De la pistola surgió un aroma gris que representaba el fin de los tiempos, el apocalipsis, los jinetes. Se apoderó de la habitación el silencio y de mí tomó posesión el miedo. No necesité reflexionar lo sucedido, tenía previsto el momento y simplemente dejé que mi cuerpo se deslizara. Por la puerta, por el pasillo, por las escaleras, rebozante de una emoción recién descubierta, de una aflicción mas potente que el arma que tenía guardada en el bolsillo o la explosión de las balas o el grito. Un atropello químico que volvía mi respiración pesada y mis pasos veloces. Los dientes me temblaban, pero al fin llegue al callejón, imaginando que de su ventana saltaría ensangrentada y con garras de halcón a devorarme. En la calle, la ciudad me esperaba nublada, deidad risueña, sonora de ambulancias y sirenas que me buscaban, o que quería que me buscaran. Me alejé del edificio en un taxi amarillo. El conductor me miró con desprecio y pretendió llevar a cabo una conversación forzada. Yo pretendí seguirle el juego por no dejarle que me viera desgarrado, pero no entendí de qué me hablaba y le dije seguramente alguna estupidez. Llegué a casa, pagué la cuota, dije buenos días siendo noches, y malas, entré y descubrí el fantasma. La muerta, la recién asesinada, conversando trivialmente con mi esposa, vuelta del inframundo para hablar de la salita cara y el jarrón preciso, amenazando con su presencia mi cordura, mi sanidad y mi inteligencia. Naturalmente, me había equivocado de departamento, de asesinada. Pude incluso haberme equivocado de edificio, de calle, de colonia. Revisé el bolsillo y descubrí con literario espanto la ausencia del arma, que estaría en el taxi.

AbrahamsaucedocepedaSeguir Autor Recomendar Texto Agregar a Favoritos