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El Enemigo de Bagdad - Capítulo 1

La tormenta que venía soplando desde el suroeste, desde el Nafud, traía consigo un viento caliente, áspero, que secaba en segundos los labios curtidos de quienes se aventuraban siquiera por esas latitudes. El anciano embozado en un manto azul estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, masticando empecinadamente un trozo de carne reseca y ya espolvoreada por la arena que revoloteaba a su alrededor. Echó de reojo una mirada a su jamelgo atado a un fino tronco de palmera a pocos metros de él, lo vio removerse a un lado y a otro, estaba inquieto, y había aprendido por experiencia que a menudo los animales resultaban más sabios que los hombres, cuando menos en cuanto a presentir determinadas cosas, su instinto era infinitamente más fino. La tormenta no era temible, no era de las que los viajeros llamaban el “viento asesino”, pero nunca había que descuidarlas, jamás subestimarlas, y la mayoría prefería detener su marcha por refugio aún en los casos como éste, más benévolos, si cabía el término. Sin embargo, siempre era prudente considerar todas las posibilidades, y una de ellas era que siempre había un audaz que creía que Alá velaba exclusivamente por él y se atrevía a marchar aún en esas condiciones.
“El desierto se alimenta de los tontos” siseó con sus labios agrietados, que dejaban entrever la ausencia de varios dientes. Miró el trozo de carne y la lanzó a un costado, ya no podía sacársele más nada, ni siquiera una manada de perros hambrientos se la disputaría. “Dura como la cabeza de un mercader”, remató. Oyó rebuznar a su jamelgo, era evidente que su inquietud iba en aumento; hubiese pensado en la proximidad de alguna serpiente, más convino en que por los signos que el animal exhibía lo más saludable era estar preparado para lo peor: una presencia humana. De manera que llevó con calma una mano a su cimitarra y la dejó allí, presta. Sus oídos afinados por décadas de habitante de todas las tierras estaban alertas, captando todo sonido, tamizándolos y desentrañándolos del ulular del viento. Sólo esperaba que no se tratase de un Nómada, bandidos, salteadores de caminos que tenían por costumbre degollar e incluso desollar vivas a sus víctimas. Alguna vez siendo un muchacho los había combatido, otras había llegado a comerciar con ellos mediante extraños e inestables arreglos, pero a esta altura de su vida ya no podría aspirar a más que llevarse a uno en la refriega, y por otro lado no tenía posesiones en esta tierra que representasen algo para alguien sediento de ganancias. Su puño se cerró sobre la empuñadura como otrora lo hiciese en vísperas de una pelea, y aguardó, tenso y expectante.
De lo que fuera que se tratase no pretendía sorprenderlo por detrás, pudo distinguir pronto una sombra borrosa delante de él envuelta aún en las volutas de arena que el viento formaba por todas partes. La silueta borrosa se fue recortando con mayor claridad conforme acortaba la distancia que la separaba del viajero, a quien todos los caminos recorridos en su existencia no lo habían preparado para lo que venía saliendo de la arena revuelta. Por un instante creyó que su vista estaba jugándole una perversa broma, pero pronto la figura salida de la tormenta se dibujó con claridad. Era una mujer, y una extremadamente bella, con un tocado de rubíes sobre su cabello tan negro como la noche más oscura, un pañuelo de seda en su cuello, hombros delicados esculpidos por algún delirante artista del cincel, corpiño breve que resaltaba unos senos generosos, el vientre absolutamente plano con un rubí engarzado en el ombligo, pantalón de gasas finas y zapatillas bordadas con cordones de algo que parecía oro.
El viajero aflojó su mandíbula de la pura sorpresa, no por otra razón, hacía en verdad muchas lunas que su cuerpo no sentía ya el viejo llamado aquél de las urgencias carnales que lo dominaran en sus días de juventud, mas era imposible no admirarla al menos. La mujer salida quién sabía de dónde terminó de andar, deteniéndose apenas a tres pasos de él. Fue entonces que pudo verle sus ojos, y si el viejo hubiese tenido capacidad para la poesía seguramente hubiese arrancado a escribir bellos versos que los alabasen. Grandes, inmensamente negros, brillantes como perlas, poseían tal embrujo que costaba dejar de verlos. El anciano viajero quitó la mano de la empuñadura de su espada, tan extraña como pareciese la situación, aquélla mujer no se veía como una amenaza. De pronto pudo caer en la cuenta de que la tormenta y el viento parecían haberse simplemente retirado, la arena se depositaba lentamente en el suelo.
- ¿Quién eres, mujer? ¿De dónde vienes? ¿Viajas sola acaso?
La mujer no emitía palabra ni sonido alguno, simplemente se quedaba allí, inmóvil, viéndole con expresión casi diríase que curiosa. El viajero repitió las preguntas con idéntico resultado, y por un momento toda su experiencia en los caminos no le dijo nada, no estaba preparado para algo como eso. De pronto recordó cuando en rondas de bebidas a la luz de alguna hoguera otros hombres le narraran historias acerca de unos demonios que solían tomar forma de mujer para envolver a los desafortunados viajeros, recordó que solían llamarles “Djinns”. Jamás en mil caminos recorridos había tenido motivo para corroborar alguna de esas historias, pero no pudo menos que pensar que esta mujer calzaba con todos los requisitos para ser uno de ellos. Confundido por esos y otros pensamientos acerca de lo extraño de su situación fue seguramente que no vio la mano de la bella mujer cuando la adelantó violentamente y la introdujo en su pecho, dejándolo paralizado de sorpresa y dolor. La mano dentro suyo giró a un lado y al otro por unos instantes hasta que finalmente la retiró tan violentamente como la había introducido, llevándose su corazón palpitante y ensangrentado mientras su cuerpo se desplomaba inerte, únicamente con una expresión de mudo espanto en el rostro ya sin vida. La mujer venida desde las entrañas de la tormenta observó el único trozo del anciano que aún palpitaba de vida, en la palma de su mano, y acto seguido lo acercó a su boca comenzando a morderlo con avidez, devorándolo poco a poco. Como si de alguna clase de exótico manjar se tratase lo había consumido por completo en tres o cuatro minutos, y se quedó allí de pie, con la boca y la barbilla manchados de sangre. Entonces pareció reaccionar y tomando el manto azul del anciano viajero se lo echó por encima, cubriéndola por completo a excepción de una porción de su rostro. Se puso en marcha tras desatar las riendas del jamelgo y llevarlo caminando tras de ella. En ese momento la calma, tan abrupta como había llegado se fue y la arena recobró su alocado remolinar a merced de las corrientes de aire. La tormenta había regresado y con más virulencia, comenzando a sepultar el cuerpo del viajero hecho un ovillo en el suelo. Pronto todo cuanto aquél desdichado hombre había sido sobre la faz de este mundo estaba sepultado baja la arena, mientras la misteriosa aparición llegada del desierto seguía su camino.



La mujer – ya entrada en años y de aspecto adusto – observó la sala de baños con la hilera de tinas rebosantes de agua caliente que desprendía vapores que saturaban el ambiente. Comprobó que todo estuviese en orden, las pastillas de jabón, las toallas, y cuando se sintió completamente satisfecha entonces carraspeó, aclarando su garganta y se giró, dirigiéndose al abigarrado grupo de muchachas que – envueltas todas en blancas túnicas de algodón – aguardaban detrás de ella, formadas de una en una.
- Muy bien, doncellas, ¡a sus baños! ¡Y dénse prisa!
Se oyeron entonces las nerviosas risitas de la hilera de jovencitas que corrieron al interior de la sala de baños al tiempo que se quitaban sus túnicas colgándolas cuidadosamente de un gancho en la pared, quedando completamente desnudas, mientras tomaban temerosamente la temperatura del agua que parecía excesivamente caliente a juzgar por los abundantes vapores que desprendía.
Mientras ello ocurría, ninguna podía ser capaz de advertir que a un lado, a través de un pequeñísimo orificio abierto con anterioridad en la pared, eran observadas. Al otro lado de la misma, dos bribones se frotaban sus manos.
- Ya están en las tinas. – le dijo uno al otro en un susurro casi inaudible - ¿Trajiste eso?
El otro, por toda respuesta, le enseñó una pequeña caja de madera con un gesto de complacencia.
- Bien, - dijo nuevamente el primero – cuando salgan de las tinas será el momento, debes estar preparado.
Aguardaron por espacio de unos diez minutos mientras veían a las chicas juguetear lanzándose agua las unas a las otras mientras se enjabonaban y enjuagaban, en medio de un casi permanente coro de risitas cómplices, al tiempo que la veterana mujer montaba férrea guardia en la entrada. Luego todas comenzaron a salir de las tinas, tomando las toallas para secarse. En ese momento, tras la pared, el que había hablado le dijo al que portaba la caja de madera:
- Es el momento, vé y hazlo ahora.
El otro fue en silencio, reptando casi, hasta donde se localizaba el agujero del desagüe, colocando la caja junto al mismo y abriendo la tapa, viendo entonces cómo del interior salía un pequeño y blanco ratón que prestamente se deslizó por la abertura, penetrando impunemente a la sala de baños, resaltando drásticamente su blancura sobre el oscuro y mojado piso de madera. Fue necesario tan sólo que una de las chicas lo divisara para que el coro de gritos y alaridos se propagara por la sala de baños sin control, y todas ellas echaran a correr despavoridas sin atinar a tomar siquiera sus túnicas, saliendo en tropel por la puerta custodiada por la veterana mujer, que no pudo impedir la estampida al exterior. Echó una mirada al interior y enseguida descubrió al pequeño intruso, correteando por el lugar, oliendo aquí y allá. Enseguida lanzó una imprecación y se dio la vuelta, caminando con rapidez tras las chicas que – tan desnudas como se hallaban – lo estaban de atemorizadas por la visión del ratón y no escuchaban razones mientras corrían junto a la empalizada que bordeaba el exterior de la sala de baños. La mujer miró entonces hacia arriba y vio varias cabezas tras la cresta del techo alto, mismas que al verse descubiertas por la mujer desaparecieron prestamente. Al otro lado de la edificación, los dos que pergeñaran la triquiñuela esperaban a los que descendían del techo, quienes metían mano en sus bolsillos o alforjas y abonaban una moneda por el privilegio de haber observado a las ninfas exclusivas en total desnudez.
- Vamos, vamos, señores, paguen que sus ojos han visto uno de los espectáculos más bellos y secretos del mundo entero.... – decía animadamente uno de los bribones azuzando a los mirones que llegaban al suelo.
De pronto una mano se posó sobre el hombro del que parecía llevar la voz cantante, y éste se giró para ver que se trataba de un hombrón de la Guardia detrás del cual estaba la veterana mujer que custodiaba a las chicas, mirándole con ojos de triunfal venganza.
- Akim Sharif, - dijo el enorme guardia – estás arrestado, tus delitos deben terminar.


Continuará..........
Trenton19 de julio de 2013

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