Tumbarnos ambos, colocar la sábana, acomodar la almohada, mirarnos a los ojos y apagar la luz.
Entonces nos besamos mientras nos decimos el uno al otro aquellas mágicas palabras que todo el mundo debería escuchar a diario: te quiero.
De repente, diviso tus ojos entre el gran mar de oscuridad que inunda tu habitación. No los veo, pero sé que están ahí y que también me están mirando.
Me das un beso, te pones boca abajo y me pides que haga aquello que tanto te gusta. Así pues, subo tu camiseta, desabrocho tu sujetador y, con tu espalda al aire, comienzo a mover las yemas de los dedos en débiles oscilaciones por tu piel. Recorro toda tu espalda, beso tu cuello y, una vez ahí, aprovecho para susurrarte estas palabras: daría lo que fuera por repetir este momento todas las noches, de todos los días, del resto de nuestras vidas.
El sueño comienza a vencernos, nuestros cuerpos decaen y, poco a poco, nuestros ojos se cierran. Pero... No hay mayor felicidad que la que me invade al pensar que en unas horas despertaré abrazo a ti.
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