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El Enemigo de Bagdad - Capítulo 5

Yusuf Murad Al-Mahad, visir de Bagdad, había sido siempre un hombre ambicioso, obsesivo, determinado a conseguir lo que deseara, al precio que fuese preciso pagar. Cuando el califa lo confirmara en el puesto supo que su destino sería de grandeza, que sus más recónditos sueños se tornarían realidad, él lo haría posible. En buena medida detentaba el poder en la ciudad, y se ocupaba de casi todos los asuntos, exceptuando algunos de corte político. Pero no era suficiente, una vez que un hombre realmente ambicioso, codicioso, saborea el poder, se asemeja al animal que prueba la sangre y siente el llamado ancestral de su propia naturaleza. Para él, sus sueños sólo se verían colmados el día que Bagdad y todo el territorio bajo su influencia estuviesen únicamente bajo el poder de sus deseos. No se hallaba en verdad muy lejos de su objetivo, las fuerzas militares respondían a él, en la ciudad se temía su nombre y el califa era una especie de entidad etérea a la que casi nunca veían, y sin embargo algo faltaba en su plan general, en su mosaico aún era necesaria una pieza fundamental. Y sabía perfectamente que esa pieza debería ser algo que diera muestras de que nadie podía siquiera soñar en contradecir su poder, y enfrascado en esa búsqueda había pasado los últimos años.
Hasta que tiempo atrás una historia había llegado a sus oídos. Contaba una leyenda que parecía provenir de lejanas tierras – algunos decían que de Constantinopla, aunque era incierto – vivía una mujer que rendía culto a antiquísimos poderes y se ganaba su sustento diario fabricando cortinas, tapices y alfombras en su rústico telar. Un día, acertó a pasar por su pueblo una comitiva encabezada por el soberano de aquéllas tierras, quien quedó prendado tanto de la belleza de su arte manual como de la propia belleza de la mujer. Por tanto se la llevó consigo, y en un abrir y cerrar de ojos la fortuna de la mujer cambió, al punto de que pasó de vivir en su pobre y deteriorada choza de barro a residir en el mismísimo palacio del soberano. No pasó mucho tiempo para que la mujer se enamorase perdidamente y entregase tanto lo más bello de su arte como su propio corazón, volcado y reflejado en cada punto o nudo. Por algunos años fue verdaderamente feliz, el soberano le proclamaba su amor y ella creía firmemente en sus promesas, sólo debían aguardar – decía él – a que se disipasen algunos problemas con reinos vecinos que amenazaban la paz de la región. Pero los problemas no sólo no se disiparon sino que crecieron, llevando a toda la región a la guerra, y pronto llegó a oídos de todos que el rey del reino limítrofe había invadido su territorio con una fuerza militar que se decía cubría el terreno hasta donde alcanzaba la vista. El pánico ganó a todos ante esa terrible noticia, incluso al soberano, quien prestamente ordenó empacar sus mejores riquezas y tras formar una comitiva integrada por sus más directos siervos y guardias simplemente se dio a la fuga, abandonando su trono, seguro de que de permanecer allí no sólo afrontaría una segura derrota sino que además le costaría su cabeza. Ella, que esperaba huir junto a su amado, simplemente fue dejada atrás, olvidada, y se quedó allí, con su dolor en medio del desconcierto general. Las tropas enemigas no tardaron mucho en llegar y conquistarlo todo, con un mínimo de resistencia por parte de algunos grupos de soldados dirigidos por sus oficiales. Fue izado el estandarte invasor en lo alto del palacio en lugar del que estuviera antes, y los soldados vencedores se dieron entonces al libertinaje, saqueando y matando a su antojo, violando a las mujeres de toda la región, y ella no fue la excepción. Vejada por más hombres de los que pudiera contar, sólo fue mantenida con vida debido a que el soberano invasor resultó a la postre admirador de su arte y enterado de que era la autora de las bellezas que adornaban varios de los salones, decidió perdonarla, a condición de que obedientemente continuase creando con su telar, e hiciese para él personalmente la más bella de las alfombras que fuera posible contemplar sobre la faz de la Tierra. Cuenta entonces la leyenda que la mujer se dio a la tarea encomendada, y sólo dejaba de trabajar para pasar sentada ante una ventana contemplando la lejanía, como si le fuese posible divisar lo que había perdido. Cada día tejía y tejía, y siempre lo hacía mientras densas y profusas lágrimas resbalaban por sus mejillas, cayendo éstas sobre la tela en que trabajaba tan afanosamente. Y también señala la leyenda que cuando tuvo la alfombra casi terminada simplemente cortó su cabello y lo usó para tejerlo alrededor de la misma, y que cuando finalmente la presentó al nuevo soberano el resultado éste quedó absolutamente maravillado de aquello que tenía ante sus ojos. La alfombra era una verdadera belleza, una obra de arte. De tres metros por un metro con cuarenta, había sido confeccionada con la más fina lana de cordero, algodón, y un costosísimo hilo de terciopelo de seda entremezclado con hebras de oro. El arrobador colorido había sido conseguido con tintes especiales extraídos de raíces de grana, hojas de índigo, de vid y cáscara de nuez procesada. El detalle de su cabello como corolario exterior de la alfombra, algo que el soberano tomó por alguna clase de hebra fina extranjera. La alfombra era tan suave que el nuevo rey dijo que la quería para sus habitaciones, así cada día al levantarse sus pies desnudos se posarían en aquélla maravilla asegurándole tener un buen día. Dado que la mujer era la autora de tal portento, decidió no sólo perdonarle la vida – así en el futuro podría crear más maravillas para su solaz – sino que también decidió contarla entre sus numerosas mujeres, aunque no la convertiría en su esposa. Una noche de aquéllas en que el soberano decidiera que pasara la noche compartiendo su lecho, y después de que él se saciara de su cuerpo y quedase profundamente dormido, ella se levantó de la cama y dando la vuelta fue hasta donde estaba la alfombra, arrodillándose junto a ella y posando una mano sobre su suave superficie. Se mantuvo allí por unos pocos minutos, la cabeza inclinada, alguien habría podido decir que parecía estar hablando con la alfombra, pero entonces se irguió y regresó a su lugar en la cama, sin que el hombre se percatase siquiera. Mas no se volvió a dormir, permaneció bien despierta a la espera de que el soberano abandonara el reino de los sueños. Eso ocurrió mucho rato después, aunque aún no comenzaba a amanecer. El rey tosió un par de veces y apartó las sábanas para sentarse en la cama, posando sus pies sobre la mullida alfombra que tanto le gustaba, placer al que no renunciaba ni estando medio dormido como en esos instantes. Se puso en pie para dirigirse al baño cuando de pronto algo muy extraño ocurrió. La mujer lo vio elevarse del suelo varios centímetros, y su cuerpo ante tal sorpresa perdió estabilidad y cayó cuan largo era sobre la alfombra suspendida en el aire. El soberano, más que sorprendido, directamente pasmado, intentó incorporarse para bajarse de la alfombra que ya estaba a casi dos metros de altura, pero en ese instante la alfombra se puso en movimiento y avanzando con creciente velocidad enfiló hacia el abierto ventanal y saliendo por él con su azorada carga se alejó hacia lo alto, perdiéndose en la lejanía en apenas unos instantes. Por todo cuanto se sabe, ni la alfombra ni el soberano sobre ella fueron vistos nunca más, y tampoco la mujer, quien al alba había desaparecido tanto del palacio como del reino, puesto que aunque fue requerida y buscada jamás se le volvió a ver por parte alguna.
Pues esa historia había llegado a oídos del visir de Bagdad hacía un par de años atrás, y su mente maquiavélica enseguida se había dado a tramar un plan que mas adelante en el tiempo lo transformase en el hombre más poderoso de la ciudad. Ahora, tras mucho tiempo de búsqueda, sus esbirros habían dado finalmente con la alfombra. Tras seguir infinidad de rumores y pistas falsas, la habían ubicado en posesión de un viejo anacoreta que vivía en las grandes montañas al noroeste de Bagdad. En un mensaje enviado hacía ya varios meses le habían narrado que parecía imposible que un anciano hubiese subido hasta esas alturas por sí mismo para vivir allí. Sin duda alguna se había servido de la alfombra. Y ahora la tenía por fin ante él, tan sólo le restaba descubrir cómo hacer que le obedeciese, puesto que el anciano había muerto antes de confesarlo a sus captores. Pero tal y como había dado con la alfombra ya daría con la forma de activarla. Era sólo cuestión de tiempo.


Akran Rayhan había comenzado su día con la calma habitual, y tras un frugal desayuno había concurrido a la sala que le servía de estudio y consultorio. Aún se estaba acomodando en su silla para estudiar unas notas cuando oyó unas voces afuera en el pasillo y unos segundos después el guardia que conociese la noche anterior entró en el recinto dando fuertes zancadas hasta situarse a un palmo suyo, mientras sacudía enérgicamente un papel frente a su rostro. Le exigía saber por qué razón los dos ladrones habían sido cambiados para ser desterrados en vez de enviarlos al verdugo para cortarles las manos. El médico observó el papel atentamente y dirigió laminada a los frascos que el día anterior habían quedado sobre las mesas, y lo supo, uno de aquéllos bribones – y sospechaba cuál – había mudado los frascos de lugar, sabedor de que evitarían quedarse sin sus manos, y no representaba ello riesgo para los dos dueños de los frascos cambiados, puesto que al ver sus resultados eventualmente también serían desterrados de la ciudad. El guardia resoplaba mientras aguardaba una respuesta y golpeteaba con uno de sus pies sobre el suelo. Pero el médico ciertamente no se impresionaba con su desespero, y entonces volvió la vista al papel, con la certeza de que tenía la chance de evitar finalmente lo que el día anterior tanto le apesadumbrara. De modo que ante la sorpresa y el evidente enojo del guardia, refrendó con sus palabras lo que decía aquél documento. El guardia lo observó anonadado, tan sólo la noche anterior ese mismo anciano le había secundado en todas sus palabras.
- Aquí hay algo raro, anciano. Te estaré vigilando. – le dijo con evidente rencor, señalándole y tras ello abandonó la sala dando un sonoro portazo.


El enojado guardia regresó sobre sus pasos, furibundo, se tomaba muy a pecho sus funciones y estaba seguro de que algo no olía bien en aquél asunto. Se dijo a sí mismo que aquéllos papeles le habían confundido, pero que de todos modos no debía olvidar que sus órdenes estaban dictadas por el mismísimo visir, lo que tornaba la voluntad del médico en algo absolutamente nulo. Apresuró su paso, con tan sólo un poco de suerte lograría llegar antes que la carreta partiese, y ya verían esos dos ladrones, los regresaría a manos del verdugo y les echaría sus manos a los perros para que observasen mientras las comían. Al acercarse al lugar, notó con extrañeza que había un cierto revuelo en el área, vio a soldados ir y venir en varias direcciones, y lanzó una nueva imprecación cuando pudo notar que los dos muchachos no estaban allí, dentro de la jaula de la carreta. Tomó a uno de sus soldados por un brazo y le preguntó qué había sucedido.
- ¡Han escapado, señor!¡ Han aprovechado un descuido y han escapado!
Un gesto de profunda rabia desfiguró el rostro del guardia, haciendo a un lado a su subordinado con furia.
- ¡Maldito montón de inútiles! ¡No se les puede confiar ni a dos mocosos rastreros como ésos! ¡Únicamente tenían que vigilarlos y meterlos en esa estúpida carreta!.... ¡Den la alarma, ahora! ¡Que toda la guardia los busque, los quiero en mis manos antes de una hora! Quién sabe en qué parte de la ciudad puedan meterse esos dos....



Continuará..........
Trenton05 de agosto de 2013

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