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Hogar, Dulce Hogar.

Hogar, dulce hogar.
Caminaba un noche de otoño por una calle solitaria, no hacía frío pero sí un aire molesto, tan molesto que tuve que abrocharme los botones de la chaqueta ya que el airecillo se empeñaba hacer de ella una capa. Había abandonado una transitada avenida, pues me sentía aturrullado por tanta gente y tanta luz, para adentrarme en otra más tranquila. Resultaba casi inverosímil que sólo unos metros separaran la soledad del bullicio; en mi paseo hasta el final de la calle solo me crucé con tres o cuatro personas; en las ventanas de las casas había, luz señal de que había vida en ellas, confirmado por un olor agridulce que salía de algunos portales abiertos. Eso sí no había ningún comercio, y si lo había tenían el cierre bajado y no reparé en ellos, solo algunos talleres o pequeños almacenes.
Ya justo al final de la calle había un pequeño bar, limpio y bien iluminado, como sentía sed decidí entrar a tomarme una cerveza. Me senté en una mesa, pues mis pies no están hechos a caminatas prolongadas. Allí estaba sin hacer nada y con la mente tan en blanco como las paredes del establecimiento. Pero algo llamó mi atención, en un rincón estaba sentado un hombre ya muy entrado en años, leía el periódico local y de cuando en cuando decía algo así como “esto no puede ser, esto no puede ser”. Yo no lo oía pero adivinaba por sus gestos que esto es lo que decía. Se acerco a él la chica que atendía en la barra y por la familiaridad con que le trataba me di cuenta que eran familia.
La chica le dijo: - abuelo porque no te subes y vas cenando, ya la tienes la cena preparada – El anciano dobló el periódico e hizo lo que su nieta le indicaba. Lo observé mientras se retiraba y pensé que a no mucho tardar me vería como él, torpe de movimientos, arrastrado los pies y obedeciendo a mi nieta. También pensé que era un hombre feliz que tenía quien se preocupara por él, quien le preparara la cena. Y todo ello con amor y mimo envidiables.
Cuando despareció de mi vista, yo abandone el bar. Me había refrescado con la cerveza y descansado durante unos minutos. Pero lo más interesante es que había meditado sobre las cosas de la vida y las cosas del querer.
La calle en la que me encontraba iba a desembocar en una pequeña glorieta de la que salían otras varias calles. Harto de la media luz me metí por la más iluminada y al poco rato me vi envuelto por una multitud cargada de bolsas de la compra y que corrían como almas que llevan al diablo, unas para coger el autobús y otras para buscar donde había dejado el coche. Yo seguí con mi paseo tranquilo y de pronto me di cuenta que la calle estaba casi desierta, solo quedaban las personas que en las paradas esperaban el autobús. Pensé en como el horario comercial influye en la vida de la gente, supermercados abiertos, calles llenas, cerrados, vacías.
Da la sensación de que la muchedumbre obra al unísono, como al toque de un cornetín de órdenes, como si poseyeran una inteligencia colectiva que les indica ahora toca esto y luego lo otro. Tanto que llego a pensar en eso de que el hombre es un animal de costumbres es totalmente verdad. Creo que somos a la vez vegetales y animales, pues tenemos una vida vegetativa y otra sensitiva. Tomamos decisiones por iniciativa propia y según nuestra voluntad, pero a la vez nos dejamos arrastrar por el mundo que nos rodea. Si lo pensamos bien nos limitamos a hacer día tras día lo mismo, damos los mismos pasos. Vamos de casa al trabajo y viceversa casi sin darnos cuenta, de una manera automática; Si sobre un plano representáramos las trayectorias de nuestros movimientos nos que daríamos de piedra. Si por casualidad, lo que no es raro, nos encontramos una calle cortada nos origina un pequeño, o no tan pequeño, estrés. Incluso conozco a personas que a la hora de elegir el sitio para sus vacaciones repiten una y otra vez el mismo lugar. De esto último solo unos privilegiados, cada vez más, se salven.
Todos estos pensamientos embotaban mi cerebro, para pensar no hay nada mejor que caminar solo entre la multitud, cuando llegué a mi casa. Tuve que dar alguna explicación a mi mujer, que está acostumbrada (otro animal de costumbres) a mi puntualidad y hoy he llegado algo más tarde de la costumbre (también yo soy animal de costumbres). Zapatos fuera, zapatillas en su lugar y el batín en lugar de la chaqueta. ¡Qué delicia! Hogar, dulce hogar.
Anorgi31 de octubre de 2011

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