No importa cuánto tiempo se postre la costra sobre la herida, ésta siempre está lista para sangrar.
No hay droga o licor alguno que me robe una mirada de atención, mi vista enamorada eternamente de la sobriedad gris jamás se posaría sobre un estado menos puro y oscuro de locura, jamás dejaría de soñar entre los olanes del vestido, el corsé negro y la coquetería del escote de la vida, la triste viuda a la que pretendo secretamente. Ni amor dulce que perfume y absorba mi existir, ni hueste angélica o maldita, ni objetivo que me invite a disponer con paso firme de uno u otro camino, pues desde que tengo uso de razón -valga la ironía- he distinguido sin esfuerzo a la sombra en las entrañas de la noche y he escuchado el estridente canto de la soledad y de su vástago el silencio.
No recuerdo bien si algún día he llegado a estar realmente solo, sólo estoy seguro que me he sentido solo todo el tiempo, como quien mora sin aliento dentro de una tumba olvidada.
Y no sé si mis heridas se encuentran abiertas por sangrar de manera abundante o si cual labios resecos, hambrientos, se abren moribundamente para tratar de alimentarse del afuera, del mundo, porque cuando me paro en la cima al filo del abismo e imagino con entereza el salto, me doy cuenta que soy un eco de lo que fui, tras cada caída vuelvo a levantarme, sí, cada vez más muerto pero sin poder quedar ahí. Un fantasma.
Huir del murmullo ensordecedor del mundo, correr encogiendo los hombros hasta esconderse dentro de uno mismo, inclusive suena lógico
¿pero y cuando aún el hogar mismo se convierte también en un extraño lugar?
Ω