Hacía como que me refugiaba en tu sombra tendida sobre el pavimento. Era tu oscuridad mi casa, la fortaleza orgullosa que afuera dejaba a los perros y a las brujas limosneras. Pero malvada, te ibas luego muy lejos, y se volvía muy flaca tu sombra, alargada y fina, y tan apenas me contenía, que enseguida ubicaban mi olor los sabuesos y sentían en los huesos mi ternura las viejas. Y se me llenaban los pulmones de unas ganas tremendas de no estar más. Dejar de haber más yo. Volverme levedad, o magnitud o sentido. Se me hacía tarde alcanzándote de vuelta y con frecuencia, erraba de sombra en el camino y terminaba al amparo frío de un buzón de correos. Siempre un buzón de correos. Sombriflaca, parecido a aquella tu negrura serena, mi trinchera, ponen otros por ejemplo un muro, o un brazo ajeno, o un montón de fierros. Nada menos romántico. Y es que jamás nadie sabrá decir porqué nací enfermo de tiniebla, picado por un poema. Pero es poco consuelo presumir mi desentendimiento, si por el suelo también tú terminas yaciendo. Solamente no yazcas, te ruego, que dejarías luego de emitir mi existencia. Hasta siempre sigue en pié, sigue alzada hasta que la luz muera.