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El Gusano

Frío, dolor de huesos y cierta sensación de irrealidad. Luego el dolor en la garganta y en las costillas por el esfuerzo de las arcadas y una molesta capa gelatinosa al final de la lengua que había intentado eliminar con un nuevo lavado de dientes.
Esto no era lo que le habían prometido.

-Lo que comes es insuficiente.
Pamela miró al doctor al otro lado del escritorio, incrédula.
- Se supone que estoy a régimen.
El médico la miró de vuelta con cierta impaciencia. La sala de espera estaba atestada de clientes.
- Pensé que habías comprendido las reglas: si no comes lo suficiente, el tratamiento no sirve. ¡Esto no es una dieta! ¡Es un procedimiento profesional!
Le habló con firmeza buscando fijar sus ojos en los de ella, señal inequívoca de que consideraba su palabra una orden perentoria.
Desde el comienzo del tratamiento Pamela había perdido quince kilos. Su piel se tornó lustrosa, sana, pudo comprar el bikini con el que siempre había soñado y los halagos abundaban en la calle. Estaba comenzando a vivir después de muchos años de inexistencia.
Y sin embargo, ella lo presentía, algo no andaba bien.

En su departamento, a cinco calles de la consulta, frente al espejo del baño, Sofía sostuvo la cápsula en la regordeta palma de su mano por interminables minutos. Un óvulo pequeño, traslúcido, una promesa a punto de concretarse. Lo observó con curiosidad y cierta desconfianza. Un puntito amarillo señalaba el centro mismo de la cápsula blanda. El espejo al frente le devolvió su figura desbordada en kilos. ¿Sería verdad? Último recurso. Levantó el instructivo que venía con el frasco. Lo puso a la altura de sus ojos y leyó la cantidad diaria de ingesta de alimentos. Una locura. Miró nuevamente la cápsula. Allí estaban sus años de colegio, sus compañeros haciendo ronda en torno a ella y, más tarde, sus batallas para no tener que pagar dos asientos en el colectivo ante un chofer que se negaba a perder pasajeros por su culpa, sus frustraciones en las tiendas de moda donde trataba de encajar la ropa bonita, pero demasiado pequeña, en sus curvas prominentes.
Aún así, no se atrevió a poner la cápsula en su boca.
Leyó el instructivo de nuevo.
Quizás debería volver a preguntar.

Esa mañana al despertar, Francisca sintió que no estaba bien. Estiró la mano hacia el reloj despertador y ubicó a tientas el interruptor de la alarma. El repiqueteo cesó dejando que el silencio se instalara en la habitación. Estaba tendida en la cama casi sin fuerzas después de una noche de frenética comilona. El brazo aún yacía en el borde del velador incapaz de volver a la cama. Estaba tan cansada de comer. Ya no quería hacerlo. Ya no podía hacerlo más.
El refrigerador en la cocina estaba vacío. Miró su cuarto. No tenía fuerzas para presentar batalla al desorden, los envoltorios de golosinas en el suelo, a las bandejas sin retirar de desayunos pretéritos. Hacía una semana que no iba a trabajar y de no ser por la alarma del despertador, podría muy bien haber continuado durmiendo hasta el anochecer. Miró su closet repleto de ropa que ya no podía ocupar porque su cuerpo nadaba en ella. Le daba vergüenza mirarse en el espejo. Sólo veía una serie de huesos enlazados por piel en él.
El día en que comenzó todo, ya ni recordaba hace cuánto, estaba en un café. Tenía frente a ella un sandwich pequeño y dietético al que miraba desolada cuando la mujer aquella se sentó en su mesa. Era una dama de treinta y tantos vestida como una adolescente, ombligo al aire, una afrenta a su propia figura envuelta en una túnica para disimular el exceso de grasa.
-Parece que estás sufriendo mucho.
Creyó que se burlaba pero cuando estaba por pedirle que se retirara de su mesa, la mujer continuó:
-Yo también pasé por eso.
Sacó una tarjeta de su bolso y se la entregó.
-Anda, no te arrepentirás.
Y fue. Y resultó que sí. Se arrepintió.

El edificio estaba mal mantenido, con portillas oxidadas para la basura en los pasillos. De no ser por la dirección en la tarjeta, jamás habría adivinado que allí existía la consulta de un doctor.
La enfermera, vestida impecablemente de blanco, con una sonrisa de protocolo y un gesto de su brazo, la invitó a pasar. Sofía entró y le dio su nombre. La enfermera la anotó en su lista.
-¿Primera vez?.
-No, estuve aquí la semana pasada.
-Buscaré su ficha. Tome asiento por favor.
Sofía buscó su lugar entre la gente que ya ocupaba los sillones talla extragrande de la sala de espera. Gorditas bellas, gorditas feas, un tanto perplejas y decaídas; gorditos mórbidos que apenas podían cruzar las manos por sobre la panza; gente esperanzada, gente agotada. Se preguntó si ese era el aspecto que ella presentaba al resto de la gente.

Pamela terminó su visita aún más perpleja de lo que había estado al entrar a la consulta. Se preguntó si acaso no sería mejor pedir una segunda opinión. Al salir a la sala de espera se vio convertida momentáneamente en el foco de atención de toda la consulta. Sintió las miradas de esos extraños recorriéndola de pie a cabeza como si quisiesen hacerse parte de su silueta ahora estilizada. Dudosa, se dirigió hacia el escritorio de la enfermera que ya invitaba a pasar al siguiente paciente.
-¿Necesita hora?
Pamela miró la mano de la enfermera dispuesta a anotar su nombre en la agenda. Tal vez una segunda opinión era una buena idea después de todo.

Francisca entró sin golpear y se detuvo en seco envuelta en la falda gitana que cubría su cuerpo flacucho. Buscó con la mirada a la enfermera quien se puso de pie como impelida por un resorte, olvidando a Pamela y su próxima cita. Francisca ignoró la gente sentada en la sala y que la observaban con inquietud. Supuso que sus ojos debían de lucir muy perturbados.
-Necesito hablar con el doctor.
La mirada de los pacientes iban de Francisca a la enfermera y viceversa.
-Tiene que pedir hora, hay otros que también aguardan por una cita.
Pero la joven no iba a esperar. Avanzó resuelta hacia el escritorio y con esfuerzo depositó sobre la cubierta su pierna hasta entonces oculta por la abundante tela de su falda, una pierna tan huesuda y pálida que hizo retroceder instintivamente a Pamela y retirar la vista a la enfermera con cara de espanto.
-¡Mírame!- le espetó Francisca a la enfermera. Ya tenía la atención de Sofía que se había alzado de su asiento entre los gordos para observar la extremidad enferma, amarilla, reseca, casi traslúcida como el óvulo que descansaba en el interior de su cartera. La enfermera buscó la lista de los pacientes casi a tientas sin atreverse aún a mirar.
-Le avisaré al doctor, no se preocupe, tome asiento por favor.
Entonces Francisca comenzó a sentirse mal. Intentó bajar la pierna pero le fallaron las fuerzas y cayó al suelo junto con los papeles del escritorio. Un par de pacientes hicieron el ademán de ir en su ayuda, entre ellos Pamela que intentó evitar la caída, pero entonces vino el primer vómito verde, gelatinoso, violento. La gente se paralizó, la enfermera retrocedió hasta mimetizarse con la pared.
-¡Doctor, doctor!.
Espasmos frenéticos y luego nada. Francisca miraba al techo con los ojos fijos. El gusano verde, gordo, repulsivo, se hizo paso entre el vómito y los dientes y asomó sus mandíbulas de cabeza ciega desde la boca examine de la mujer. Apareció el doctor alertado por las exclamaciones justo a tiempo para ver al gusano intentando huir de su gigantesco capullo. Ordenó a la enfermera la búsqueda de un frasco pero la mujer estaba demasiado espantada para obedecerle. El médico le repitió la orden con enfado.
Sofía, de pie al lado de los gordos, avanzó lentamente rodeando el cuerpo caído hasta ver al doctor coger con dos dedos la forma blanda del gusano.
-Esto no debiera ocurrir. ¿Por qué no obedecen las reglas?
Y con sumo cuidado colocó el bicho dentro del frasco que le tendía la enfermera desde una distancia prudente. Pamela, miraba con ojos pasmados la boca abierta de Francisca cuando el doctor descubrió su presencia.
-¿Ves por qué debes hacerme caso?.
Sofía pasó por detrás de ambos en su camino a la salida. Algunos de los pacientes siguieron sus movimientos desde los sillones pero nadie intentó ir con ella. Echó una última mirada hacia el interior antes de cruzar la puerta. El doctor, ahora de pie, manos en cintura, observaba el cuerpo tendido en el suelo como si sólo tuviera en mente un problema más a resolver. Pamela, a su lado, gimoteaba en silencio ocultando el llanto bajo la palma de su mano. La enfermera, con mano temblorosa, volvía a coger los papeles para colocarlos en orden sobre el escritorio.
-El doctor los atenderá enseguida.
Sofía cerró la puerta.

El pasillo estaba vacío. Sofía extrajo de su cartera el frasco, pequeño, traslucido, a juego con la única dosis que alojaba en su interior. Visualizó el punto amarillo en el centro de la cápsula y pensó en el dinero que había entregado a cambio. Cuando el punto amarillo se movió, Sofía dio un respingo y echó a andar con paso rápido. De camino al elevador, arrojó el frasco por la portilla del incinerador.

FIN.
Winchestermcdowell21 de abril de 2011

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