se resuelve en breves instantes, para renacer de nuevo como el ave fénix y poner indefinidamente tu mundo interior a sangre y a fuego. Pero no entonces y de tal manera. En el momento menos pensado, te encontrabas con que habías perdido la serenidad a la que te sentías acreedor por derecho, digamos, de antigüedad, también por obra y gracia de las pocas líneas de filosofía que obraban en tu poder. Sin embargo, contra lo que nada pueden las bibliotecas más bien provistas es las catástrofes naturales. Era preciso reconstruir tu cuerpo, alzarlo como una bandera frente a los achaques y las miserias del tiempo, presentar batalla en campo abierto, aunque fuera la última, aunque sólo reportara una victoria pírrica, contra la más cruel de las leyes naturales, contra lo imposible, otros lo hicieron, espada en mano, cabeza de hidra, dragón rugiente, muerte, pero durante unos segundos, sublime, envuelto en tu grito de guerra. Porque hay un momento para cada cosa, también es preciso que la desesperación se abra camino, a veces, de la manera más galana posible; así que optaste por entregar tu cuerpo a un ejercicio físico desesperado. Debes recordarlo todo con minucia, pues cada detalle tiene su poquito de peso, aunque no lo sientas, y luego inclina el fiel de la balanza de un lado u otro y es bueno saberlo. Por la mañana, enfilabas una trayectoria paralela a la playa y nadabas durante horas imaginándote a bordo de una embarcación de cabotaje. La vuelta, corriendo, te parecía casi tan larga como la ida. Por la tarde, te sorprendías cada vez sacando fuerzas suficientes para ascender hasta lo alto de la montaña a paso de carrera. Fue aquél un verano interminable, uno de esos plazos destinados a probar la lancinante angustia de cada minuto, la experiencia de una ansiedad que te iba quemando y consumiendo como la llama el cabo de una vela. Tal vez fuera peor el remedio que la enfermedad, pues cabe en lo posible que hubieras envejecido más deprisa que lo habitual durante ese verano horroroso y desmesurado. Trabajaste muy poco, leíste muy poco, no viviste nada, la camisa no te llegaba al cuerpo. Aunque te parecía imposible, fue llegando septiembre. Tal vez ese otoño se estuviera dorando para alzarse como escenario de tu canto del cisne para la vida sexual. La duda tenía sentido en cuanto que Adela tomaba sus antidepresivos y se iba a dormir temprano. No habías imaginado que esas cosas pudieran ocurrir así, como un toque de campanas, anunciador de un oficio de difuntos. Septiembre de mal augurio, octubre prematuramente frío. Durante esos días, creo que me salvaste la vida, Valentina. Más nos veíamos para amarnos que para hacer el amor, si bien tú me conducías enseguida a la cama, te entregabas alegremente y con devoción, pero luego permanecías muy a tu pesar cerrada, impenetrable. Por mi parte, carecía del vigor necesario para romper el sello y me asustaba ante tu dolor. Mas tú asumías la entera responsabilidad, me consolabas con una ternura infinita. Más aún que amantes, lo mejor que sabéis hacer las mujeres es ser madres. Noviembre cálido, al amor de la lumbre. La oscuridad ya no puede ser más intensa, cuando empieza a ceder ante la luz. Hubo un día entre los días en que notaste que ibas ganando terreno, entonces no pudo detenerte su dolor. El amor, has leído varias veces, es una caza de altanería y tú podías al fin mostrarte capaz de esa fracción de crueldad. Entre gritos y súplicas, tu miembro acabó por deslizarse hasta el fondo tibio y jugoso. Abriste, incrédulo, los ojos y pudiste verla al fin penetrada y feliz, ávida del placer que no tardarías en darle, cada vez mejor y más abundante, en una gradual ascensión de la ladera opuesta a la bajada antes del verano.


Por momentos la luna llena tenía desplantes de sol, aunque frío. Verdadero sol malévolo de la media noche. Los objetos familiares aparecían demasiado visibles para la hora, hacían daño a la pupila, como si ésta los fuera percibiendo uno tras otro a través de un haz de luz helada. La mesa, muy negra, acharolada, se encontraba en desorden, como siempre, con numerosos papeles dispersos que resplandecían como la cal, cada uno de ellos fatigaba el cerebro como si éste tuviera que conservar permanentemente la orden de guardarlos en su correspondiente carpeta. El móvil, silencioso, dormido, consciente de que su sueño será largo a partir de entonces, de que entraba en un prolongado período de hibernación, de actividad reducida al estricto mínimo vital, pues tan sólo Valentina solía arrancarle su destello azul y su cascabeleo de notas alegres. El ordenador, en duermevela, zumbando medio dormido, haciendo guiños de luces amarillas y verdes por debajo de su mueble, presentando una y otra vez en su pantalla una visión nocturna del desierto de Las palmas, en diferentes tamaños y posiciones. También se quedará sordo cuando a partir del día siguiente haya que suprimir el Messenger. Qué soledad inmensa e insufrible acababa de caer en esa habitación, que había transmutado el aire en plomo y no se le podía respirar. Afuera. Afuera flotaba como una fascinación perturbadora en la atmósfera, un fulgor extraño con destellos de brillo alucinógeno. Afuera, refulgentes láminas de papel de aluminio se extendían al pie de las ventanas. En una noche así, estaba clarísimo que no iba a poder dormir ni gota. Tenía que haber elegido otra con un aspecto menos malsano. Pero ya estaba hecho. Mañana se iba a presentar con ojeras al Ayuntamiento, si bien ello le daría más verosimilitud a las palabras que sin duda tendrá que dirigirle a ella.


Ella, sí. Fue ella quien marcó los hitos de vuestra relación. Ella, al fin y al cabo, fue la que le iba poniendo nombre, título, a cada etapa. He comprado mi anillo de compromiso. Eres mi enamorado, mi amante. Tú abrías los ojos como platos y te bebías sus palabras como si fueran gotas de leche que absorbieras de sus pechos y te admirabas del camino recorrido. En aquel momento todavía poseías un espíritu vasto, donde cabía una generosidad robusta, sana. Ahora no eres sino una piltrafa, un despojo de ti mismo. Vergüenza tienes hasta de mirarte al espejo. Peor, ni siquiera te ves ya en el espejo. Te has perdido, te has ausentado de tu cuerpo y ni siquiera sabes si es tu propia voz la que aún resuena en tu conciencia. Pero entonces… Valentina, no quisiera ser nunca un obstáculo para ti. Eres tan joven…. Debes hacer vida normal. Únicamente deseo convertirme en un factor positivo dentro de tu vida. En cuanto aparezca alguien creíble, haré mutis, me iré por donde he venido. Razones desprendidas, necesarias, comprometedoras, en las que hipotecabas tu remanente de honestidad. Tal separación la habías imaginado como una decisión dramática, ciertamente, pero puntual, tu noción de la justicia debía ayudarte a aceptar la fuerza y la lógica inflexible de unos hechos que no dejarían de producirse, que debían, además, producirse. Te sentías muy al abrigo, tú, del despreciable sentimiento del egoísmo y de los celos, que no los concebías sino como una faceta de aquél. Resultaba obvio, por otra parte, que no podías exigirle a una chica de veintiséis años la obligación de quedarse encerrada en su apartamento, esperando a que te dignaras ir a visitarla unas cuantas horas por semana. Por aquél entonces, recuerda, ni siquiera excluías la eventualidad de que ella recibiera en aquel apartamento y en aquella cama, que eran y siguen siendo suyos, a otros hombres. Eso sí, le pediste que nunca hablara de ellos. Y tú harías siempre una llamada por el móvil antes de pulsar el timbre, lo cual siempre hiciste, a decir verdad. He aquí la condición necesaria y tal vez suficiente, la que debió haber sido regla de oro. Palpabas en el pecho un alma tan ancha y tan próvida, que no albergaba inquietud alguna. Al fin sostenías entre tus manos el fruto sazonado de la experiencia y la edad. Viviste días alciónicos y ello también tiene su buen peso, así, a granel. Organizasteis escapadas furtivas, hubo huelgas durante el transcurso de las cuales pudisteis sacudiros el férreo andamiaje del disimulo y visitasteis, agarrados de la mano, murallas, jardines, ciudades. Valentina se te entraba cada vez más adentro, la percibías ya muy profundamente en tu interior, mezclada con sensaciones pertenecientes a tu acervo más íntimo. Mira, uno suele reservarse una puerta de salida, aunque esta vez voy a saltar sin red, por ti. Probablemente sea la última ocasión que tenga de hacerlo, de jugar a esa ruleta rusa que da la otra mitad del alma o la muerte. Pero sólo se muere de verdad cuando se muere con el alma entera, fundida en una sola pieza, y es posible que a la postre nada tenga sentido sino esa muerte plena, absorbida con todo el tejido de nuestras entrañas, la que nos manda de una vez por todas al vacío absoluto del no ser nunca más para nada.
El Messenger os daba la ilusión de vivir juntos. Hablabais en cualquier momento, dejabais la conversación abierta mientras os entregabais a otras actividades, reincidíais de vez en cuando, como si os cruzarais en un pasillo, o bien como si ella te viniera a traer un café al despacho y se sentara un rato contigo a charlar de lo primero que se le ocurriera, o mejor, como si estuvierais sentados frente a frente, ante una mesa de trabajo, interrumpiendo esporádicamente la tarea con la menor excusa, con una broma cualquiera, con los excelentes modos que ella tiene para introducirse siempre como se cuela una noticia grata, como se posa una gota de felicidad sobre el cristal de tu ventana. Así transcurrían los domingos por la tarde, cuando ya el fin de semana estaba a las espaldas y sólo quedaba casi cerrar los ojos y abrirlos ante la perspectiva de un lunes rebañego e insulso, a ti te gustaba imaginar que la plática tenía lugar en la cama de Valentina, reclinados ambos en los cojines y con el edredón por la cintura. Era igual que si la estuvieras viendo, esa habitación, la mesilla de noche con un reloj despertador parecido al tuyo, advirtiendo siempre con números rojos, sanguinolentos, que el tiempo pasa velozmente aspirando todas las caricias y todos los besos, junto a él, algún que otro libro, una lámpara, un paquete de pañuelos de papel, colgado sobre la pared de enfrente, el cuadro con el busto de un niño, pegado con celo sobre un listón de la estantería, el rostro embozado de un beduino, dibujado por ella misma, luego la puerta y finalmente el armario. Un pequeño mundo compartido al que se le podría adherir una vida entera. Cada frase que escribías en el Messenger, lo hacías con la mirada puesta sobre alguno de esos objetos, o también sobre su sonrisa, situada a la derecha del texto que iba apareciendo en el centro de la pantalla, verdadera existencia convertida, a dos, en palabras. Y mientras escribías, concebiste la idea de que su sonrisa era como un aleph en el cual se manifestaba toda su personalidad, las ganas irresistibles de gustar la frescura de cada instante, la sorpresa que trae consigo a su edad, el deseo tenaz de ser ella misma, de beberse modestamente el mundo hasta no dejar ni gota. Comprendiste que su sonrisa era una puerta abierta de par en par a una cámara secreta donde ocurren las transmutaciones más fabulosas. Valía la pena estudiar con detenimiento cada faceta, cada una de las múltiples figuras que describía, porque todas ellas contenían una fórmula distinta de transformación, una forma distinta de resurrección.


Mañana, a las diez en punto, estaréis sentados codo con codo, o peor, frente a frente. Tú mordisqueando sin hambre un bocadillo, bebiéndote antes de tiempo tu cerveza, en ese estado de enervamiento sin sueño que suelen dar las noches de insomnio cuando la angustia no ha desaparecido aún. Ella…. ¿quién sabe? Tal vez no haya leído todavía el mensaje, en cuyo caso puede que te brinde por la postrera ocasión su sonrisa cómplice, sostenida con audacia hasta hacerte apartar la mirada, como si fueras tú quien más temiera que vuestra relación quedara en evidencia ante todos y sabes que no es así. Estaréis apretujados, muy juntos, comprimidos por el murmullo general que obliga a alzar un poco la voz. Será más difícil que nunca hablar de otra cosa, inventar una conversación, incluso seguir la de los demás. Será muy difícil hablar, sencillamente, existir, estar ahí, frente a frente, codo con codo. Y así durante una serie indefinida de días en los que tú y yo no seremos nosotros, sino dos, cada uno por su lado, sin que un mismo fervor nos comparta, nos anime, dé un brillo más intenso a nuestros ojos. Así será siempre, de ahora en adelante, hasta que acabemos convertidos en dos extraños, con ninguna experiencia en común fuera de las trivialidades del trabajo. Y ese cadáver que se te parece continúa sentado a tu lado, con los ojos cerrados, esperando a que uno de los dos le diga si tiene que apoyar sobre la tecla o no.


Habías olvidado, sin embargo, una razón antigua. Toda transformación, toda resurrección, en la naturaleza, comporta dolor. Es cierto que esa percepción tuya, esa volición, esa libido en sentido amplio que no es sino una apetencia de vida, vuelta ya desde antiguo hacia el interior como una camisa gastada, comenzaba a volcarse de nuevo hacia fuera, comenzaba a abandonar esa vieja autarquía sensitiva y sentimental para despertar de nuevo a un mundo, si no prístino, sí al menos redorado y pulido. No era el paisaje cuajado de rocío de tu primera juventud, esa frescura matinal excitante que rozaba casi el paroxismo durante las madrugadas en el campo, acechando la presa, pero sí llegabas a percibir bien esa atmósfera tibia, serena, de esas tardes granadas en las que todo cuanto alcanza la vista alienta confiado bajo la suave protección del sol. Tu cuerpo, mucho más duro, comenzaba a adquirir la apariencia de un sarmiento. A Valentina le gustaba poner los dedos sobre la parte superior de tus muslos, mientras conducías, para notar el modo en que se combaban tus músculos al accionar los pedales. Pero por otra parte, al salir del caparazón en el que te habías acostumbrado a vivir, te habías vuelto más frágil que la mayor parte de la gente, habituada a la intemperie de las relaciones sociales. Entonces no sabías que habías salido de tu refugio para caer directamente en la palestra. Mas no tardarías en darte cuenta. Hoy salgo con Enrique, mañana viene a buscarme Ernesto, esta noche no podemos hablar porque Salvador se queda a dormir en casa. Todos ellos amigos de siempre, claro. Muy bien, no pasa nada, que te diviertas. Un beso. Ahí te quería yo ver. Acuérdate de que tienes dos manos y sustenta en nombre de la lógica y de la razón todo ese castillo en el aire que acabas de levantar. Pues quieras que no, ese castillo, con todas sus almenas y torreones, sus entrepaños de muralla coronados de barbacana, sus chapados portalones, la verdad es que, por muy de aire que fuera, pesaba lo suyo y era lo único que tenías que hacer, mientras ella parrandeaba a diestro y siniestro por esos mundos de Dios. Faltaba equilibrio a esa relación, tú no podías hacer otro tanto, por razones obvias, la carga no estaba pues bien distribuida en la cala del barco y había riesgo de zozobra. Y por mucho que hiciste para tratar de evitarlo, acabó declarándose dentro de tu conciencia una guerra civil que opuso el bando lógico al emocional. Sabiendo que en las cuestiones relativas al amor, cuando es puñetero y doliente, la racionalidad ocupa un papel realmente modesto, durante las primeras batallas el primero de ellos se llevó la peor parte. Afortunadamente sus batallones estaban constituidos por soldados bien disciplinados y con una moral bastante elevada, pero aún así no daban abasto ante las hordas bárbaras que los hostigaban por todos los flancos y el resultado estuvo indeciso durante mucho tiempo, y eso antes de pasar a la dimensión actual, que es harina de otro costal. Tú asistías impotente a la debacle y era esa impotencia la que te preocupaba, más incluso que la surgida antes del verano, pues te hacía ver con una claridad cegadora que realmente habías franqueado una etapa y era imposible volver atrás, por más que tu cuerpo se revelara como una herramienta todavía lozana y útil, quizá más robusta que nunca, por más que te dijeras que la edad es un concepto engañoso, sujeto a una relatividad susceptible de provocar sorpresas, lo cierto es que no podías sino admitir tu integración en una estructura distinta, con unas reglas del juego diferentes a las que debía utilizar Valentina. Forzoso era constatar que ello te afectaba más de cuanto hubieras deseado y que todo lo andado hasta el momento en el camino de la vida, con no pocos atascos y percances, habría sido, en apariencia, una línea con trayectoria circular que te devolvía al punto de partida, por cuanto te veías confrontado a viejos problemas, pero más desarmado que nunca. De nada te iba a servir, al parecer, tu vivencia, tu madurez de calamocha entrecana, la infinidad de lecturas mediante las cuales pensabas haber domado tu espíritu si bien todavía no completamente tu cuerpo. El famoso fruto sazonado de la experiencia y la edad, se te habría podrido y llenado de moho entre las manos justo antes de llevártelo a la boca. Mirarte al espejo y admitir sinceramente que todo eso te estaba ocurriendo a ti y no a otro, no a cualquier personaje de una novela que ya estarías censurando en tu fuero interno, sino a esa especie de configuración formal y psicológica que debía asumir tu yo ante todo el mundo y ante ti mismo, te sumió en el pozo oscuro de la decepción más profunda, la que no puede descargar en nada ni en nadie la responsabilidad del fracaso. Ese tipo que por aquel entonces todavía aparecía en los espejos eras tú, el mismo que viste y calza, uno de esos individuos que construyen los cimientos de su casa sobre arena. Tuviste entonces miedo de que todo se desmoronara. Lo tienes todavía. “Colócame como un sello sobre tu corazón –dice el sabio por excelencia y si es el propio Salomón quien lo dice es porque agua lleva- como un sello sobre tu brazo, pues el amor es fuerte como la muerte, el deseo de ser el objeto de una unión exclusiva es tan inflexible como el Scheol. Sus llamaradas son llamaradas de fuego, la llama de Jah.” Tendrías que haber pensado en ello dos veces, antes de lanzar las campanas al vuelo, de tocar a rebato sin evaluación previa de los efectivos propios y de la fuerza enemiga. Ahora ya es demasiado tarde, tus pies se están hundiendo en el fango ansioso, voraz, de la ciénaga. Y esto no le está ocurriendo a otro, sino a ti.


Para Navidad tenía planeado un viaje a Argentina y estaba completamente volcada en este proyecto. Varios meses antes comenzaste a darte cuenta de que vivía sólo para ello. Era evidente que las conversaciones contigo la distraían y la molestaban. Tú, que no has viajado mucho, podías comprender ese entusiasmo con facilidad; pero si eres honesto, admitirás igualmente que te hirió un poco ese abandono, que lo viviste casi como un rechazo tácito. Vamos a hacer un esfuerzo por rescatar tus sentimientos al respecto, pues es un balance lo que estamos efectuando. Te niegas, claro, no se trata de una transacción comercial, debes estar pensando. Sin embargo, lo creas o no, para tu subconsciente, cada detalle cuenta. Y es alguien que se encuentra detrás de esa cortina de niebla quien decide en última instancia con su lógica particular. En fin, si hemos de hablar de ello, como todo parece indicar, hagámoslo; o prueba a pensar en otra cosa, a ver si eres capaz. Pues bien, a su vuelta, te conectaste al Messenger, ella se hallaba en línea, aunque ocupada. Esperaste, como solías hacer. Habitualmente, antes de los cinco minutos, zanjaba la conversación que mantenía y abría la vuestra. Se desconectó. El estupor te dejó atónito ante el ordenador durante cierto tiempo. Dudaste entre mantenerte allí o cortar también tú la comunicación de un tajo. Ya ibas a hacerlo, cuando se conectó de nuevo. La conoces bien, se arrepiente pronto de sus impulsos. Abrió el canal de comunicación contigo, mas no habló de otra cosa sino de otro viaje, del que había comenzado ya, sin demora alguna, a programar con Enrique para el verano próximo. Escucha esto bien porque tiene bastante más importancia de la que tú te figuras. Tú, que detestas hasta el jugo medular la sopa boba del trabajo con horario fijo, con espacio fijo y cerrado, la máscara mortuoria que nos impone la necesidad, añorando las actividades a cielo abierto, por pesadas que fueran, realizadas en otro tiempo, aunque no estuvieran encaminadas a resistir la temible superioridad de la flota persa ante la isla de Salamina, ahora, aherrojado por tus múltiples limitaciones, te habías convertido para ella en el símbolo mismo de la rutina, representante máximo del envoltorio cotidiano del tedio. Y eso sí que no, para ser eso preferías no ser nada. Para empezar, con relación a ella; en un segundo momento, veremos por cuanto se refiere a ti mismo. Dio la casualidad de que al día siguiente tocaba vuestra cita hebdomadaria, vuestras dos santas sesiones de cama, una por la mañana y otra por la tarde. Le trajiste su regalo de cumpleaños, unos pendientes, que le entregaste con unos días de antelación, pues dicha efemérides no podías celebrarla con ella cuando tocaba, ése era, lógicamente, el privilegio de la familia y de los amigos. Ya sé que estás al corriente de todo esto, pero déjame que te lo cuente a mi manera, demonio. Se los probó, le sentaban muy bien, ¿recuerdas?, la hacían más madura, más mujer, le daban una cierta prestancia elegante. A pesar de todo, disfrutaste de ese momento. Seguidamente hablasteis del viaje, de las vacaciones que quedaban atrás. Tú ni siquiera te quitaste el abrigo, conversabas con la serenidad de quien ha tomado ya la decisión irrevocable de acabar con todo de una vez y respirar de nuevo el aire libre, a ver si sabía tan bien como antes. Tenías esa curiosidad y esa duda. Ella lo notó. Ven a la cama. Siempre se arrepiente a tiempo de sus impulsos, tiene ese don de presentir los momentos que acarrean una inflexión radical del estado de cosas corriente. Fuisteis pues a la cama, a pesar de que ya no quedaba mucho tiempo. Sé que vas a decirme algo, hazlo cuanto antes. Déjame que te deguste primero, tu boca está más sabrosa que nunca, sabe a fruta tropical sazonada por el verano argentino. Te volteaste al fin y quedaste boca arriba. Hubieras querido dejar tus ojos clavados en algún punto del techo y liberar de manera aséptica las palabras que guardabas en una cajita, pero la estrella de su sonrisa apareció como una Venus recién bañada, por tu derecha, en el cielo raso de su dormitorio. Sus ojos verdes te miraban con ternura, pidiéndote que no fueras demasiado duro con ellos. Mira, Valentina, me dijiste que yo tenía varias vidas. Si lo deseas, suprimimos de un plumazo al Jorge amante, no cuesta nada, es lo más sencillo del mundo, verás….se viste, se pone el abrigo, te da un beso y se despide para siempre. El Jorge colega no modificará ni un ápice su actitud hacia ti, te ofrezco todas las garantías. Tal vez pase unos días como prisionero de su envoltorio, pero se le pasará pronto, te lo prometo, sonreirá y procurará seguir divirtiéndote con sus bromas. Algo se le ocurrirá para desplegar tu sonrisa, que no dejará de admirar. Tú eres alegre como unas castañuelas, necesitas reír como respirar, tu Jorge colega lo sabe también y lo tendrá en cuenta pase lo que pase. Se desplomó sobre el cojín, quedó mirando el techo como buscando también ella un punto, una mancha, donde dejar anclada su mirada. Creí que estábamos enamorados, que nos queríamos, me había hecho esa ilusión. Con sólo esa frase logró desarmarte, desestabilizarte, confundirte y avergonzarte. Callaste durante un buen rato. En realidad, cerraste los ojos para ver derrumbarse todo el edificio de tu determinación y, tras la tolvanera, alzar el vuelo tu libertad y tus anhelos de paz, de calma chicha, de surco interminable, desembarazado al fin de todo rastro de parva, esa auténtica hambruna de otoño que, de repente, se había declarado en ti. El campo era ancho, inmenso, pero no hallaste un camino para la huída. Bueno, pues si no lo suprimimos, ha decidido que no chatearemos los fines de semana, excepto por una necesidad inhabitual, entonces no importará. Pero yo necesito hablar contigo los fines de semana. Con el índice y el pulgar te cubriste tus dos ojos. O bien no ha comprendido nada de la trampa atroz en que tú sólo te habías metido, o bien ha querido siempre que asumas el lado oscuro de tan atípica relación hasta las últimas consecuencias. Pues si es así, me sobrevalora, me hace más fuerte de lo que soy. Como tú quieras, cediste.


Fíjate en ese cadáver que está sentado en esta butaca, no sabe qué le pasa, el tiempo no transcurre para él. Tan sólo le es dado ver desfilar imágenes en la cámara oscura de su mente, pero ya no puede procesarlas, sacar conclusiones. La razón ha agotado sus argumentos y las palas giran en el vacío. A decir verdad, se encuentra tan extenuado que ya sólo le preocupa el problema moral, su estado de ánimo es el de la renuncia, pero extrae todavía energías para rehusar hallarse en el origen del mal. Lo humano tiene sus fronteras. Su juicio le ha explicado la situación desde todos los ángulos posibles. Si la ama, desea el bien para ella, entonces debería sentirse contento de que Valentina encontrara amor y placer en otra parte. Se trata de un razonamiento irrefutable. A ese amor y placer, él podría añadir el suyo, con lo cual Valentina sería una mujer colmada. No admitir ese estado de cosas significa anteponer los propios intereses a los de la persona amada. Sin embargo, hay una fuerza oscura en él que le impide aceptarlo. El resultado es que debe afrontar ahora esa imagen egoísta y rastrera de sí mismo, la cual se desprende con una nitidez implacable como única inferencia posible. Tal vez si llegara a comprender la naturaleza de esa fuerza oscura que opera en su interior, podría romper ese hechizo que lo tiene convertido en un bloque de piedra.


Y sin embargo, antes del 21 de junio, todo estaba tirado, pues te hallabas en una coyuntura de ataque. Cierto que no sabías muy bien hacia dónde ibas, lo cual te otorgaba esa inconsciencia irresponsable y esa alacridad sin falla que anestesió tu conciencia, pero te bastaba con el vértigo de ir hacia delante, a toda velocidad, a toda costa. El sentido del humor, la hilaridad a veces desenfrenada y en algunos puntos excesiva, no te venía fruto del estudio, o del esfuerzo, sino como un don del Espíritu Santo, como una gracia gratis data. Ella se reía, francamente, notabas que se lo pasaba bien contigo, entre nosotros podemos decirlo, y tú también con ella, eso por descontado. Fue como si los dos hubierais tomado el mismo tren, propulsados por una misma fuerza que dejaba, no obstante, en el andén a los otros. Ni siquiera te detuviste una fracción de segundo a preguntarte a dónde os conduciría ese tren. Agustín, el hijo de Julia, se lamentaba impotente. ¡Sólo tú puedes hacerlas reír así! Mas no te dabas cuenta de nada, únicamente querías ir todo derecho, cuanto más lejos mejor y deprisa que llueve. Claro que por aquel entonces te distraían un tanto las largas conversaciones nocturnas, entabladas mediante sms, con Lucía, tratando, eso sí, de hacerle comprender sin decírselo claramente que ella era demasiado joven para abordar siquiera una relación esporádica contigo. En tal ocasión no escatimaste ni tiempo ni entrega, en aras de la suavidad de tus formulaciones; la mujer que se estaba conformando ante tus ojos, en verdad asombrados, lo merecía y tú no quisiste que ninguna ruedecilla de ese engranaje quedara desplazada en lo más mínimo por tu culpa, ese mecanismo complejo debía funcionar a la perfección, aunque no lo hiciera para ti. Preciso es admitir que te comportaste como un caballero, no reconocerlo sería quitártelo. Exceptuando, si acaso, el hecho de que pusiste dos preservativos en tu cartera el día en que fuiste a visitarla a casa de sus padres, por si no hubiera más remedio que utilizarlos….La oportuna llegada del novio, seguido de la madre, zanjó la cuestión y te devolvió, intacta, tu buena conciencia. Valentina, en cambio, aunque mucho más joven que tú, era una mujer con todos los ciclos sexuales cumplidos y no eludía el juego echando las cartas sobre la mesa, sino que aceptaba con gozo el desafío notoriamente irregular que le lanzabas. La cortejaste ante los ojos de todo el mundo sin que nadie, al parecer, se diera cuenta. El ruido de la vajilla, de las conversaciones provenientes de las mesas vecinas, el barullo de la radio en el rincón, debió encubrir tus intenciones.
Taliesin13 de mayo de 2009

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