Esa roca cayó del cielo. Una gran luz lo envolvió todo. La luna se perdió en lo blanco del cielo un momento. La tierra tembló, como ya imaginan. Tembló todo el maldito pueblo y desde las casas, algunos vecinos vieron como una columna de humo surgía del bosque.
Primero fueron los helicópteros que aterrizaron en la plaza.
La roca dejó de arder en unos diez minutos. Pero eso solo lo vio Tomás, tonto reconocido del condado, que agachado observó durante un largo rato la piedra llameante que vino de las estrellas. Mientras pensaba que era una o parte de alguna. Alegre porque no le había caído en la cabeza.
Bajaron con gafas negras, zapatos negros y mucha prisa.
Tomás, contento con su suerte miraba ilusionado el pedrusco. Contento, no se fijó en el líquido verde que empapaba la tierra debajo de la roca. No vio como ese líquido burbujeaba a la luz de la luna.
Sacaron aparatos que pitaban cuanto más se acercaban al bosque.
Encontramos a Tomás inconsciente, muy estirado y con una sonrisa larga junto al cráter. Los hombres de negro discutían preocupados. Ellos si vieron el líquido verde, vieron las burbujas y se habían colocado unas mascarillas blancas.
Nos dieron la espalda y estudiaron nuestra extinción.
No había mascarillas para todos. Tampoco plan de evacuación. Pacientes esperaron que las esporas nos devoraran. Solo necesitaban pruebas clasificadas. Fotografiaron nuestras retinas. Colocaron la roca en una urna transparente y quemaron nuestras casas.