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Hotel Texas

Otra vez el mismo sueño. Últimamente se repetía con demasiada frecuencia. Escuchó su propia respiración, agitada, superficial. Con mano temblorosa le buscó; su lado estaba vacío, la colcha perfectamente estirada. Tardó en encontrar la lámpara de noche: cada día una ciudad distinta, cada noche un hotel diferente. Las dos menos diez sonreían burlonas en la extraña cara del despertador. ¿Estaría él trabajando todavía? Salió de la cama. A pesar de la moqueta, de la chimenea encendida, el frío la traspasó. Diciembre anunciaba que estaría allí en pocos días. Buscó su bolso de mano; lo encontró en el suelo, junto a la cama. Sacó un cigarrillo del paquete que guardaba en él. Luego cogió una caja de cerillas con el nombre del hotel. Estaba vacía. Se quitó el cigarrillo de los labios y lo rompió con un gesto crispado de sus dedos. Cruzó la habitación y abrió la puerta que comunicaba con el salón de la suite. Ahí estaba, sentado a un escritorio de nogal, rodeado de papeles, despachando con uno de sus asesores. Levantó la mirada de algún informe oficial y sonrió. Con esa sonrisa suya capaz de enamorar a toda una nación.
-¿Qué haces todavía despierta? -preguntó con dulzura-. Mañana temprano tenemos que salir hacia Dallas.
El sueño se reprodujo de nuevo en su cabeza con áspera crudeza.
-Me he desvelado. ¿Y tú? También necesitas descansar.
-No te preocupes por mí. Vuelve a dormir, enseguida acabo. Te lo prometo.
Cerró la puerta suavemente y le obedeció a medias. Volvió a la cama, pero sabía que no podría conciliar el sueño. Se sentó sobre ella y cogió la Biblia que descansaba sobre la mesilla. Su pequeña Biblia, que siempre la acompañaba a todas partes. Una edición vieja y gastada, atada con un trozo de cordel para que no perdiese más hojas de las que ya le faltaban. Se puso las gafas de lectura y la abrió por uno de sus pasajes preferidos, marcado por una rosa marchita que en algún momento olvidado había guardado allí.

Aunque hubiera de ir
por los valles sombríos de la muerte,
ningún mal temería,
pues conmigo estás tú:
tu bastón y tu cayado me confortan.

Releyó el salmo una y otra vez. Primero en voz alta, luego en susurros, al fin llorando en silencio. Se inclinó buscando en su bolso el pañuelo bordado con las iniciales JK que John le había regalado al convertirse en su esposa y cambiar su apellido Bouvier de soltera por el de Kennedy. Al hacerlo la Biblia resbaló de su regazo, y con ella la rosa, quebrándose sus delicados pétalos granates en el momento de estrellarse contra el suelo.


© Alpana, enero 2013
Alpana09 de abril de 2013

4 Comentarios

  • Asun

    Alberto hace tiempo que leía por aquí, aparte de motivos de salud, es porque entrar y no ver a nuestros habituales me pone triste y me trae mucha nostalgia.
    Por eso me ha gustado tanto leerte, y porque el relato es realmente original, aquí se ve quien tiene madera de escritor.
    Espero que tus proyectos que tuvimos ocasión de comentar hace justo un año se hayan cumplido, (me parece que hace un siglo de aquella tarde en Madrid)
    Besos.

    14/04/13 04:04

  • Libelula

    Que bueno leerte
    Un abrazo

    25/05/14 06:05

  • Sandor

    Me has despertado momentos de aquel modo de escribir tan directamente americano (buena).. pensando en la literatura del género negro, de esas existencias entre el aire amarillo de gastadas lecturas...y no muertas.
    Me ha encantado.
    Carlos

    26/05/14 02:05

  • Alpana

    Muchas gracias a todos. Este relato lo escribí para un curso que hice con el escritor Jorge Eduardo Benavides, y fue el primero al que no puso ninguna pega, así que fue para mí un gran momento.

    28/05/14 09:05

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