Se aferra el mundo al anhelo de la paz
que el acervo conscripto promueve a voces
sobre sus hombros cubiertos por las cenizas
que desde el cielo caen como gotas de lluvia
el rocío gris que van dejando tras de sí
los misiles al rasgar el cielo con su impetuoso fulgor.
Caen los cascos y los rifles aun fieles a un costado de los cuerpos
renace el color sobre la esterilidad del campo de batalla;
cual rosas rojas florece y se esparce en declive por el adusto otero
para darse encuentro con el aceroso río que brama hasta ensordecer
los cañones y los enarenados decibeles de la agonía y la desesperación.
Soplan los salvajes vientos a ras de tierra
y las tropas se repliegan en las ruinas de una gran ciudad
luego de la ráfaga que azota directamente contra sus duros gestos,
aparece entonces un segundo y un tercer sol anunciando la mañana nuclear
y la tierra se estremece hasta el silencio.
Y si al rayar el alba brillaran de nuevo los días envueltos en dolor
y nuestra juventud regresara al corazón, maltrecha,
desgastada por el llanto de la guerra interna,
prostituida en noches llenas de felonía
y calada hasta los huesos del placebo de seguir existiendo,
una bala entre los dientes sería la única sonrisa
con la que podríamos corresponder a la álgida coba de la muerte.