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Pedro El Eterno

Contaban que Pedro el Eterno le tenía miedo a la soledad. Contaban que llegó al pueblo una mañana de tormenta, sin más que lo puesto y un cuadernito en el bolsillo. Contaban que el cuadernito estaba forrado en piel de mamut y sus hojas eran del más fino papel de arroz chinop. Contaban que se hospedó en lo de la Regina y pagó un año por adelantado.
La Regina -así, sin apellido- dirigía una posada en las afueras del pueblo, al pie del cerro Ningún. Decía ser viuda de un caudillo. Se rumoreaba que era bruja. Tenía dos hermanas menores que vivían a orillas del arroyo del Huérfano, llamado así en honor al doctor Cabobianco.
El doctor Cabobianco nació, decían, en un ranchito de barro y paja. Contaban que en el año de la Catástrofe el arroyo creció tanto que derrumbó el rancho, matando a casi todos sus habitantes. Sólo sobrevivió el doctor Cabobianco, que fue rescatado y criado, según contaban, por dos viejas solteronas que venían de las Tierras Bajas. Algunos decían que las viejas eran las hermanas de la Regina, pero a mí no me dan los números.
La Claudina y la Nicolasa -tales eran los nombres de las hermanas de la Regina- no deberían tener más de sesenta años cuando Pedro el Eterno llegó al pueblo. Por ese entonces, el doctor Cabobianco aparentaba no menos de cuarenta y cinco o cincuenta.
A la Regina la recuerdo como una señora regia de aspecto algo sombrío, pero carácter amable.
El doctor Cabobianco era, hasta donde sé, doctor en medicina, doctor en leyes, doctor en filosofía, doctor en teología, doctor en bioquímica y doctor en psicología. Contaban también que era doctor honoris causa en al menos treinta disciplinas científicas por sus investigaciones en etnobotánica, criptozoología, antropología, mineralogía y química. Era un hombre canoso.
A Pedro el Eterno nadie lo podría haber catalogado como elegante, y los vecinos comentaban que sus modales dejaban mucho que desear. Contaban que su sonrisa era embriagadora. Contaban, también, que rara vez sonreía.
El que siempre sonreía era Don Jaime. Contaban de Don Jaime que su despensa había existido siempre. Contaban de la despensa que Don Jaime la había atendido siempre. Algunos contaban mentiras sobre el nacimiento de Don Jaime o sobre la inauguración de la despensa, pero la mayoría estaba de acuerdo en afirmar que los dos ya estaban ahí cuando la hermana Matilda fundó el pueblo.
Don Jaime me contó una vez que la hermana Matilda era, en realidad, un gaucho de apellido Maturana.
El doctor Cabobianco, que además era historiógrafo, aseguraba que Maturana y Don Jaime eran la misma persona. Aseguraba que el gaucho se había refugiado en un convento después de asaltar una pulpería y apuñalar a dos hombres desarmados. Aseguraba que las Hermanas de la Caramelización de San Blas, reconociendo la dulzura en el corazón de Maturana, le regalaron las tierras entre el cerro Ningún y el arroyo del Huérfano -entonces sin nombre- en las que más tarde se emplazaría el pueblo.
Cada septiembre se hacía en la plaza del pueblo un festival como tributo a las víctimas de la Catástrofe. La primera Catastrofiesta se vio interrumpida por la nevada del Septiembre Blanco, que se cobró veintinueve vidas humanas. Diez años después, la noche del festival se iluminó con el Gran Incendio de Cachimayo, en el que murieron ochenta y siete personas. Una década más tarde el Consejo suspendió la Catastrofiesta con la esperanza de no tener que lamentar pérdidas; en cambio, regalaron surubíes del arroyo para que cada familia celebrase en su hogar: ciento cuarenta y tres fueron las víctimas de una intoxicación fatal.
Se cumplían nueve años de la Tragedia de los Surubíes el día en que Pedro el Eterno llegó al pueblo.
Esa tarde se reunió el Consejo conformado por la Regina, la Claudina, la Nicolasa, Don Jaime, el doctor Cabobianco, la madre superiora del convento de las Hermanas de la Caramelización de San Blas y, por supuesto, el alcalde de turno. Pero esa fue la primera vez que se sumó un invitado: Pedro el Eterno. Más tarde esa noche se celebró la Catastrofiesta número treinta.
Don Jaime me contó durante el festival que el Consejo se reuniría cada cuarto menguante. Vi, también durante el festejo, a las tres hermanas y a la madre superiora preparando puchero en una olla enorme. El alcalde de turno recorría la plaza visiblemente nervioso, mientras Pedro el Eterno bailaba con la heredera de los Augusto. El doctor Cabobianco cerró la noche recitando unas palabras en lo que creo que era latín, aunque pudo haber sido italiano.
La heredera de los Augusto era la soltera más codiciada y la mujer menos accesible del pueblo. Se contaba que llegó a rechazar a treinta y tres pretendientes en una sola noche. A Pedro el Eterno tampoco lo aceptó, pero al menos le regaló algunas horas de baile. Después de la Catastrofiesta, Pedro el Eterno se encerró varias semanas en la posada de la Regina.
El primero de abril del año siguiente, Don Jaime me invitó a participar de la reunión del Consejo en carácter de oyente. Las tres hermanas, la madre superiora, y el alcalde de turno estaban, cuando llegué acompañado por Don Jaime, parados en ronda, cada uno en una punta de una estrella de David tallada en el suelo de piedra. Don Jaime se ubicó en el centro del círculo, sostuvo en alto una especie de daga y habló en una lengua que, supuse, era hebreo. Los demás respondieron con un grito y una reverencia. A partir de ese momento no recuerdo nada de aquella jornada.
Al día siguiente me desperté en la casa de Don Jaime con una resaca insoportable y la sensación de no haber dormido en toda la noche. Apuré un té asqueroso que encontré en la mesa de luz y me fui sin saludar.
Una tarde de julio lo encontré al doctor Cabobianco en la despensa. Me saludó con una reverencia y me entregó un disco de plomo.
Un domingo de septiembre, cuatro días antes de la Catastrofiesta, recibí una nueva invitación al Consejo. Pensé en negarme, pero lo siguiente que recuerdo es la voz profunda de Pedro el Eterno diciendo "bienvenido a casa" y una sucesión de imágenes inconexas: la madre superiora con un incensario, Pedro el Eterno tomando notas en su cuadernito, las tetas bamboleantes de las tres hermanas, un puchero humeante, un libro sobre alquimia con el nombre del doctor Cabobianco en la portada, Don Jaime desnudo sobre una tarima, el alcalde de turno en un rincón visiblemente nervioso, dagas, velas, el arroyo, la madre superiora sumergiéndose en el agua, una cueva en el cerro Ningún, una luz intensa y un rugido provenientes de la cueva...ñ También recuerdo olor a jazmines y mi propia voz diciendo "amén".
El lunes me desperté en mi casa extrañamente feliz. Me sentía parte de algo importante, aunque no podía dar forma a mis pensamientos.
El martes la Regina golpeó a mi puerta, me entregó un disco de oro y se fue en silencio.
El miércoles me visitó Don Jaime sólo para preguntarme si yo estaba bien. Volvió el jueves poco después del amanecer. Lo acompañaban el doctor Cabobianco y el alcalde de turno. El alcalde renunció a su cargo para que yo lo sucediera, de eso estoy seguro. Después brindamos con jerez y lo ocurrido durante las siguientes horas es bastante confuso. Creo recordar al doctor Cabobianco hablando de "nuestra estirpe". También recuerdo, o eso creo, a Don Jaime explicando algo sobre el destino ineludible y cierta circularidad temporal. El doctor Cabobianco pudo haber pronunciado la palabra "inmortalidad", o no. Tampoco puedo afirmar que Don Jaime me haya besado la frente con lágrimas en los ojos.
Poco antes del atardecer de ese jueves yo estaba solo en el cerro Ningún buscando la cueva del domingo y, quizás, alguna respuesta, cuando apareció a mi lado Pedro el Eterno. Me explicó que él y yo éramos iguales. Me ofreció su cuadernito forrado en piel y pude leer los nombres de casi todos los habitantes del pueblo, los de los miembros del Consejo subrayados con verde. Sólo faltaba un nombre en la lista: el mío.
Pedro el Eterno me contó que el verde es el color de la vida, pero ni siquiera la vida puede escapar al destino; "sólo la eternidad puede evitar la Catástrofe y la Muerte", sentenció.
Por unos instantes lo creí loco, pero su sonrisa me convenció. Me entregó un disco de plata y se perdió en una cueva que no había visto antes ni volví a ver después.
Esa noche presidí la Catastrofiesta en mi condición de alcalde. Terminada la primera ronda de juegos, el festejo se tornó caótico: el ya no más alcalde de turno condujo a las tres hermanas a una hoguera al grito de "¡brujas!". El olor a carne quemada se confundía con el del puchero que revolvía la madre superiora. El doctor Cabobianco era una catarata de lágrimas. La heredera de los Augusto, sosteniendo un crucifijo en su mano izquierda, empujó a la madre superiora al interior de la olla humeante justo antes de cortarse la garganta con un cuchillo de cocina. Don Jaime intentó improvisar un discurso desde el escenario para pedir calma, pero fue derribado por una bala que disparó quién sabe quién. En pocos minutos la plaza se regó de cadáveres.
Pedro el Eterno subió al escenario y, sin emitir palabra o sonido alguno, sonrió. Mientras, el doctor Cabobianco se me había acercado y, todavía llorando, me rogó perdón por haber fallado.
Me sorprendió el silencio: todos en la plaza -los que seguían vivos, quiero decir- le estaban devolviendo la sonrisa a Pedro el Eterno. Creo que nadie sintió el temblor. Yo me dejé perder en aquella sonrisa.
Cuando volví en mí, Pedro el Eterno era el único que seguía en pie. Yo había perdido a mi familia, había perdido a mis amigos y vecinos. Yo, el alcalde, había perdido a mi pueblo. El Consejo había fallado en su misión, pero yo seguía indemne. Pedro el Eterno ya no debería temer a la soledad.
Adriel23 de noviembre de 2018

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2 Comentarios

  • Mr.elio

    Wao!, tengo que decir que aunque este cargado de información al leer no me perdí nunca (salvo en algunas palabras que les faltaban letras) una historia fascinante aunque me dejo con algunas preguntas. Me gusto

    23/11/18 11:11

  • Adriel

    Me alegro de que te gustara. Gracias!

    23/11/18 12:11

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