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Lecciones

-No lo entiendo, ¿por qué? No estaba preparada para esto…
La niña miraba la tumba de su madre al lado de un anciano, su abuelo. La mañana era clara. El sol brillaba y los pájaros cantaban; las flores resplandecían. Él, le pasó el brazo por encima con actitud protectora.
-Sabes, siempre se está preparado para las lecciones serias que te da la vida de hecho, la primera lección que recibes es al nacer cuando descubres lo que hay fuera y notas el frío sobre tu piel. Ya no harán jamás las cosas por ti; sí que te ayudarán pero ya no como esa vez. Tú fíjate que desde ese momento, hasta te toca respirar por ti mismo. A partir de ahí la vida te seguirá dando lecciones pero no te dirá el momento por eso tienes que estar al tanto.
“En mi caso mi segunda lección fuerte de vida sucedió cuando tenía seis años. Corría el año 39, se había acabado la guerra civil. No tengo muchos recuerdos de la etapa me acuerdo de pasar hambre y de oír a las gentes hablar sobre el horror de la situación. Sólo hubo algo que me quedará marcado hasta que me muera y fue esa segunda lección que me dio mi madre. Recuerdo que cuando se acabó la guerra mi madre iba todos los días hacia la entrada del pueblo donde vivíamos y se pasaba allí las tardes. Yo era muy pequeño y no entendía nada, siempre que le preguntaba a donde iba me decía que a dar un paseo y se iba de buena mañana. Yo la seguía iba detrás pero guardando las distancias y la veía allí parada, al lado del camino mirando hacia un punto fijo en la nada y regresar a casa cuando se ponía el sol. Supongo que la seguía porque había dejado de hablar conmigo inmersa completamente en aquella extraña rutina y yo era un niño pequeño, que necesitaba el amor de una madre. No me veía muy afectado, pensaba que eran “los paseos raros de mamá” y no me metía. Además, en la escuela me estaban enseñando a leer y estaba sumergido en la lectura de pequeños cuentos para niños que me llevaban horas ya que iba letra por letra. Me gustaban mucho aquellos libros y estaba cogiendo cierta destreza. Un día como siempre desde hacía unos meses, mi madre realizó uno de “los paseos raros” y se situó como cada vez al lado del camino y yo como no, me sentaba en un punto donde podía verla pero no molestarla y me ponía a leer. Hacia el medio día, llegó un coche cargado de señores mal vestidos y colmados de vendas ensangrentadas por todas partes. Por un momento cerré mi libro y vi que se dirigían a mi madre. Uno se bajó del coche le dijo algo y le pasó la mano sobre el hombro mirando hacia abajo. Ella se mostró impasible ante el gesto, se dio la vuelta y regresó a casa. Este acontecimiento era nuevo, ¿aun no había atardecido y ya se iba? Cerré mi libro (esto era mucho más interesante) y corrí a su encuentro. La llamé pero no me contestó subía a casa con un paso acelerado y ni siquiera se volvió para responderme. Entró por la puerta de casa y yo siguiéndola. La llamé de nuevo y no me respondió. La busqué en la cocina que era donde solía estar normalmente preparando la comida pero no estaba. Dejé el libro que llevaba conmigo junto con los otros y subí a su habitación. Me la encontré mirando por la ventana completamente inmóvil. La llamé y me respondió en voz baja con un sí interrogativo ligero y débil que voló por toda la estancia para posarse en mis oídos. Un escalofrío atravesó mi cuerpo como un rayo frío y preciso que llegué a sentir en la punta de los dedos. Mi madre aquella mujer joven y fuerte con tantísimo carácter, no podía responder de semejante manera. Sabía que algo iba mal y me puse a su lado y la miré, y me fijé que una lágrima nacía en aquel ojo azul tan bonito y se deslizaba por sus mejillas blancas muriendo al lado de su boca; un lugar digno para morir. Me di cuenta de que todo iba peor de lo que yo creía porque jamás y nunca, había visto a mi madre llorar por nada. Mi naturaleza de niño le preguntó.
-Mamá, ¿por qué lloras?
-Nada, no lo entenderías.
Fue tajante y fría pero yo no me rendía.
-Antes no entendía las letras, me las explicaron y sé leer.
-Aunque te lo explicase no sentirías lo mismo que yo. Además esto es diferente, es más difícil que las letras y los números.
Me dejó con la boca abierta.
-¡¿Hay algo más difícil que las letras y los números?!
Sonrió amargamente y no me respondió. Me estaba empezando a enfadar yo pretendía ayudarla y ella no me hacía caso y no paraba de responderme con silencios. Entonces me entró una rabieta y me puse pesado. Le dije repetidas veces que quería sentir y entender lo que le pasaba. De repente se secó las lágrimas y bajó a la cocina y la fui siguiendo. Echó unos palitos de leña en la cocina. Encima de la mesa estaban mis libros de cuentos. Yo seguía con mi perreta protestando y entonces, en silencio, cogió mis cuentos (¡mis cuatro míseros cuentos que me habían dado de premio en la escuela!) y los lanzó al fuego. Adiós a las hadas, a los príncipes que rescataban princesas custodiadas por dragones… Adiós a la magia. Me había arrebatado mis tardes de entretenimiento, mis libros que tanto me gustaban y quería porque eran míos y yo me los había ganado. Me quedé quieto, muy quieto y una especie de gusano gigante trepó por mi estómago hacia la boca haciéndome un daño tremendo. No me quedaba otra que escupirlo y así lo hice y comencé a gritar llorando, me tiré al suelo y pataleé. Estuve así un buen rato, como lo que era, un niño y preguntando entre llantos a mi madre por qué lo había hecho. Ella no se había movido ni un milímetro me dejó comportarme así y enfadarme y se fue sin darme explicaciones. Ahí lo comprendí todo”.
-Abuelo, ¿en serio que te pasó eso?
-Te lo juro y aunque parezca que no, me sirvió de mucho. Me preparó para golpes duros de los que te hacen pensar y no comprendes. Me hizo entender que no todo tiene un por qué. Por eso ahora tenemos que ser fuertes y no preguntarnos por qué suceden las cosas. Aceptarlo y seguir. Sé que lo que voy a decir ahora es un tópico muy extendido pero es así de sencillo: “la vida no es justa”.
Aeram21 de julio de 2012

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